Literatura Cronopio

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Un oso colorado

UN OSO COLORADO

Por Hernán Paredes*

Me dieron mi primera paliza a los doce años, me acuerdo como si fuera hoy. Hasta entonces yo era el más guapo en un barrio lleno de guapos. Estábamos jugando al fútbol con los pibes en el campito que lindaba con las vías del tren. Hacía rato que no pasaba el tren por ahí, así que decidimos armar una canchita: cortamos el césped, le pedimos prestada la cinta métrica al papá del Vasco para medir las distancias con precisión, vendimos rifas para comprar la pintura blanca y delimitar las áreas, semicírculos, mitad de cancha, córner y puntos de penal. Hasta bancos de suplentes teníamos: un par de sofás que alguien había abandonado en un basural. Nos quedó una belleza, casi profesional. Al principio jugábamos entre los pibes no más, pero después de un tiempo parece que nuestra canchita se fue haciendo famosa y empezamos a recibir desafíos de equipos de otros barrios. Éramos duros nosotros. Lo teníamos al Jorgito arriba, que jugaba en las inferiores de Rosario Central y era nuestro goleador. Cuando ese pibe la agarraba, seguro terminaba en la red. Era petiso y rápido como una bala. Me acuerdo que nuestros contrincantes le empezaron a decir «el ninja», de repente lo estabas marcando y en menos de un segundo el tipo ya estaba encarando con la pelota para el arco, parecía como si tirara una bombita de humo y desapareciera ahí enfrente de uno.

En el mediocampo estaba el Colo, ese sí que había nacido para liderar. Daba órdenes con una seguridad que a uno no le quedaba otra que obedecer: «¡Largala Ñato!», «¡dásela a Jorgito!», «¡marcalo al de camiseta verde!». Sí, mi capitán. Y así era en la barra también, de él fue la idea de construir la canchita. De él fue la idea de las rifas y de conseguir las herramientas con el padre del Vasco y de restaurar los sofás que alguien había tirado en un basural. El único problema que tenía era que no se bancaba una pelea. Pero bueno, para eso me tenía a mí, que tenía que saltar cada dos por tres por él. El Colo era pecoso, medio gordito y tenía la piel blanca como un papel. Lo llamaban blanco teta o lo jodían diciéndole que le habían tirado mierda en la cara y él había puesto un colador. El Colo era un pibe gastable, pero solo por el físico, por lo demás, era el pibe más admirable que yo haya conocido. Lo hubiera seguido hasta el fin del mundo al Colo.

Yo era la defensa, siempre fui grandote, imaginate que a los doce ya andaba por el metro ochenta. Era deforme, desproporcionado, un oso lleno de granos, con vozarrón de lija y rulos en los huevos, ¿cómo querés que no me tengan miedo? Te juro que no me pasaba nadie, era como una pared en la defensa. Además los pendejos se cagaban en las patas cuando me veían acercándome. Abrían los faroles como platos y se quedaban como un ciervo en el medio de la ruta, paralizados. Y si no soltaban la pelota les pasaba lo mismo que al ciervo, los pasaba por encima un camión. Esa era mi estrategia, a pesar de ser corpulento era bastante ágil también y muchas veces ganaba por habilidad. Pero si alguno se quería hacer el Maradona y me gambeteaba, pobre de él. Directo a la rodilla y a otra cosa mariposa. La cuestión es que esa vez fue diferente. Viste que a veces uno se pasa de guapo y la vida termina dándote una trompada, para que aprendas no más. En este caso la trompada me la dio el Guille. Bueno, las trompadas, porque fue en plural la cosa.

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El Guille era un pibe callado, alto y flaquito como un fideo. Era de esas personas que no resaltan, no importan donde estén, siempre pasan desapercibidos. Como contaba al principio, estábamos jugando a la pelota y resulta que el Guille la agarra solo y lo encara al Ñato, que estaba medio adelantado del arco. No sé que me pasó, creo que andaba papando moscas porque cuando me avivé ya la estaba empujando al gol. Fui de mala leche y desde atrás le pegué una barrida que lo levanté por los aires. Se escuchó un abucheo generalizado y hasta el Colo se me acercó para decirme «bajá un cambio Oso», mientras el Guille caía despatarrado al suelo. Se levantó con las rodillas ensangrentadas y me encaró de una, nunca lo había visto así, corrijo, nunca había visto a nadie así, tenía fuego en los ojos, la mandíbula y los puños estaban tan apretados que parecía que le iban a explotar. Se me acercó caminando, tieso, igualito a Terminator, la peli que habíamos visto justo esa semana en el Cine Lumiere. Me lanzó un mazazo directo a la nariz, que me entró a sangrar al toque, siempre me sangraba. Parecía que mi napia tenía un imán para los golpes: me la había dado mil veces contra la pared, contra el suelo, me habían pegado pelotazos, piñas y hasta un baldosazo en medio de una campal, pero nunca me la fracturaron, esa vez sí, solo el Guille tuvo ese honor. Me tambaleé mientras a mi alrededor una horda de preadolescentes enfervorizados formaba un círculo, un minicoliseo en donde solo entrábamos él y yo, nadie se iba a meter, así eran las cosas en el barrio. Atiné a tirarle un par de piñas pero el flaco era rápido, me las esquivó como un rayo y me hundió un gancho en las costillas. Te juro que yo me la bancaba, pero este pibe me estaba moliendo a palos. Tenía la cara ensangrentada y me costaba respirar por el golpe en las costillas, así que me mantuve con la guardia en alto esperándolo, tratando de recuperarme. «Capaz que de contragolpe le acierto alguna», pensé. Un anteojudo con cara de rata le dijo: «mirá que ya lo tenés, no dejés que se recupere, putealo así se calienta, se te viene encima y lo rematás».

—Hijo de puta —dijo el Guille, mientras me miraba fijo con ojos inexpresivos de robot asesino.

«Con la vieja no, eh», pensé, y me le fui al humo no más. ¿Viste en los dibujitos animados cuando a algún personaje le meten una campana en la cabeza y la hacen sonar? Bueno, a mí me pasó lo mismo, excepto que en vez de campana me hicieron sonar seis piñas en el marulo. De repente comencé a escuchar los sonidos amortiguados, como a través de un tocadiscos lejano que alguien puso a una velocidad extremadamente lenta. Me hizo ver las estrellas el Guille. El cara de rata le dijo entusiasmado que lo repitiera y el Guille habló otra vez:

—Hijo de puta.

Esta vez me quedé en el molde, ya estaba casi knock out, así que bajé los brazos en señal de rendición. Enseguida se le vino encima una banda de pibes que lo levantaron y lo empezaron a lanzar para arriba, vivando al nuevo campeón. David había derrotado a Goliat. Yo me escabullí avergonzado entre todo el quilombo, quería llegar a mi casa y echarme a la cama no más. En el camino me alcanzó el Colo, que me había visto huir.

—Che, quedate tranquilo, alguna vez tenía que pasar. Hasta Alí cayó noqueado alguna vez.
—¿Quién mierda es Alí? —le pregunté con total ignorancia.
—¿Cómo que quién mierda es Alí, boludo? ¡El mejor boxeador de todos los tiempos! El que flotaba como una mariposa y picaba como una abeja. Era un espectáculo el tipo, bocón como ninguno, pero sabía respaldarlo con los puños. Por eso, si hasta él perdió, ¿no vas a perder vos? Hasta el más campeón alguna vez se cae, no hay vergüenza en eso. La cosa es saber levantarse.
—Gracias, Colo.

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Me había estado aguantando las lágrimas porque todos sabemos que los hombres no lloran, pero cuando el Colo me abrazó me quebré como una nena. Nos quedamos un rato así, inmóviles, mientras yo me desahogaba, y luego me acompañó en silencio hasta mi casa. Nos despedimos en la puerta y me fui directo a la cama. Me quedé dormido como estaba, todo ensangrentado, mugriento y lleno de mocos. Cuando me levanté ya era otro. Mi vieja me llenó de puteadas y me llevó al médico para que me arreglaran el naso. Yo estaba tranquilo. El llanto y las palabras del Colo habían lavado toda la vergüenza y ya podía andar con la frente alta y los humos bajos. Ese día había crecido un poco.

Y así son las cosas che, la lección más importante de mi vida no la recibí de mi viejo, la recibí de mi mejor amigo, «hasta el más campeón alguna vez se cae, no hay vergüenza en eso», me dijo. Y hasta el día de hoy lo recuerdo. Después pasó lo de siempre, cosas de la vida le llaman. Vienen las responsabilidades y la familia y el trabajo y la mar en coche, y ya no los ves tan seguido como antes, cuando separarse de ellos era como cortarse un brazo o una pata. Uno crece y va perdiendo el contacto, pero nunca te olvidás.

Hace unos días recibí un llamado.

—Hola, ¿hablo con el Oso?
—Sí, ¿quién es?
—¡Es el Colo boludo! ¿Cómo andás tanto tiempo?
—¡No te puedo creer! ¿Cómo andás Colo? ¿Qué es de tu vida?
—Acá ando che, en la lucha como todo el mundo, pero contento. Acabo de tener un nene…

Así es la amistad viejo, podés pasarte veinte años sin ver a alguien y de repente recibís un llamado y te quedás hablando dos horas, como si el tiempo no hubiera pasado y todavía tuvieras doce años y estuvieras jugando al fútbol en el campito. O como si te hubieran cagado a palos por primera vez y estuvieras llorando como una nena y lo único capaz de consolarte fueran las palabras y el abrazo de tu mejor amigo.

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* Hernán Paredes (Rosario, Argentina, 1980). Es profesor de meditación y ha dictado seminarios de esta disciplina en la mayoría de los países de Latinoamérica. Ha publicado relatos en diversas revistas y portales literarios. Es amante de la música, literatura, cine y ajedrez y reside desde hace ocho años en Uruguay.

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