Cine de Cartelera Cronopio

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La gran belleza etica y estetica de la decadencia mundana

LA GRAN BELLEZA: ÉTICA Y ESTÉTICA DE LA DECADENCIA MUNDANA

Por Baltasar Fernández Ramírez*

«La grande bellezza» es una coproducción francoitaliana de 2013 (Indigo Film / Medusa Film / Mediaset / Pathé / France 2 Cinéma / Babe Film / Canal+), dirigida por Paolo Sorrentino, quien también es coautor del guión. Profundamente italiana, las escenas y los personajes se suceden con un estilo coral que resulta familiar en el mejor cine español: una sucesión interminable de tipos humanos que salen y entran en escenas grupales que se producen alrededor del protagonista, Jep Gambardella, un peculiar novelista, autor de un solo libro de éxito, coronado el rey de la mundanidad del verano romano, anfitrión e invitado obligado en todo tipo de reuniones sociales, exposiciones y fiestas de sociedad. La película, narrada con suavidad, introduce, escena tras escena, situaciones diarias del protagonista, a solas, en pareja, en pequeños grupos o en fiestas numerosas, siempre bajo una composición fotográfica muy bien cuidada, incluso exquisita, adjetivos que pueden aplicarse a la elección del vestuario, la iluminación, el mobiliario y la pose siempre elegante y serena de Gambardella.

Inclasificable más allá de la típica mezcolanza mediterránea de los géneros narrativos, a ratos inteligente hasta lo filosófico, divertida hasta el esperpento, desesperada hasta el drama, alocada hasta la obscenidad, pero, sobre todo y en todo momento, sensible y bella. Lo que acostumbramos a llamar tragicomedia, sin que ninguno de estos términos sirva para resumir acertadamente el conjunto. Una película vital, donde lo cotidiano y lo existencial se entreveran como al fin sucede en nuestras propias vidas, en las cuales la sentencia sabia convive con la broma chusca, y la moraleja sólo puede formularse en un tono menor, amable y sencillo, sin perder por ello la profundidad que requieren los graves pensamientos.

La cámara se sitúa principalmente en una primera persona visual, la mirada del protagonista, incesante paseador de la noche y el alba romanas, superponiendo las diferentes perspectivas de su voz como narrador, la mirada en línea recta y las breves interacciones con los objetos y las personas, bellos fantasmas que cruzan lenta y continuamente su camino. Tres voces simultáneas que ponen en escena una complejidad existencial, sin embargo sencilla y cotidiana, casi siempre centradas y reunidas en el paseo que se prolonga hacia delante, invitando al espectador a compartir la reflexión y la mirada. La abundancia de composiciones centrales, que en ocasiones desmerece la belleza de los monumentos romanos y de los decorados interiores y callejeros, sirve para retratar la elegante decadencia del paso del tiempo en las ruinas del pasado y de la edad madura con una mirada que apunta en línea recta hacia un camino que siempre está por recorrer, el laberinto permanente de uno mismo, como una línea recta borgiana, sin final, sin perspectiva lateral o de profundidad, pero también sin precipicio, sin estridencia trágica, sólo un seguir adelante para nada, un seguir por seguir bello y absurdo, sin sentido, o en busca de un sentido que siempre se aguarda y nunca se adivina, como metáfora para componer una ética serena, a la vez compleja y sencilla, de la madurez de la vida.

Gambardella, un vividor pulcro, ordenado en su desorden vital, contemplativo y tranquilo, pasea por las escenas como el que no tiene nada en que ocuparse. La vida es, al fin, este caminar solitario y plácido, y todo lo demás sólo es fantasma bello alrededor o ilusión social, añadido necesario y a la vez sobrante, resto prescindible en el que uno bucea sin esperar gran cosa a cambio, que, paradójicamente, no puede ser dejado de lado, y, sin embargo, pasa continuamente de largo generando breves momentos de calmada belleza o de consciente reflexión. Ante un caminar sin destino, no hay más objetivo que el propio caminar/vivir en una continua contemplación de la belleza en derredor.
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La dimensión ética de esta existencia mundana en la que todos nos sentimos partícipes y protagonistas sin protagonismo, miembros de una coral compartida en primera persona, se resolverá más allá de las tradicionales categorías morales de lo trascendente (la ética de la muerte y el tiempo que huye, la tragedia del destino irrevocable, el hedonismo sensual del carpe diem), que no son irrelevantes, sino piezas necesarias para trasladar la reflexión ética hacia una estética de la farsa, de la vida entendida como gran teatro del mundo, representado en escenarios de una belleza que sólo puede ser decadente para ser veraz, para no confundir el placer maduro de la contemplación con la intensidad de la ilusión juvenil, ambas vanas y hermosas. Una lección de ética que convierte la mundanidad, la irrelevancia de lo cotidiano y del éxito social, en el espacio central de la narración vital, allí donde todo sucede, también la reflexión profunda y la construcción poética del sentido.

Seguramente, aunque menor que el protagonista, mi propia edad me ha hecho cómplice de la reflexión, atrapado entre el deseo de vivir y la consciencia de lo intrascendente de nuestros esfuerzos, sin más sentido que el que lleguemos a proponer para nuestra presencia en un mundo que tiende a la ruina, a la decadencia inevitable del tiempo que, ora es la promesa de un futuro en que desplegar proyectos vitales, ora la premura de una muerte que acecha, de la que no queda esperar más que la herencia serena de la huella de unas ruinas, símbolo del inevitable fin de todo lo que nos rodea, de la historia, de la cultura compartida, de las ambiciones personales y de nosotros mismos, actores en una obra perecedera en la que, sin más remedio, debemos también asumir el papel de autor.

MUNDANIDAD

Un grupo es una comunidad de comportamientos y criterios, un conjunto de personas que participan en un continuo diálogo creador de realidades con aspiraciones totales: lo que puede y lo que debe hacerse, lo deseable y lo indeseable, las aspiraciones sociales que pueden y deben perseguirse. Vivir es compartir los códigos existenciales de los grupos en los que participamos, sobrevivir es ser aceptado por el grupo, tener éxito personal es sobresalir aupado por ellos. Cifrar nuestra valía personal en el éxito público es ponernos en sus manos, depender del aplauso de los unos, que siempre será el desprecio o el desconocimiento de muchos otros. Para bien y para mal, estamos sujetos sin alternativa a nuestros grupos. En ellos se encuentra la ilusión del sentido. Ingresamos en ellos por motivos anecdóticos, pero después construimos nuestras biografías ajustándonos y contribuyendo a los proyectos vitales previstos en la realidad que el grupo construye y aprueba.

Pero el grupo es, bien visto, sólo una colección de mediocridades (lo público es siempre medianía, como sostiene Heidegger), de personajes sin desarrollo propio, de personalidades sin más trascendencia que la ilusión de sentido que ofrecen los códigos compartidos, y el grupo de las celebrities de nuestro protagonista, más allá del fasto, obsceno y quizá vulgar, de sus fiestas y sus interminables congas, de su éxito público, que es a la vez éxito verdadero y mera apariencia de éxito, se revela como insuficiente para llenar las inquietudes de una vida inteligente y sensible que se acerca a su vejez, una vez superadas las vanas ambiciones de la juventud y la primera madurez: «Pero yo no quería ser simplemente un hombre mundano. Quería ser el rey de la mundanidad», afirma un desengañado Gambardella en uno de sus muchos soliloquios. Todos somos siempre poco, menos de lo que deseamos. El nombre de nuestros oficios y el relato de nuestros logros, siempre suenan a poco ante la enormidad de un mundo y de un tiempo que sucede en términos no humanos, sino históricos, y que nos empequeñece sin remedio. Autores, actrices, intelectuales, periodistas y aristócratas que no merecen completamente estos nombres, o que los asumen desde la impostura silenciada por la mediocridad compartida. Que nuestros círculos sociales nos consideren intelectual, profesional, elegante, sensato o inteligente (o cualquier otra cosa), sólo nos convierte en un falso intelectual, profesional, etc., o quizá esa sea la única forma de asumir estas categorías como señas de individuación dentro del grupo, categorías vacías si falta el relleno coral del sentido. Sin embargo, nadie puede pronunciar en voz alta el juicio crudo de la mediocridad sin que se remuevan los cimientos del sentido, que sólo es una farsa construida sobre el disimulo compartido («También conocemos nuestras mentiras, pero, por eso, a diferencia de ti, nosotros hablamos de vacuidades, de tonterías, de trivialidades, porque no tenemos ninguna intención de medirnos contra nuestra mezquindad», otra vez Gambardella, ahora para callar a una presuntuosa amiga). El éxito social sólo es un saber estar en medio de las dinámicas públicas que a todos ocupan y preocupan, vivir en la tribu de los que aparentan ser algo, para ser un algo de apariencia importante entre ellos. No importa el grupo —político, artístico, intelectual, profesional, religioso…—, toda la magia del éxito se reduce a la aceptación entre los mediocres que somos todos, encumbrados por todos para así disimular mejor las propias carencias, que siempre son muchas y definitorias. Somos tan poco que necesitamos encumbrar a alguno de los nuestros para que nuestra poquedad se disimule junto a la aparente luz que emana del éxito, como iluminar el centro de la reunión para que algo de la luz nos toque, siquiera sea como un brillo menor, modesto, fantasmal e intrascendente.
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Así, toda convocatoria del grupo, el evento social, es siempre un acontecimiento snob, una colección de personajes que actúan sus papeles con afectación prevista, ajustados al guión de un pequeño teatro sin más espectadores que sus propios personajes, sin público en la platea, sin posibilidad de crítica externa, pues no hay nada válido fuera del universo totalitario del propio grupo. El profesor, el líder político, el médico o el juez que ostentan sus cargos sólo hacen ostentación del cargo, y toda ostentación es vana para quien la mira con capacidad de extrañamiento, igual que la tarea del poderoso se reduce básicamente a demostrar que lo es. Una fiesta de la sociedad cool (todas lo son o parecen desde dentro) es un espectáculo colorido y decadente, de falsas pedrerías y fastos que aparentan ser elegantes, con los que, igual que la gente bien del círculo de nuestro querido protagonista, adornamos nuestras arrugas, nuestras carnes flácidas, la edad que nos apremia y nos engulle sin dignidad, condenados a un ocio gratuito e intrascendente, un hedonismo complaciente que apenas complace al espíritu crítico. Hasta el funeral se convierte en un evento social, en una pasarela de buenas costumbres donde hay que elegir el vestido adecuado, el escenario de mármol, el simulado respeto del silencio eclesiástico, el momento para un pésame lucido, donde hay que fingir un falso dolor comedido, donde no hay sufrimiento que no sea pose calculada, actuación dedicada a la aprobación de las miradas asistentes, saber estar. Hasta el acontecimiento mágico del milagro es banalizado por nuestra mundanidad, como en el episodio surrealista de la santa y los flamencos en la terraza de Gambardella, que observa la escena en batín tomando el primer café de la mañana. Todo es atraído hacia el espacio de lo mundano, todo, lo que podría ser noble, lo bello, lo obsceno, la muerte y la santidad, entran en el giro centrípeto de nuestra mundanidad para alejarse enseguida, dejando apenas huella para un comentario ingenioso o una novela que nunca llegamos a escribir. Todo se reduce al fin a una colección de excentricidades que entran y salen fugaces de nuestro círculo mundano, atraídos hacia la nada de nuestra banalidad social o la nada existencial de nuestro cansancio inteligente.

La inteligencia madura de Gambardella sólo es la consciencia de la banalidad compartida, el reconocimiento de la propia vacuidad, que no es mezquina, ni siquiera mediocre, sino desesperada, aunque quizá debamos considerar esta consciencia como un logro biográfico deseable para todos nosotros. «Todos estamos al borde de la desesperación», así que sólo nos queda arroparnos mutuamente, «mirarnos a la cara, hacernos compañía y tomarnos un poco el pelo». Todo el esnobismo se descubre finalmente como un mero disimulo que esconde una evidente nada que sólo puede reclamar un afecto entre fracasados, un acompañarse existencial entre quienes somos conscientes de la soledad a la que hemos llegado tras la máscara de las grandes palabras y el irrelevante éxito social de nuestra mediocridad compartida. Suficiente para vivir y para el éxito social, incluso para fundar una ética y una estética existencial, pero insuficiente para quien quiera seguir preguntándose sobre el sentido de la vida y la necesidad de continuar en ella.

DECADENCIA

«La luz intermitente, el amor se sentó en la esquina, esquivo y distraído. Eso fue todo. Por esa razón no pudimos tolerar más la vida». Así reza el final de la única y exitosa novela de Gambardella. El amor se quedó callado, sin más, ajeno, y ahí terminó todo: no sólo el amor, sino también la vida, ya para siempre intolerable y sin sentido. No debemos banalizar este fragmento del guión de la película, no es el final de una novelilla de amoríos destrozados, sino un canto existencial consciente y franco. La actitud ajena del amante es un cierre que no ofrece despedida, que cierra sin cerrar, callado y distraído, una puesta en suspenso, una intransitividad, una pregunta que queda definitivamente sin responder, hasta el punto de que no sólo cancela la trama vital del amor, sino todas las tramas, desde ese momento presas de la misma imposibilidad de sentido que abre (cierra, suspende) el rostro distraído y ajeno. Este recuerdo vital figurado del autor Gambardella inicia simbólicamente el fin de todo esfuerzo, la pérdida de brío que acompaña a la falta de ilusión o al reconocimiento de que ya no es posible ninguna ilusión más. Fin de la magia vital, fin del sentido, decadencia existencial, pues quien no repone fuerzas (renovarse o morir), quien no dispone de futuros, sólo puede esperar perder poco a poco las que tuviera. Como en los movimientos artísticos e intelectuales, o en el fin de los imperios históricos, llegado el momento en que no sucede la renovación interior de la ilusión creativa, del deseo de conquista, todo es ya una repetición empobrecida de la antigua grandeza, un simulacro venido a menos (decadente) que anticipa su fin dilatado, sin que importe mucho cuándo este sucederá.
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Es importante entender que esta decadencia no es una muerte, ni en el caso individual ni en el colectivo, sino un cambio de estado, un punto crítico que inaugura una nueva situación existencial en la que la repetición de un mismo comportamiento, antes meritorio o destacable, pasa a significar poco, algo distinto, y a generar nuevas reflexiones sobre el sentido finito del triunfo y la gloria mundana. Aquello que antes representábamos con orgullo ahora sólo es la señal de que todo terminará pronto, sumándose a la inacabable lista de los que fueron («estos reyes poderosos / que vemos por escripturas / ya pasadas», canta Manrique, y sigue: «¿qué se hicieron las damas, las dádivas desmedidas, pues aquel gran Condestable, tantos Duques excelentes, las huestes innumerables…?», en un largo y melodioso etcétera castellano).
(Continua página 2 – link más abajo)

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