Literatura Cronopio

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Todos se amaban a escondidas

TODOS SE AMABAN A ESCONDIDAS

Por Beatriz Vanegas Athías*

1

Fue detrás de la iglesia. Caía sobre Sacramento un crepúsculo enrojecido del cual sólo tuve memoria al día siguiente. Ayudaba al padre Manuel a organizar el vino, la patena, el cáliz, tres estolas y unas cuatro albas que languidecían sin doblar. Yo tenía ocho años pero aparentaba doce. Era lo que llamaban en el pueblo un niño repuestico. Decían —y yo me lo creía— que era muy bello. Hoy sé que esa belleza además de ser mi cómplice para alcanzar ramalazos de felicidad, fue también el puente que crucé una y otra vez para ir al encuentro con mi perdición.

El padre se despidió, me dio las gracias y me pellizcó los cachetes. Te espero mañana para la misa de las seis, me dijo.

Entre la iglesia y la Casa Cural había una vereda de casi siete metros de ancho y unos treinta de largo. Debía caminar por ella para alcanzar el portón de zinc que me llevaría a la calle y de allí a mi casa situada a dos cuadras de la iglesia. Bajé las dos gradas de la Sacristía y cuando puse el pie en el piso, sentí que una mano gruesa me agarraba por el brazo y me arrastraba poderosa hacia atrás de la Iglesia.

Recuerdo que eran casi las seis de la tarde porque me hallaba afanado por irme a la casa a ver El chavo del ocho que iba de siete a ocho de la noche. Pero en lugar de reírme con El chavo me vi de pronto mirando la enorme rosa del vitral que decoraba la parte trasera de la iglesia. Sentí cómo mis manos cedían ante la fuerza de aquel ser incontenible que apenas me dejó mirarle el rostro. Sentí que algo dentro de mí se quebraba y emitía el mismo sonido de la canela que se partía en las manos de mi madre cuando caía en lo más profundo de la avena espesa que me daba al desayuno.

Miles de astillas se partieron dentro de mí. Aquello fue una estampida interminable. Unas lágrimas rabiosas corrían por las mejillas que minutos antes había acariciado el padre Manuel. Hasta que la última canela no se partió, aquel ser no se detuvo y puso su rostro jadeante y plácido sobre el brazo que apoyó en la pared que había sido mi sostén. Se volteó y me miró extenuado. Sonrío y se llevó el dedo índice a sus labios una y otra vez. Luego pasó su mano sudada sobre mis mejillas y me dejó tirado en la yerba que recibió mi sangre, mis lágrimas y un dolor tan grande que sólo se me quitaría seis años después.

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No fui a casa de mis padres, ni a la de mis tías maternas. Llegué abatido donde mi prima cuando El chavo ya se estaba acabando. Mi prima tecleaba con sus dedos índices sobre una vieja máquina Brother, me miró, me dijo que qué tenía y como no le respondí, siguió tecleando como si nada. Y como si nada mi tía me ofreció una avena. Y como si nada me quedé a dormir aquella noche donde la hermana de mi papá que me ofreció tajadas de plátano verde con queso y agua de panela. Mastiqué cada tajada con la esperanza de que mi dolor amainara, sorbí toda el agua de panela a la espera de que el dulce disipara el ardor físico y moral que me quemaba. Durante varios días no pude salir a jugar fútbol. Durante semanas estuve muy silencioso, pero ningún familiar se percató.

En nuestras familias no existía una justificación distinta para traer hijos al mundo que la de reproducirse como Dios manda. Una vez nacido el niño o la niña, se tenía la certeza de que lo único que necesitaban era ropa, comida y educación de la que se encargaba la escuela. La madre atendía al padre y a los hijos, procuraba que nada faltara, que todos estuvieran sanos, reclamaba el boletín de calificaciones. Si te iba bien, no pasaba nada. Si perdías dos o tres materias te las veías con el cinturón de cuero y así transcurría la vida: como Dios manda.

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Y creo que Dios mandó que Abdala se fijara en mí. Andaba por los catorce años y cursaba octavo grado en el colegio. Había crecido mucho: mis músculos eran fuertes, igual que mis posaderas. Medía un metro setenta y cinco centímetros, caían sobre mi frente unos churcos que parecían siempre peinados y debajo de los churcos un par de ojos azules adornados por dos hoyuelos en los cachetes.

Todos decían que yo era bello. Y yo estaba absolutamente de acuerdo con ellos.

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Abdala tenía veinticinco años, una esposa que había sido su novia de toda la vida y con quien obligaron a casarse porque la embarazó. Era dueño de una estrepitosa carcajada y siempre andaba alegre como los diciembres. Le daba al aguardiente con mucha valentía y su amor por Los Zuleta era tan sólido como la palabra de un testamento. Era dueño de una piladora de arroz. La hermana mayor de mi madre era propietaria de una tienda de granos que se surtía del depósito del turco. Con mi hermano mayor íbamos a comprar bultos para que mi tía vendiera al detal.

Comenzaba a caer la noche en Sacramento. Las vendedoras recogían sus chazas y pasaban arrastrando las chancletas; pasaban también los que llevaban en sus pailas los bollos de arroz y el peto de maíz. Un día que no me acompañó Jorge Rubén, Abdala me entregó los vueltos de un bulto de arroz que me eché al hombro y me dijo con mucha dulzura acariciando mi mano derecha que yo era el ser más hermoso que él había visto en su vida. Desde entonces lo visité y amé y me dejé amar por Abdala Ramón sobre cientos de bultos de arroz pilado que hacían sufrir mi pecho y el pecho de él.

En esas estábamos una tarde cuando escuchamos que la voz de la esposa clamaba apresurada por el marido. Como pude, me escondí bajo unos costales vacíos y me cubrí el rostro con los pantalones cortos que en mi desespero no encontraba. Él le respondió y con prodigiosa agilidad, se asomó a saludarla con la camisa en el hombro y un abanico de cartón con el que se echaba fresco para amainar el sopor de las seis de la tarde.

No era nada del otro mundo lo que Luzmila venía a decirle, pero el susto que nos dio casi nos hace abandonar el mundo.

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Y Sacramento terminó admitiendo con su silencio a gritos que este ángel de belleza, este hijo de una familia bien se metiera entre las sábanas, entre los costales, en las esquinas, en los baños de los otros hijos de las familias bien. Porque mientras transcurrían las temporadas de desdén de Abdala Ramón, conocí el amor y la soledad de paisanos que creían inverosímil la existencia de sitios, grilles y bares donde dos semejantes pudieran bailar y acariciarse libremente más allá del río color café que hacía de Sacramento, un pueblo fundado por alguien que andaba buscando dónde esconderse.

Y fui amado por Rafael que vivía con su esposa, mi amiga Ángela. Y amé hasta el cansancio a Juvenal, casado y con tres hijos. Y soporté los intermitentes olvidos de Abdala que caía en pozos de tristeza cada vez que me prometía lo irrealizable. Toleré las insinuaciones de don Carlos Augusto, el ganadero que podría ser mi abuelo (uno de sus nietos fue mi novio) quien me ofrecía hasta tres vacas para que me dejara querer y lo quisiera: finalmente todos aquí saben cómo eres ¿Qué te cuesta? Suplicaba.

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Pero me costaba mucho. Porque Abdala decidió aquel diciembre abandonarme. Se encaprichó con una muchacha de Margento, una cachaca que lo embolató al extremo de abandonar a Luzmila quien soportó su menosprecio gracias a la solidaridad de sus vecinas que la tranquilizaban diciéndole que aguantara, que aguantara, que ese capricho le pasaría a Abdala y entonces ella volvería a ocupar el lugar que le correspondía.

Yo pasaba por el frente de su casa y la veía dándose onda en su mecedora. El rostro compungido y los hombros desvencijados como si llevara un bulto de arroz en su espalda. La saludaba y ella me contestaba con el cariño que se siente por un paisano a quien se ha visto crecer. Mientras ella gozaba del privilegio de llorar libremente por el abandono del marido, yo bebía mi llanto como se toma un trago de aguardiente por primera vez.

5

Los amores de Abdala con La Cachaca Mary empezaron en julio, justo para la KZ de la Virgen del Carmen. Sacramento era un hervidero aquella noche. El calor alcanzaba los cuarenta y dos grados, pero la bulla y el aguardiente lo disipaban. Desde la mañana hubo fiesta de todas las clases. Misa de seis con alborada para los madrugadores; misa de nueve con la banda en la puerta de la iglesia para los que soñaban lucir el traje nuevo; carreras a caballo en el barrio Limoncito para que los machos más machos tomaran ron y cerveza en compañía de las mozas y alardearan de su coraje ejecutando malabares sobre el caballo, debajo del caballo o montados en un taburete que instalaban en el lomo del animal; procesión a las seis con el pueblo estrenando ropa y cumpliendo mandas de agradecimiento a la Virgen del Carmen por lo favores concedidos.

Daba un gusto ver cómo florecían las rosas de luz de la esperma que cada habitante sostenía en la mano para iluminar a la Virgen del Carmen. La misma Virgen que iba en hombros de hombres borrachos pero equilibrados por el fervor y el respeto a su santa.

En esa procesión conoció Abdala a Mary. Y de la iglesia se fueron para la KZ, y de la KZ al burdel «El Puesto de Salud» hasta el otro día. Abdala no llegó donde Luzmila sino tres días después, recogió su ropa y se fue para Margento con su cachaca.

A principios de diciembre reapareció en Sacramento. A pesar de haber aumentado de peso, de que su carcajada permanecía intacta, la tarde que lo vi sentado en la puerta de su casa conversando como si nada con Luzmila, noté en la mirada que me regaló, una súplica, un clamor, un desasosiego que confirmé cuando sin más ni más, se paró de la mecedora y me abrazó largamente ahí, delante de su mujer que también me saludó con mucho cariño. Ese abrazo fue el anzuelo que mordí de inmediato para que la tarde se transformara en noche y me encontrara a la una de la mañana en la piladora de Abdala Ramón.

No se justificó, no mencionó a La Cachaca, no contó cómo había vivido los días de esos cinco meses que nos abandonó a Luzmila y a mí. Sólo recuerdo que durante aquel encuentro Abdala fue el ser más tierno que me ha amado. Las tres horas de aquella noche-día estuvieron silenciosas y tristes y en cada abrazo que me daba yo sentía que me entregaba un pedazo de su vida.

El veinticuatro de diciembre en cada casa de la cuadra había un equipo de sonido disparando vallenato, merengue, salsa, porro. Las familias de Sacramento bailaban en la puerta de sus casas y esperaban la Navidad a punta de ron, whisky, sancocho de gallina y pasteles de arroz con gallina para disipar la borrachera y ayudar al cuerpo a que aguantara los ríos de trago que se bebían.

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No se entendía cuál ritmo sonaba en cada vivienda. En su casa, Abdala tenía una rueda de amigos y amigas que eran atendidos por la solícita Luzmila. Yo llegué a la parranda y lo veía guapirrear y tomar whisky como si el mundo y el trago se fueran acabar. Ni siquiera me volteó a mirar, enredado como estaba con sus amigas, mi llegada fue semejante a la del hombre invisible. Entonces decidí retirarme y fui a casa de mi tía a conversar con mi prima que estaba tomándose sola una botellita de aguardiente. Entre los dos acabamos la botella y entonces se acercó Rolando y me dijo: aquel te manda a decir que escuches la canción que va a sonar que es para ti. Pero, cómo escucharla en aquella alharaca, en aquella melcocha de ritmos. Mi prima intervino y le dijo a Rolando: mira Rolando, ven acá, acércate a la casa de Abdala y escucha la canción que está sonando, te regresas y nos dices cuál es para que éste no se muera de la angustia esta noche. Y soltó la risa después que se pasó un trago.

Supe entonces por Rolando que la canción que Abdala me dedicaba era «Así fue mi querer» de Los Hermanos Zuleta.

Así era Abdala, todo su desamor me lo atribuía como si mi amor hacia él no fuera «limpio como la nevada/ brillante como la luz del día».

6

Hasta que decidí arrancar el arraigo que me ataba al sitio donde había nacido. Tomé la decisión de irme de Sacramento el día que llegó el cuerpo amortajado del ser que astilló mi infancia. Mataron a José Luis Muñoz se oyó decir. Entonces la tristeza cundió como aguacero de mediodía. En mi casa no se hablaba sino del dolor de Ana, la desmadejada madre. Mi tía se lamentaba como si fuera hijo suyo: cómo era posible aquello, ese muchacho que no le hacía mal a nadie, tan servicial y alegre; definitivamente no se sabía a dónde iríamos a parar.

Asistí a su entierro y di el pésame a la señora Ana que lloraba sin descanso a su hijo preferido; a su José Luís mamador de gallo; a su José Luís ocurrente y voluntarioso. Cómo era posible que lo hubieran llenado de plomo y lo dejaran tirado en una cuneta de la lejana capital del departamento, gritaba la madre a punto de meterse en el cajón con el hijo. El hijo que más la adoraba, un hijo del pueblo que ahora dejaba desamparada a una mujer con tres hijos. Miraba al hijo mayor de José Luis que contaba tal vez con los mismos años que yo tenía la tarde aquella en que me perdí El Chavo del Ocho. Lo miraba y me sentía en la cúspide de la montaña rusa. Ni una sola lágrima, ni un solo sentimiento de conmiseración. Ya se vería cuando descendiera. Pero tampoco me conmoví. Mis ojos, mis labios, mis manos se petrificaron ante el dolor que explotaba por todos los rincones del campo santo. Miraba las manos que sellaban con cemento la bóveda y levantaba la mirada hacia la parte alta de la iglesia que exponía en su parte trasera un enorme vitral en forma de rosa con pétalos de todos los colores. Y respiré aliviado.

Dicen, me cuenta mi prima con la sección judicial del periódico en la mano, que estaba metido en asuntos de paras, entonces los desalmados del monte, lo dejaron como una coladera.

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Escuchaba el lamento de Ana y no me alegraba, pero sentía un fresco que me dio la fuerza para irme de Sacramento. Intenté hablar con Abdala para que una vez más me retuviera, para que me dijera que todo iba a estar bien, para que me repitiera que yo era el ser más hermoso que sus ojos habían visto. Pero Abdala no se dio por enterado de mi decisión seguro cómo estaba de mi subyugado amor hacia él. Entonces me fui con la decisión de abandonar veintisiete años padecidos en Sacramento.

No me llevé nada. Eso creo. Sólo cargué con la maleta Echolac de color verde, desgastadas las rueditas que alcanzaban a arrastrar con ellas un tumulto de nostalgias: el color de la entrada del hotel donde ocurrió un encierro iluminado de tres días; el olor de gigantescos desayunos para amainar el hambre y emprender el reinicio del amor y un baño oloroso al champú preferido de Abdala.

Me llevé esta maleta que Abdala me regalara para que viajáramos a la capital a pasar los únicos tres días que vivimos juntos en trece años de amores; y también cargué con los versos aquellos dedicados por él en una de sus borracheras decembrinas, borracheras dolorosas llenas de culpa:

Ya no miraré tus ojos de mirada triste
son los últimos momentos que pienso en ti.
¡Ahora soy libre y quiero cantar
siento un alivio dentro de mí!

* * *

Los presentes relatos hacen parte del libro «Todos se amaban a escondidas» de Beatriz Vanegas Athías. Colección Cuéntame un cuento. Ediciones Corazón de mango, julio de 2015

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* Beatriz Vanegas Athías es escritora y maestra de Majagual, Sucre, Colombia, 1970. Magíster en Semiótica. Premio Nacional de Poesía Universidad Externado de Colombia (1993). Premio Departamental de Poesía Fondo Mixto de Sucre, (2000); Premio Internacional de Poesía «Pilar Paz Pasamar» de Jerez de la Frontera, España (2010); Premio Nacional de Poesía Casa de Poesía Silva (2012). Poemas y crónicas suyas aparecen en portales digitales y antologías nacionales. Ha publicado: Galería de perdedores, poemas 2000: Los lugares comunes, poemas, 2006: Crónicas para apagar la oscuridad, crónicas y reportajes, Editorial UIS, 2011; Con tres heridas yo, poemas, Editorial Caza de Poesía, 2012; De la A a la Z Colombia, poemas infantiles, Editorial Everest, España, 2012; Ahora mi patria es tu cuerpo (antología poética personal) Divulgación Cultural UIS. Realizó la antología de poesía colombiana Silencio en el jardín de la poesia) Divulgación Cultural UIS. El canto de las moscas y la predicación sobre la violencia ocultada (Ensayo sobre María Mercedes Carranza); Todos se amaban a escondidas (Cuentos) Ediciones Corazón de Mango y Festejar la ausencia (antología poética) Colección Un Libro Por Centavo, Universidad Externado de Colombia. Coordina en compañía de la maestra Sandra Luz Páez Clavijo el Taller de lectoescritura Sara Malacara, para niños y jóvenes. En la actualidad es columnista de El Meridiano de Sucre; Directora de Ediciones Corazón de Mango; editora de Espiral, revista del Centro de Estudios en Educación de la Universidad Santo Tomás en Bucaramanga y hace parte de la Organización del Encuentro Internacional de Poesía de Mujeres Poetas de Cereté de Córdoba.

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