Literatura Cronopio

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La chica de los ojos dorados

LA CHICA DE LOS OJOS DORADOS

Por Alberto Rahal*

[x_blockquote cite=»Don Quijote de la Mancha» type=»left»]si mi fue tornase a es…[/x_blockquote]

No es la mirada interrogadora de sus profundos ojos claros lo que me asusta. Todos los días, cuando la miro a la cara, siento un galopar de caballos en mi pecho. Quisiera poder penetrar en su mundo para colmar el infinito deseo de abrazarla y cubrirla de caricias que logren paliar la tristeza que se adivina a través de su mirada y que habla de años de soledad y desesperanza. Pero sé que es imposible. No puedo escindir la realidad para abrir un boquete por donde pueda colarme a su mundo de fantasía.

El museo es un lugar solitario. La gente que circula por sus pasillos es tan silenciosa y está tan embebida en su mundo interior que apenas si es consciente de las cosas que la rodean. Hablan en murmullos como si el ruido pudiera despertar a la vida a todos estos personajes que esperan en medio de la eternidad. De todas las obras maestras que veo a mi alrededor y los rostros que pasan, solo ella captura mi atención con la fuerza de su mirada limpia que me cala los huesos. Ella me atrajo siempre porque parecía lo único real en esta especie de cripta que constituye el museo y que parece desafiar las leyes del tiempo.

Me extasío contemplando su rostro esplendoroso, su largo cuello de gacela, los diminutos pliegues de sus labios y las delicadas líneas que bordean sus párpados como trazos hechos por un iluminado maestro del pincel que hubiera intentado plasmar la madurez en su rostro sin hacerle perder la inocencia. Desde cierto ángulo, un reflejo de luz proveniente de la ventana le comunica a sus ojos un matiz dorado y crea un halo luminoso alrededor de su figura esbelta. Si fijas la mirada en un punto lejano tienes inclusive la impresión de ver el vuelo de la cortina que cubre la ventana.

No puedo dejar de compararla con la belleza fresca de Venus, surgida de las aguas, o con aquellas majas pintadas por Goya, mi maestro, que cuando lograba evadir sus alucinadas imágenes de infiernos y oscuridades tenía la habilidad de crear rostros de inmaculada belleza. No es que haya visto muchas de sus pinturas pero paso ratos interminables contemplando las majas que reposan en la pared de enfrente del salón.

También he frecuentado los depósitos del museo y he visto a veces, de pasada, los hermosos rostros de cabellos dorados de Vermeer y los estirados cuellos de Modigliani. Pero ninguno de ellos es comparable a la luminosa presencia de ella, con el pañuelo de seda anudado en su cuello, con sus rojos labios entreabiertos esbozando apenas una sonrisa sorprendida y su mirada interrogadora y penetrante.

Cada vez que la veo trato de desentrañar los oscuros pensamientos que adornan su frente con pequeños surcos horizontales y los sentimientos que podría albergar su corazón, habitando dentro de su mundo, inmóvil, prisionera de una realidad intangible para mí pero quizá muy llena de certezas para ella.

Me gusta imaginar que tiene una vida propia, por fuera de este lugar. Inventarle un mundo de situaciones cotidianas, por supuesto figuradas ya que solo puedo ver de ella el rostro extasiado sobre un fondo difuso de gente que pasa. Llegué a pensar que habitaba en uno de esos magníficos salones abundantes en rasos y crinolinas, mármoles y porcelanas que suelo contemplar de vez en cuando en las pinturas clásicas. La recreo en mi mente bailando un minueto en reuniones concurridas de gente elegante y refinada. O a veces la veo caminando por las avenidas de una congestionada urbe moderna, para tomar el bus que la trae hasta aquí, en donde permanece todo el tiempo inmóvil, mirándome.

¿Inmóvil? A menudo pienso que si, por un momento, dejara de contemplarla, ella se movería en círculos a mi alrededor y quizá también me sonreiría. Y quizás también por un momento dejaría de preguntar con su mirada la razón última de todas las cosas.
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Pero no es la mirada interrogadora de sus profundos ojos claros lo que me asusta.
Cada vez que la encuentro frente a mí, renace el miedo atávico al paso del tiempo que se la lleva inexorablemente, alejándome de la posibilidad de contemplar otra vez sus ojos glaucos.

Lo que me asusta es el tiempo.

El tiempo no conoce el retorno. Una incurable enfermedad lo hace avanzar en una sola dirección ineludible, arrasando todo a su paso, devorándolo todo como alguna vez intenté yo mismo devorar a mi propia descendencia con la vana ilusión de perseverar.

No es posible volver al pasado. Solo caminamos pausada, lentamente, hacia un futuro incierto, sin que podamos evitarlo. Cada día nos acerca más a ese destino que anhelamos y tememos a la vez.

Pensando en ello, me viene a la memoria un fragmento de un poema de un tal Lorenzo de Miranda, a quien nunca conocí, pero que oí un día recitar a uno de tantos paseantes del museo que fantasean con mi desgracia:

Cosas imposibles pido,
pues volver el tiempo a ser
después que una vez ha sido,
no hay en la tierra poder
que a tanto se haya estendido. (sic)
Corre el tiempo, vuela y va
ligero, y no volverá,
y erraría el que pidiese,
o que el tiempo ya se fuese
o viniese el tiempo ya.

Me asusta el hecho de que cada vez que la miro compruebo horrorizado el paso del tiempo en su rostro. Impotente, veo las diminutas arrugas del contorno de sus ojos multiplicarse día tras día. Sus ojos, que he llegado a amar con la resignación de los que aman imposibles.

No pasa lo mismo conmigo. A veces siento el temor de que mi perenne monstruosidad la aleje definitivamente de mí y corra a refugiarse en unos brazos más cálidos, en un rostro más amable. No puedo evitar mirarla con ojos desorbitados. Es como si se tratara de una pintura mágica a la manera del retrato de Dorian Grey que envejeciera mientras yo permanezco inmaculado. Pero a la inversa. Ella no es una pintura. Ella es real.

¿Abrazarla? Aun si fuera posible ¿no saldría tal vez huyendo al contacto con mis brazos deformes y el olor de la sangre que emana de mis poros? Tengo que resignarme a la soledad que me invade cuando ella no está. Tengo que conformarme con esperarla siempre, en silencio, detrás de mi cortina de oscuridad, viviendo en el infierno de mi propia fealdad y de su desamor.

Pasaron ya mis días de gloria cuando armado de la firme convicción de que el mundo debería cambiar, me rebelé contra todos.

Mi padre y mis hermanos quisieron impedirlo pero no lograron hacerme entrar en razón. Era más fuerte mi deseo de poder, mis ansias de controlarlo todo, de manejarlo todo, de hacer que las cosas del mundo obedecieran a mis antojos. Cierto, mi madre fue mi cómplice. Siempre. Desde cuando, muy pequeño aún, retozaba entre sus brazos y ella soñaba con que algún día yo llegaría a ser tan poderoso como un dios.

Mi padre, casi no puedo creerlo, fue compasivo. A pesar del daño que le infligí, mucho peor que la castración, me perdonó y permitió que regresara con mi familia y a gobernar mi casa.

Hoy mi castigo es peor que todos los que hubiese podido concebir mi enfebrecida imaginación. Estoy preso del tiempo, por toda la eternidad. Día tras día pienso en ello y ya no espero una salida.
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Sábado: hoy es sábado, mi día especial. Mi día preferido de la semana, no sólo porque me recuerda las celebraciones hechas en mi nombre sino porque sé que ella llegará en algún momento…

Las luces de la sala acaban de encenderse dando comienzo a mi largo día. Ella no sabrá, cuando la vea, de la infinita noche en que vivo, encerrado para siempre en esta cueva, soñando con la tersura de su pelo y el olor dulce de su piel en verano. Nada mejor que la contemplación de ese rostro para apaciguar mi ánimo.

La veo acercarse por el pasillo con su vestido de crinolina y su caminar pausado. Trae en su mano la libreta de apuntes y un carboncillo. Sé que llegará hasta donde estoy, y se sentará frente a mí, observándome escrutadoramente como si pudiera penetrar en mi alma. Después, con el carboncillo, intentará hacer un bosquejo de mi figura odiosa.

¡Ah! si ella pudiera siquiera imaginar la soledad en que vivo. Si comprendiera la maldad que circula por mis venas. ¡Si pudiera por tan solo un momento vislumbrar las imágenes recurrentes que atormentan mi cerebro, de un mundo increado en donde reina el caos! Qué sabe ella de la soledad infinita de un dios. ¿Sabrá ella acaso lo que es castrar a tu propio padre con la hoz de pedernal que te regaló tu madre y arrojar luego sus genitales amputados a lo profundo del mar? Cierto, de ese espantoso acto surgió la cálida belleza de Afrodita, pero sabes bien que toda la belleza del mundo no alcanza a paliar la fealdad de mis hazañas.

Si ella tan solo supiera lo que se siente cuando devoras a tus propios hijos por el ansia de poder. Hoy mismo he sido sorprendido con el cadáver del pequeño Poseidón entre mis manos ensangrentadas. No he podido evitarlo. Hubiera querido ahorrarle la sombra de temor que se refleja en sus ojos pero solo acierto a mirarla con los míos desorbitados. Fui luego obligado a regurgitarlos, es verdad, ¡como si el tiempo pudiera devolverse sobre sí mismo y traer de nuevo a la vida lo que la muerte ha digerido!

Ella nada sabe de la soledad del Tártaro o de la isla de Nix. Ni siquiera imagina que haría falta un ejército de esfinges devorándome para salvarme de la incertidumbre que corroe mi espíritu.

Tal vez en su infinita dulzura su mano hábil logre plasmar en su libreta el dolor que hay en mí, mi necesidad de amor, en lugar del horror con que me colmó la mano iracunda de Goya.

¿Sabrá?

* * *

En el antiguo mito registrado por Hesíodo en su Teogonía, Cronos envidiaba el poder de su padre y gobernante del universo, Urano. Éste se había ganado la enemistad de Gea, madre de Cronos y los demás Titanes, cuando escondió a sus hijos gigantes menores, los Cíclopes de un solo ojo y los Hecatónquiros de cien brazos, en el Tártaro para que no vieran la luz. Gea creó una gran hoz de pedernal y reunió a Crono y sus hermanos para convencerlos de que matasen a Urano. Solo Cronos estuvo dispuesto a cumplir su voluntad, así que Gea le dio la hoz y le hizo tender una emboscada. Cuando Urano se encontró con Gea, Cronos lo atacó con la hoz y lo castró. De la sangre (o, según algunas pocas fuentes, del semen) que salpicó en la Tierra surgieron los Gigantes, las Erinias y las Melias. Cronos arrojó al mar la hoz (que dio origen a la isla de Corfú) y los genitales amputados de Urano. A su alrededor surgió del miembro una espuma de la que emergió Afrodita. Por esto, Urano juró venganza y llamó a sus hijos titanes (según Hesíodo ‘los que abusan’, pero esta etimología está discutida) por exceder sus límites y osar cometer tal acto.

Dias de oscuridad.

Los relatos sobre el destino de Cronos tras la Titanomaquia difieren. En la tradición homérica y hesiódica, fue encarcelado con los demás Titanes en el Tártaro. En los poemas órficos, fue encerrado por toda la eternidad en la cueva de Nix. Una interpolación en Trabajos y días indica que Cronos fue luego liberado por voluntad de Zeus, y que desde entonces fue rey de las islas de los Bienaventurados. Píndaro muestra la influencia de esta versión en algunos versos. También describe su liberación del Tártaro, siendo entonces coronado rey del Elíseo por Zeus.

Obligado a regurgitar (reversar el tiempo).

Cuando hubo crecido, Zeus usó un veneno que le dio Gea para obligar a Cronos a regurgitar el contenido de su estómago en orden inverso: primero la piedra, que se la dejó a Pitón bajo las cañadas del Parnaso como señal a los hombres mortales, y después al resto de sus hermanos. En algunas versiones, Metis le daba a Cronos un emético para obligarlo a vomitar los niños, y en otras Zeus abría el estómago de Cronos. Tras liberar a sus hermanos, Zeus liberó del Tártaro a los Hecatónquiros y los Cíclopes, quienes forjaron para él sus rayos, el tridente para Poseidón y el casco de oscuridad para Hades.

Cosas imposibles pido,
pues volver el tiempo a ser
después que una vez ha sido,
no hay en la tierra poder
que a tanto se haya estendido.
Corre el tiempo, vuela y va
ligero, y no volverá,
y erraría el que pidiese,
o que el tiempo ya se fuese
o viniese el tiempo ya.
(Lorenzo Miranda. El Quijote)

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*Alberto Rahal. Psicólogo de la Universidad Nacional de Colombia con estudios continuados de Sistemas. D.E.A en Lingüística Funcional en la Sorbona. Vivió en Paris durante los años 1985 al 90. Actualmente se dedica a la investigación en Ciencias Sociales y a la docencia. Ha publicado Abrazarás el Viento (2001) colección de relatos sobre el amor contrariado, Carta de las Estrellas (2004) novela corta sobre el desarraigo, Carta de París (2005) crónicas y cuentos sobre la vida en París durante su estadía en esa ciudad, Chloe (2011), novela que explora la naturaleza dulce y a la vez perversa del amor, y Cartas de Bolivia (2012) que examina las múltiples facetas de la fascinante cultura aymara–quechua, escritas durante su trabajo como consultor del gobierno boliviano en el programa de sistematización de la inversión pública. Ha publicado además artículos y ensayos de diversa índole en revistas y periódicos. Actualmente tiene inéditos un libro de cuentos: Carta de Marsella y otras crónicas impertinentes, uno de poemas: El Unicornio Herido, y tres novelas cortas: Daniela, Te dejo mis fantasmas y Sol de Medianoche.

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