Literatura Cronopio

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HASTA LA RODOVIARIA

Por Claudia Marcela Pérez Madrid*

Lo primero que sintió fue el calor. Una alteración extraña que lo hizo preguntarse si tal vez hacía calor y que bien le vendría quitarse la chaqueta. Al mirar el cielo encuentra la respuesta entre una caravana de nubes, entre la profundidad de un tejado cada vez más azul, demasiado azul. Ha caminado ya unos cuantos kilómetros, pero el cruce con la estación de gasolina no se ve remotamente cerca y la carretera parece extenderse siempre hacia adelante, desapareciendo contra el cielo en una ancha línea negra que parece no acabarse. «Tal vez no se acabe», piensa, mientras se ríe con ganas. Le gusta preguntarse ciertas cosas con frecuencia, lo devuelven a tiempos y espacios mejores, a cuando era chico y jugaba al «¿Y si?». Vuelve a reír. Le encantaba ese juego, lo inventó el mismo. Podía jugarlo con cualquier cosa, bastaba conferir el «Y si» y cambiar una característica, la que fuera, sólo con la mención de la palabra. Convertir cajas de madera en tortugas, lapiceros en avionetas, cuadernos en mansiones construidas de preguntas. ¿Y si en vez de patas tiene cuellos?, ¿y en vez de ojos bacinillas?, ¿y si el sol es un pulpo?, ¿y el pulpo una rosa?, ¿y los pétalos, arañas? Conserva su sonrisa a pesar del calor. La primera sensación de incomodidad se ha tornado insoportable y ahora por sus espalda bajan goterones de lo que le gustaría, fuera lluvia. Le arden un poco los ojos y siente el regusto salado del sudor mientras se humedece los labios con saliva, para que no se quemen. Bien podría tomar un bus. Mira a ambos lados del camino pero lo único que ve es un montón de carros, manchas de colores minúsculas que se alejan y se pierden en el horizonte, donde desaparece también la línea negra y otras dos blancas cada vez más largas, siempre infinitas. Debió haber tomado un bus desde el principio, pero calcula que de los 20 minutos que lleva caminando no deben faltarle más de 10 para llegar. Si sólo consiguiera ver la bomba de gasolina, el cambio de vía hacia la Rodoviaria, el estante de revistas y la pequeña cafetería donde le gusta tomar café.

—¿Y si la bomba no aparece?

No me reí esta vez. Una punzada de lo que sabía era miedo, me lo impidió. Traté de recordar de nuevo los «¿y si?» que me gustaban tanto cuando era niño, e imaginé cómo la carretera se partía en dos, como uno de los camiones repletos de maderos o ganado se detenía con cuidado, se transformaba en lo que yo sabía era la mismísima estación Rodoviaria, con la caseta al frente y el puente municipal de buses, dos niveles por encima de la calle. Pero el espejismo no dura más que dos segundos porque la carretera sigue inmutable frente a mí, como la repetición en un espejo, espejos que no acaban nunca de sucederse y donde la imagen reflejada es una sola, siempre la misma. Me parece imposible pensar que ya no han pasado más de 10 minutos desde que traté de contabilizar el tiempo, pero el reloj indica que aún me quedan 5 minutos de camino aproximado, 5 minutos que siempre se convierten en 15, en 20 y siento que estoy en una banda transportadora en la que, por más que corro nunca llego al final, nunca toco la cornisa. Tal vez el reloj esté malo olvidé darle cuerda y se ha retrasado, ha pasado más de media hora y me he perdido del camino principal. Pude haber girado en falso sin darme cuenta y ahora tengo que encontrar una nueva forma de llegar a la Rodoviaria. Pero eso es imposible. Sé muy bien que la única avenida principal de 3 carriles es ésta, no hay más avenidas principales tan grandes, ninguna en ambos sentidos y ningún cruce desde la estación de Barao desde dónde decidí caminar. El camino es recto, el tiempo estimado son 20 minutos. No sé si sea el calor, pero podría jurar que ha pasado más de una hora. Siento la humedad de la camisa y el pantalón, están tan húmedos porque el aire circundante me asfixia, parece calentarse a cada minuto y me atrevo a pensar que ya no es por cuenta del sol, sino que ahora soy yo quien lo calienta. Nunca he sentido tanto calor en mi vida, pero sigo caminando. En la avenida Jiménez no hay árboles y si me detengo, tal vez no pueda continuar. «Y si la carretera se abre» pronuncio, pero nada pasa, las palabras se apagan en cuanto abandonan mi boca, ni yo mismo puedo creerlas porque la carretera extendiéndose es lo único imaginable.

—¿Y si la carretera no se divide… nunca?

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La falta de saliva es tal vez la sensación más abrumadora. La esperanza ridícula de que la siguiente ráfaga de aire será suficiente, lo hace también sentirse profundamente patético, pero no puede dejar de esperar que la calle se abra en cualquier momento, que se transforme como cuando era chico. El calor se refleja ya por todas partes, desde los espejos retrovisores y los grandes vidrios de autos y buses que no dejan de pasar. Los mira con curiosidad, los cuenta para pasar el tiempo, pierde la cuenta y vuelve a empezar, a veces contando únicamente los autos rojos, a veces los azules, otras sólo camiones o volquetas. Dejó también de esperar los buses. Al principio, al verlos, les hacía señas desde lejos, saltando con energía, gritándole al conductor con todas sus fuerzas. Falló todas las veces. Ahora sabe que sólo podrá llegar a la Rodoviaria a pie hasta la calle 152. ¿Y si no hay una calle número 152?, ¿ni una avenida Jiménez?, ¿ni una estación Rodoviaria? Descarta la idea con rapidez. La descarta por la misma razón que ha dejado de mirar el reloj. Todo es culpa del calor. Si no hiciera tanto calor podría caminar más rápido, ya hubiese completado todo el tramo, subido incluso hasta la plaza de la libertad más allá de las autopistas para descansar desde las laderas. Vuelve a mirar al cielo cómo pidiendo piedad ante un sol cada vez más brillante. Brilla tanto que distorsiona el aire que ya se hace visible, puede ver las ondas palpitantes. Recuerda una película, un desierto, un oasis. Quiere parar para descansar un segundo, tomar un poco de agua si la tuviera, pero apura el paso como puede. Necesita llegar cuanto antes a la Rodoviaria.

—¿Y si no hay nada mas, excepto el calor y la humedad del piso, la sensación embriagante de que el cerebro pierde cada vez más la consciencia?

Podría decir que no sé exactamente cómo llegué, pero siento que me ha tomado toda una vida llegar hasta aquí. Verá, necesitaba llegar a la Rodoviaria antes de las 10. No sé exactamente qué horas son. No, no me lo diga. Sé que no ha oscurecido y que el sol no ha cambiado más de dos centímetros de posición, sé también que ya no oscurecerá nunca, no para mí, así usted no me crea. Yo también tenía un reloj, ¿sabe?. La hora parecía cambiar, pero el sol seguía en su posición, cómo si desmintiera la conducta del mecanismo. Me cansé de que cambiara sin que el sol se moviera, me cansé de mirar cada movimiento del minutero. El segundero daba más de 5 vueltas sin que su compañero se moviera, pero mi propio sudor y cansancio me hacía pensar que habían pasado horas y horas entre vuelta y vuelta, minutos incalculables de caminar sin una gota de agua. Ya no sudo. Es curioso, porque nunca había dejado de sudar por falta de agua. ¿Cuánto tiempo debería pasar para que el cuerpo entienda que no puede perder más agua?. El mío no parecía saberlo, tal vez porque el tiempo no pasaba. ¿Y si el tiempo ha dejado de moverse? ¿Cómo es eso posible? ¿Y si todo esto no es más que una ilusión? Sí, esto no es más que un gran desierto imaginario, si tengo suerte pronto llegaré a un gran Oasis entre las montañas hechas de arena. También creo que han dejado de gustarme los «y si». No volveré a jugarlos jamás. Las razones son las mismas por las que dejé de jugarlos en primer lugar. Las cosas sólo pueden transformarse hasta cierto punto, nunca he entendido bien el mecanismo, pero hay una línea definitiva en la que ya nada puede volver a alterarse. Si los pétalos se convierten en arañas pero las arañas no pueden convertirse en nada más, terminarán por picarte. Por dañar las demás rosas, por invadir la casa y la alcoba. Por aparecer en la cocina mientras vas por un café, comerse tu ensalada, cobijarse en tu ropa. Ya sólo pueden transformarse en pesadillas.

— ¿Y si sólo pueden transformarse en pesadillas?

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Camina por horas, días. En el reloj no han pasado más que 10 minutos. La Rodoviaria aparece por fin. No lo cree al principio, el cambio fue apenas perceptible y la estación no parece más que un espejismo. Pero la curvatura de la carretera se hizo evidente hace kilómetros, sólo que las líneas siguieron sucediéndose y ya no importaba mucho si eran rectas o curvas, lo terrible es que no se acaben. Pasa delante de la bomba y la caseta de revistas aún sin verlas y se queda ante la Rodoviaria perdido entre los buses que entran, el bullicio de la gente apurada por llegar a alguna parte, gente que se queja y habla animadamente a su alrededor mientras él se queda quieto, extendiendo los brazos arrítmicamente, tratando de alcanzar algo. Mira su reloj y verifica que todo el trayecto le ha costado 25 minutos aproximadamente. 25 Minutos desde que salió de Barao. Treinta a lo sumo. Tiene que haber un error porque siente que cada gota de su cuerpo ha sido ya drenada y eso no pasa en treinta minutos. Ni siquiera en días.

Abre el revés del reloj con dificultad, despegando las esquinas redondas con la ayuda de una llave que encontró en su bolsillo. El metal chirrea de un lado y la tapa cede por fin. El mecanismo está intacto, la rueda se mueve a un ritmo sosegado y tranquilo, siempre a la misma frecuencia y en la misma dirección. Tic tac, movimiento a la derecha, tic tac. Es imposible. Piensa en la cantidad de horas en las que ha caminado y tira el reloj entre el cambio en la vía principal y la avenida Jiménez , un carro lo vuelve añicos y los restos desaparecen entre las miles de llantas. Es imposible, dice en voz alta. Cruza la avenida y se sienta en el paradero de bus. El tiempo se ha evaporado y ha retornado la sed implacable. Por mucho tiempo no sintió sed, sólo un gran cansancio y una gran expectativa. «En cuanto alcance aquel cambio antes de la colina podré verla justo allí, podré ver la bomba de gasolina, se abrirá el camino y descansaré entre los árboles, me tomaré un café. Debo comprar el boleto de las 10, así podré pasar la tarde descansando en las laderas y a eso de las 5 podré estar de vuelta en la Ciudad». Pero los cambios se sucedieron al igual que las líneas, por eso dejó de contarlos. Al igual que el tiempo, los kilómetros se evaporaron hechos del mismo aire que casi lo asfixia. Comienza a hablar. Un desconocido se sienta a su lado, pero al notar cómo habla sin cesar, en ese tono pausado y resignado de quien lo ha perdido todo, siente un miedo inexplicable y se va. Más personas se acercan, esperan el bus intermunicipal, pero prefieren seguir su camino hasta el siguiente paradero. Son las 9:30. Aún hay tiempo y podría entrar a la estación, comprar su tiquete. Pero él no lo sabe, ya no le importa qué hora es. Mira de nuevo hacia la Avenida Jiménez. Pregunta algo en una voz muy baja y se queda quieto en la actitud atenta de quien espera una respuesta. Pregunta de nuevo, se levanta rápidamente y va hasta el cruce. Pasa el puente completamente. Está de nuevo ante la carretera, las dos líneas infinitas, los carros que se pierden dejando sólo un sonido leve, muy lejano. Comienza a caminar. El calor lo embriaga de nuevo y se equivocaba porque aún puede sudar. Siente su propio hedor que se mezcla con la calidez de la hierba seca. Se aleja de la Estación Rodoviaria. Ahora persigue las líneas con suma tranquilidad. Tal vez logre llegar a Barao antes del medio día. El camino no es largo, no le tomará más de 20 minutos, con este calor, a lo sumo treinta.

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*Claudia Marcela Pérez Madrid es Ingeniera Mecánica de la Universidad Nacional, sede Medellín (Colombia). Participó en el Taller de Escritura Creativa de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín en el año 2013. Recibió una mención de honor en el concurso Binarius de EAFIT en la categoría de relato corto (también del mismo año).

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