VENEZUELA SUYA
Por Alejandro Varderi*
«Siempre debe dejarse margen para la espera», concluyó Vicente, mientras preparaba la maleta para otro de sus viajes relámpago a Caracas. Poca cosa necesitaba llevar, no obstante, pues allí le esperaba todo: desde sus trajes y demás prendas de vestir, perfectamente emplazados en los armarios de su estupendo dúplex de la Plaza Altamira, hasta la de repuesto cuyas labores de geisha le tenían la libido bajo control, tras lo intempestivo de los meses con Matilde y las dos décadas con aquella tough cookie judía, dejándolo prácticamente con lo puesto tras el traumático divorcio.
Una relación cómoda entonces, la de esta venezolana servicial; justo lo que su cuerpo y su psiquis requerían en esta etapa, cuando le quedaban apenas unos meses para dejar Citibank, con un robustecido 401k y una generosa jubilación, apenas pisando la sextena. Nada despreciable, pues, el balance para aquel muchachito pueblerino que pasó sus tres primeros lustros dando vueltas por el interior del país y un golpe de suerte llevó a Nueva York, cuando la ciudad aún no había encontrado quién la domesticara. Quizás por eso su look un tanto salvaje arrasó entre las féminas del downtown, y su bien desarrollado côté femenino le llevó a estrechar amistad con la abierta comunidad gay del Village anterior a la debacle; si bien deep down sabía que meterse a las locas en el bolsillo era una excelente inversión, pues era la mejor manera de entrar en contacto con las mujeres más fabulosas.
Y hacia ese coto apuntó siempre su deseo, abandonando en el camino más de un corazón roto, sin contar los apuros para pagar unos cuantos abortos; por eso apenas empezó el MBA se empleó en las filas del Citigroup donde fue ascendiendo y dejando sus mejores años. «Aunque pensándolo bien los mejores están por venir», se dijo optimista, mientras cerraba el estuche con los implementos de toilette. Porque en optimismo no le ganaba nadie, especialmente cuando la incertidumbre de no saber si el presidente llegaría vivo a octubre para la relección, tenía a sus clientes frenéticos moviendo activos hacia economías más estables, y a las fuerzas armadas inquietas ante la posibilidad de perder los privilegios que les habían permitido enriquecerse estratosféricamente con la mayor impunidad. «Se habla de golpe de Estado», le comentaban nerviosos los inversores, a lo cual Vicente respondía con palabras puestas a calmarles los ánimos, asegurándoles la salud de sus portafolios, si bien era recomendable tener un plan B no fuera a desencadenarse lo peor. Y para ello iba a poner rumbo al aeropuerto en esta mañana de junio, confiando poder tranquilizarles mientras ideaba nuevas vías por donde el dinero pudiera fugarse, antes de que otra nacionalización se cerniera sobre el capital privado.
Al celular le llegó un mensaje de texto, donde la de repuesto le deseaba un feliz viaje y aprovechaba para preguntarle si tenía sus cremas. «Claro mi amor», le contestó él abriendo nuevamente la maleta, pues las había dejado olvidadas sobre la repisa del baño. Otra prueba de lo indispensable que ella supo hacerse en la cotidianeidad de Vicente, quien no dejaba sentirse halagado; porque si algo le daba placer era tenerlas a todas pendientes, por no decir dependientes: alquilando un carro y reservando algún discreto hotel para una escapada de fin de semana, o preparándoles unas arepitas con perico para el brunch dominical en su apartamento de recién soltero. Ello, se debía agregar, producto de su capacidad para instalarse en la intimidad de cada una, haciéndoles creer que contaban con su absoluta atención, si bien la llegada de la hija o alguna rival, relegaba al olvido a la de turno hasta el final de la visita.
Pero como siempre hay quien resista e insista, la de repuesto logró desbancar a las demás y monopolizar al momento su atención, si bien Vicente no dejaba de estar abierto a otras distracciones cruzándosele repentinamente en el camino; y más cuando el inminente retiro iba a dejarlo libre para explorar nuevos territorios. Por lo pronto, después de Caracas iba a reunirse con algunos amigos para descubrir Italia, y en el otoño se proponía alquilar un apartamento junto al Sena por un par de meses, pues en su imaginario el mundo empezaba finalmente a abrirse ancho y ajeno.
Con el equipaje hecho preparó un copioso desayuno: frutas, yogur, cereales, tostadas, huevos revueltos, café, jugo y así quedar armado hasta la cena que, solícita, la de repuesto tendría lista cuando llegara. Le gustaba sobremanera ese ritual, tras la meditación puesta a ordenarle las chacras y una ducha caliente, pues era hombre de rituales aun cuando en ocasiones los excesos le hubieran manipulado la voluntad. Afortunadamente, durante esos períodos inquietos siempre llegó una heroína a rescatarlo, devolviéndolo a la tranquilidad y los buenos alimentos de donde alguna aventura lo habría apartado. La última, sin duda, había sido con Matilde quien no obstante orbitaba aún en su realidad, cuando se cruzaban en algún espectáculo o fiesta donde amistades comunes les habrían invitado. Ahí Vicente la saludaba con su efusión acostumbrada, quizás para quitarle importancia a una ruptura donde él se habría llevado la mejor parte.
Amante del orden doméstico, repasó meticulosamente la cocina y se sentó a revisar los distintos portafolios, sereno pues todavía contaba con media hora antes de que el servicio de limusina lo viniera a buscar. Otra de sus virtudes, la de no perder nunca los papeles, ni aquellos que examinaba ni los concernientes al carácter; probablemente porque de cada experiencia conflictiva había extraído lo mejor y desechado el resto, con lo cual dormía con placidez en las noches, a diferencia de varios compañeros de división llegando siempre ojerosos y con los nervios tensos, pues probablemente carecían de su capacidad para amoldarse a las circunstancias del momento. No en vano esa flexibilidad le había permitido sortear el caudal de obstáculos hacia el éxito, volcado sobre él con la misma diligencia del cotarro femenino perteneciente a su club de fans.
«Lo fundamental es aguardar la oportunidad adecuada —reflexionó— especialmente con las mujeres, porque como dice el son: ‘la mujer es como el pan, hay que comerla caliente’». Y hacia esas profundidades gastronómicas había apuntado, con éxito, dada su capacidad para saborearlas pausadamente y sin prisas; comportamiento que ellas agradecían sobremanera pues se apartaba de la glotonería acostumbrada del macho, presuroso siempre por zampárselas de un solo bocado.
Del celular sonó un bip recordándole [que] dejara copia de las llaves con el portero porque su hija iba a venir de Vassar College a pasar el weekend de incógnito, lo cual significaba que la madre no debía enterarse ya que venía con el novio, y le disgustaba aquella relación al ser él latino, específicamente, dominicano de Washington Heights.
Una contradicción, siendo justamente ella quien le fue detrás a Vicente hasta lograr le pusiera el Tiffany’s en el dedo que, como buena madre judía, sabía [que] no estaba sin embargo al alcance del muchacho. Algo nada importante en el binomio padre-hija, cuya fortaleza la mortificaba por inclinar incómodamente la balanza racial, hacia la etnia menos favorecida de las dos, dentro del radio limitado por las calles del Upper East Side donde se movían. Y los hados bien sabían que mucho había ella porfiado para contener el lado tropical de aquella hija derramándose, no obstante, por los intersticios de las formas cuidadosamente inculcadas en la Solomon Schechter School, junto con la Torah y demás accoutrements, de la fina sensibilidad moral infundida a las mujeres de su clase, a lo largo de varias generaciones sólidamente integradas a las actividades regimentadas por la sinagoga de Park Avenue.
Por supuesto, tales congojas nunca hicieron mella en el proverbial optimismo de Vicente, quien dejó más bien a la joven decidir el destino de sus pasos, orientándola imperceptiblemente, eso sí, hacia el territorio guachafitero de coterráneos y amigos, apenas la madre bajaba la guardia, los años cuando estuvieron casados, y que hoy proseguía divertido mediante estas complicidades compartidas, puestas a excluir a la ex de la dinámica construida con aquella parte de sí, tan cara a las candidatas a suplantarla para ocupar el apetecido sitial vacante. Con lo cual la de repuesto y demás aspirantes a la corona revoloteando a su alrededor, estaban ojo avizor por ver si tendrían luz verde, para acercarse amistosamente a la muchacha con algunos tips imprescindibles, en el arte de conquistar al prospectivo galán. Él, gentil pero con firmeza, las mantenía sin embargo a raya, porque no quería abrirles la puerta a esa región de su intimidad; ya que una cosa era involucrarse en el mundo de sus mujeres, y otra muy distinta darles a ellas la llave al interior del suyo. Ahí, definitivamente, no quería testigos; solo protagonistas.
La llamada de un cliente lo sacó de aquellas abstracciones, devolviéndolo a la realidad de sus portafolios. El hombre quería mover la parte restante de activos líquidos a las cuentas de Nueva York; porque la indefinición en cuanto a si Chávez acababa o no de morirse lo tenía en ascuas, especialmente después de la intervención de Econoinvest, donde el gobierno le había dejado retenidas por largo tiempo fuertes sumas de capital.
«La gente está con el ¡ay! a flor de piel y muy destruida emocionalmente», le soltó el hombre antes de entrar en materia. Vicente buscó quitarle hierro al asunto, reiterándole la absoluta seguridad de sus inversiones en Citigroup, y la certeza de que la estabilidad económica de su familia estaba garantizada. Claro que las abultadas carteras manejadas por él, se hallaban sólidamente diversificadas en instrumentos financieros con altas tasas de rentabilidad a corto, mediano y largo plazo, permitiéndole a un privilegiado grupo de venezolanos exiliarse, prácticamente con lo puesto, si el país terminaba sumergiéndose en el caos.
«Ni las verjas electrificadas ni los carros blindados nos protegen ya de la violencia», prosiguió el cliente, haciendo caso omiso a las palabras de Vicente quien, obviamente, no tenía control sobre el descontrol del hampa, impune o fugada, al menor descuido, de las abarrotadas cárceles dispersas por distintos puntos de la capital. Por eso había que encerrarse dentro de la casa con varias vueltas de llave, apenas bajaba el sol, y en algunos barrios vivir arrastrándose de cuarto en cuarto, para no caer acribillado por una bala perdida en la propia sala de estar.
Pero un panorama tan sombrío no entraba en los parámetros de Vicente, cuyo futuro contaba con el tecnicolor propio de quienes, como decía la jefa de división, «are on top». Y, efectivamente, emplazado en esa cima oteaba el horizonte de su discurrir, extendiéndose prístino ante él más allá de tantas miserias, divisadas desde aquellas alturas cual puntos negros pululando por unos pantanos que nunca iría a cruzar. Lejos quedaban entonces las desventuras del país, vistas desde la business class de American Airlines.
El portero le informó que tenía la limusina en la puerta y Vicente repasó con una mirada rápida el apartamento antes de bajar, porque toda precaución siempre era poca. Aun cuando donde realmente necesitaba ejercer un total control era en el dúplex caraqueño, no fuera que algunos desaprensivos forzaran la puerta y rayaran, con la malandanza de sus pasos, el mármol travertino mientras se hacían con los electrodomésticos. Todo, obviamente importado, pues para algo representaba Vicente a la nueva clase de venezolanos emprendedores, haciéndose de oro con las importaciones, aprovechando que el gobierno le había quitado el monopolio a los grandes grupos económicos. Además, era fundamental tener apetecibles assets como este, para alquilarlo en dólares a alguna embajada si la situación se ponía realmente dura.
Pero si las circunstancias le habían puesto en bandeja tales cuentas, no era ciertamente inteligente rechazarlas, pese a no comulgar con las ideas políticas de aquellos jugadores recientes en la ruleta de la fortuna vernácula. Prefería más bien evadir el tema y darles largas a las invitaciones a compartir tequeños y whisky 20 años, en las mansiones de la Lagunita Country Club dejadas atrás por los exiliados de la Cuarta República y remozadas, con peor gusto aún, por los de la Quinta. Si bien en algunas ocasiones no tenía más remedio y se empujaba junto a la de repuesto hasta los saraos, donde no faltaría algún espontáneo quien, espoleado por el subidón etílico, amenazaría a la concurrencia con sus versiones de «El becerrito» y «Caballo viejo», despidiéndose Vicente, eso sí, antes de que sonaran los primeros acordes del «Alma llanera».
«Siempre debe dejarse margen para la espera», se repitió, buscando poner en perspectiva su lugar en aquella estructura de poder, inclinándose peligrosamente hoy hacia el vacío, del que la retomará a su debido tiempo la clase política puesta a suceder al chavismo condenado, como las ideologías anteriores, a desaparecer del imaginario nacional cual si se tratara de un mal sueño. Paciencia entonces se recomendaba a diario, especialmente cuando estaba a punto de enrumbarse hacia la República Bolivariana, cuyos deslices rumberos le tenían los portafolios alborotados y el biorritmo alterado. Por suerte, la de repuesto le tendría todo a punto para cuando su chofer de confianza lo depositara en la entrada del edificio, testigo de las metamorfosis que aquella plaza emblemática había experimentado con el pasar de partidos y presidentes.
«Pasar, eso sí», recogió al vuelo, mientras cerraba una de las ventanas del living que había quedado abierta y dejaba en el cuartito de la basura el remanente del coctel para los íntimos organizado la tarde anterior. Porque si algo debía reconocerse en Vicente, era lo excelente anfitrión y lo buen amigo de sus amigos, en una ciudad donde ser rumboso sin mediar algún propósito ulterior escapaba a los planes de la mayoría. No tenía sino [que] recordar aquí a la ex quien, instalada en su práctica privada de psicología clínica, se excusaba en la necesidad de privacidad para no agasajar nunca a familiares ni amigos, con lo cual Vicente pasó literalmente aquellas dos décadas con terapeuta incluida y sin invitar a nadie a su propia casa. La mudanza a un nuevo apartamento resultó ser la liberación necesaria, no perdiendo ya oportunidad de organizar cocteles, cenas, y hasta alguna fiesta con DJ incluido, donde los conocidos de la hija, las parejas del pasado que quedaron de su lado, y quienes iban engrosando su lista post-divorcio saboreaban apetitosos platos preparados por algún chef de moda, mientras bebían las siempre repuestas reservas de su stock de vinos y licores.
Y a una de tales veladas fue donde llegó Matilde, del brazo de un amigo, creyendo este que no serían sino un entretenimiento para el otro. Craso error, porque no había contado con la urgencia de Matilde por deshacer un moribundo matrimonio, ni con la abierta disposición de Vicente para lanzarse de cabeza a un ambiguo galanteo que, lógicamente, ella confundió con algo mucho más serio. De tales apresuramientos no podía surgir nada bueno; especialmente para Matilde, quien quedó descompuesta y sin novio a los pocos meses de iniciado aquel malogrado affaire. Aun cuando su duración la animó a iniciar los pertinentes trámites de divorcio, de los cuales el ex salió ampliamente beneficiado; pues no solo se quedó con la mitad de los activos de Matilde, sino que al poco conoció en unas clases de tango a quien se convertiría en su nueva mujer y madre de su primer hijo.
«Fiscalía pide que directivos de Econoinvest sigan presos», decía el titular de un artículo de prensa asomando entre los últimos documentos a recoger; todos ellos amigos de Vicente, desde sus años de estudiantes del MBA. El gesto de archivar el material, lo enfrentó repentinamente con su propio rostro sobre el espejo de la cómoda y sintió temor, no tanto por él, viéndose a sí mismo entre este instante y los que lo separaban aún del hueco negro, sino por el país que iba perfilándose con el envalentonamiento creciente de la autocracia revolucionaria. Un país, donde los modestos avances para salir del atraso, logrados por la Cuarta República entre corrupción y corrupción, habían sido aplastados por la Quinta, empeñada en devolverlo a las épocas más oscuras del caudillismo; y donde el próspero rostro de Vicente, podía volverse añicos con el más leve desliz sobre el resbaladizo pavimento patrio.
Vicente recogió sus facciones y el carry on, dio dos vueltas de llave a la puerta y tomó el ascensor hasta la planta baja, saludó al doorman y subió al auto, que tomó rumbo al aeropuerto en la dirección por donde la mañana comenzaba a despuntar.
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El presente relato hace parte de la novela inédita Venezuela Suya.
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* Alejandro Varderi es narrador y ensayista venezolano. Coeditó las antologías Ettedgui: arte información para la comunidad (1985) y Bridging Continents: Cinematic and Literary Representations of Spanish and Latin American Themes (2005). Sus novelas incluyen: Para repetir una mujer (1987), Amantes y reverentes (1999-2009), Viaje de vuelta (2008), Bajo fuego (2013) y El mundo después (en preparación). Es también autor de los siguientes libros de ensayos: Estado e industria editorial (1985), Anotaciones sobre el amor y el deseo (1986), Severo Sarduy y Pedro Almodóvar: del barroco al kitsch (1994), Anatomía de una seducción: reescrituras de lo femenino (1994, 2013), A New York State of Mind (2008) y Los vaivenes del lenguaje: literatura en movimiento (2011). Se desempeña como profesor de estudios hispánicos en The City University of New York.