Literatura Cronopio

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Suenos realizados

SUEÑOS ENTRELAZADOS

Por Nicolás Esteban Fajardo Devia*

No le temía a la muerte, al contrario desde el primer momento en el que abrí mis ojos y mi corazón empezó a latir rítmicamente con los límpidos murmullos del aire, intenté rechazar con admirable vigor la autoridad escalofriante impuesta en los tribunales del destino y en los teatros de la vida por los mariscales de la eternidad, oponiéndome de manera testaruda al silencio desconcertante de la tumba, al paso desconcertante de los siglos y a la intimidante inmensidad del tiempo, encontrando consuelo en los melódicos poemas zodiacales y en los cantos metafísicos de mi existencia la cual concebía de manera egoísta y bastante ingenua, como el feliz resultado, valioso e irrepetible de un implacable accidente molecular que tomó lugar en las raíces acuáticas perdidas bajo el rugido de la evolución continental, de un océano herido en su tráquea de olas y en sus huracanes espumosos de metalurgia biológica, por la ira incontestable de los astros.

Me aferraba como un joven guerrero al que se le revela la fragilidad de la vida por primera vez en el alba del combate, a los corceles de una corta memoria hecha de estrofas boreales, bosques de espectros visuales y estatuas de mármol ofuscado, destinadas a representar los esqueletos inmateriales de los sentimientos, vagando sin rumbo alguno, lejos de toda sociedad, entre antiguas ciudades de piedra en desiertos de magnesio, abriéndome paso entre frívolas fortalezas habitadas hasta el último salón de titanio y hasta la última torre de magma verde, por verdugos nocturnos, corriendo despavorido entre lúgubres castillos de duques que yacen encadenados a las cruces ensangrentadas de la soledad y paseándome con un poco más de tranquilidad siguiendo los designios de las constelaciones, entre mausoleos adamantinos de Dioses sepultados.

Camino con el tabaco exuberante de una vieja pipa opacando el brillo de mis labios y succionando la vitalidad de mis mejillas, bajo la luna fiel del ateísmo entre el aire amargo de la desconfianza que se clava en mi pecho como el aguijón de un bravo escorpión, deteniéndome de vez en cuando para contemplar un cementerio profano de romances extintos, de ideas rechazadas y de verdades subjetivas que crecen bajo los eclipses grises de mi cráneo oscureciendo los umbrales de delirantes cadenas eléctricas y rugidos de sangre que forman mi desdichado cerebro, embriagándome ante semejante horizonte de sarcófagos de hierro y féretros de arterias abrazadas en tentáculos de ceniza sin remedio alguno, con el néctar venenoso pero adictivo de las doctrinas cobardes y engañosas, disfrutando de vez en cuando del sabor electrificante del purpúreo vino de la filosofía abstracta.

Persigo entre delirios de inmortalidad y de naturalezas alienígenas, toda clase de sueños infantiles, cazando anhelos efímeros y cediendo a los amaneceres plateados de innumerables epifanías, tambaleándome como una sombra inmersa en el éxodo de lo irreal, por los volcanes sonámbulos del nefasto porvenir, mientras que los templos de mi identidad son borrados de las penínsulas de mi inconsciente por una tempestad de espejos con forma de búhos que remplazaban como hordas de mongoles, el límpido reflejo de mi propio ser con un centenar de figuras abominables, de tiranos del miedo y de violinistas del caos, atrapándome como un oso humillado, en un laberinto de cruel incertidumbre, infinito y frío del que me temo, no puedo escapar.

Soy un escultor de metáforas biológicas, fiel explorador de simetrías orgánicas, un alquimista del misterio, un sonido agudo en el réquiem bélico producido por el harpa de Marte, un monarca en el infierno de la crueldad y un fénix de llamas negras que vuela entre las agujas de la excelsa brújula de la verdad; me considero humildemente un pétalo gris, perdido en un ocaso de soles petrificados y de lunas ausentes en cielos teñidos de sangre y estoy convencido de que mi trabajo algún día me llevará a descifrar los diálogos cósmicos entre los fantasmas del reino cuántico y los sutiles poetas del cerebro, permitiéndome explicar el más grande misterio de la naturaleza: la conciencia.

Los pocos desafortunados que me conocen me llaman Lucifer, homicida y lunático probablemente como tributo a mi actitud rebelde, a mi aberración hacia todo principio de la ética, a mi falta de piedad, a mi gusto por la muerte y a los versos en latín exhalados por las quimeras del odio que suelen brotar como lenguas de fuego de mi hiriente boca cada vez que estoy cerca de algún símbolo religioso o de algún patriarca de la bondad y aunque esos pocos intentan honrarme entre los inviernos de temor que congelan sus entrañas, siempre desde que fui un niño, he tratado de cortar los vínculos de la amistad y de remplazar los dulces jazmines del amor con los otoños milenarios de una tortuosa soledad, dedicando todo mi tiempo a mi labor extenuante de apasionado científico.

Vivo en un extraño continente limitado por dos capas de hielo al norte y al sur. Sus entrañas tectónicas se hallan sostenidas por dos montañas con forma de humanos de cuatro brazos, crestas negras y ojos de halcón. Al este, se haya una cordillera de lunas plateadas que se incrustaron tiempo atrás en las fauces de cobre de la fértil tierra que crece sobre la amplia tráquea del titánico continente y al oeste se encuentra un pequeño sol —tan grande como una luna— de tifones nucleares, de ojos dorados que derriten el aire y disparan jabalinas de hidrógeno hacia el frágil vientre del opacado firmamento y de incandescentes faros radioactivos, que brotan de sus abrumadoras coronas rojizas, como los telescopios de un rey celestial que atraviesan imbatibles el polvo blanco que envuelve las venas del Cosmos. Aquel sol se encuentra flotando como una abominación astronómica sobre un lago de lava entre los restos de un país olvidado ya por los Pegasos elusivos de la historia.
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Tras un muro de planetas congelados que en antaño cayeron sobre las playas de mi enorme mundo huyendo de alguna catástrofe, desconocida aun por los inquisidores de la ciencia, se encuentra un cúmulo altamente industrializado de ciudades de carreteras grises y de ventanas amarillas tan grandes como países, sobrevoladas por pirámides con cabeza de águila que absorben la radiación estelar para producir agua y oxígeno y por un millar de satélites titilantes y en la ciudad Capital, que es la más grande de todas, y la que se encuentra en el centro de la espiral fractal, que forman el conjunto de ciudades, ocultada entre sus edificios de varios kilómetros de altura, entre sus suburbios de mansiones construidas con gemas de uranio y pilares electromagnéticos, bajo el esplendor de sus catedrales acuáticas, cerca de sus coliseos interplanetarios, se encuentra mi humilde hogar, rodeado por un bosque de pinos negros y de orquídeas moradas, con un amplio techo rojo, una puerta de bronce decorada por un león de diamantes azules, un piso con forma de dragón hecho de madera y baldosas ajedrezadas que atravesaba la anatomía excéntrica de nitrógeno solidificado, de ladrillos ultravioleta, de escaleras curvas, de cuartos cuatridimensionales, de salones repletos de ilusiones ópticas, de senderos multi-color y de ventanas doradas de mi afable casa.

Me dediqué a estudiar todas las disciplinas de la ciencia y durante dos décadas analicé exhaustivamente, meteoritos provenientes de la inefable profundidad oscurantista del Cosmos, a estudiar fragmentos de ADN extraterrestre, a detectar la firma gravitatoria de algún universo paralelo, a captar con mis instrumentos el testimonio salvaje de una singularidad carnívora pero, a pesar de que mi trabajo me dio gran fama y credibilidad en la comunidad científica y aunque ciertos temas fueron de gran interés para mí, la verdad es que toda esa investigación meticulosa y perfecta que me valió varios premios internacionales, era una simple fachada que escondía un inesperado propósito más escandaloso y complejo.

Todas las mañanas antes de salir a mi trabajo, me levantaba empapado de sudor, herido por los arcos de la ansiedad, para preparar una mezcla gelatinosa que esculpía con mis largos dedos de gitano para luego hervirla con sumo cuidado en un horno de metalurgia amplio y rectangular, decorado por un minotauro de cianuro en la parte superior, y luego de media hora, sacaba el molde ahora solidificado por virtud de las llamas y con unas cuantas brochas renacentistas, pintaba cuidadosamente la eficaz máscara, esculpiéndola de tal forma que las truncadas sombras del engaño, alargadas y sublimes, convertían esa mezcla ahora rígida, de pigmentos y texturas surrealistas en un rostro inexpresivo, idéntico al que lucían las criaturas alienígenas que diariamente me rodeaban.

Verán, desde que era un niño, mi padre realizó este procedimiento advirtiéndome desde muy pequeño que si algún día mostraba mi verdadero rostro terminaría preso o peor aún, sería ejecutado de inmediato por lo que durante cuarenta años he escondido sin falta alguna, mis facciones sajonas, mi tronante cabello germano, mi vigorosa piel de azteca, mis sensuales labios africanos, y mis ojos escandinavos, cubriendo mi forzudo torso de vikingo, mis brazos de romano y mi cráneo de neandertal con túnicas de color negro, guantes rojos, pantalones grises y sombreros blancos.

El planeta en el que me encontraba orbitaba un agujero negro y era dos veces y media más grande que Júpiter, por lo que las formas de vida oriundas de sus inmensos continentes tenían ciertas características físicas que los hacían muy diferentes a los humanos. Debido al campo gravitatorio que ejercía el núcleo del colosal orbe, los nativos habían desarrollado escamas de fricción diseñadas por los mecánicos de la selección natural para disminuir el peso de la gravedad, tenían cuatro brazos hechos de plasma, un par de alas cubiertas de pequeños filamentos radioactivos que aprovechaban la muerte de los átomos para impulsarse a varios miles de kilómetros sobre el nivel del suelo y un torso increíblemente resistente, cubierto por un exo-esqueleto de mercurio.

Sus ojos eran elípticos y sus pupilas de color rojo, tenían un par de fosas nasales similares a las de un reptil y sus cráneos tenían la forma de un lagarto. Esa raza era conocida como los Noborlekans y eran en su mayoría esclavos. La siguiente raza había desarrollado un exo-esqueleto hecho de oxigeno reluciente, normalmente vestían armaduras de platino, sus ojos eran idénticos a los de un camaleón brillando con un fuego intenso que les permitía ver el pasado y el presente simultáneamente y sus cerebros visibles entre las bolsas de venas irrigadas por aminoácidos que salían de sus negros cráneos, podían remplazar la luz a su alrededor por la esencia tronante de sus pensamientos, dándoles la envidiable habilidad de modificar sin mayor esfuerzo, la apariencia de la realidad de acuerdo a su voluntad. Los de esta nueva raza eran terratenientes, líderes militares y políticos. Existía una tercera raza con una columna vertebral hecha de diminutas galaxias en vez de vertebras, con antenas cuánticas saliendo de sus pálidas frentes, torsos de caballo y brazos magenta.

Estos últimos podían conectar los cilindros y los hipercubos arteriales de su sistema nervioso con los átomos de cualquier objeto a su alrededor, extrayendo su información de inmediato y de esa forma eran casi omniscientes. Se dedicaban a tareas de exploración espacial ya que su metabolismo cambiaba de acuerdo al ambiente en el que se encontraran de forma que, al estar en el espacio exterior sus cuerpos podían consumir eslabones de radiación y globos invisibles de partículas errantes, además, conocían los secretos de la relatividad y eran capaces de recorrer grandes distancias en meros segundos. A ninguna de estas tres razas pertenecía yo y ese era mi gran secreto.
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Durante mis dulces y prolongados sueños, cerrando mis parpados en romántica complicidad con la astronomía de la oscuridad y mientras la tranquilidad helada de la noche abrigaba mi desnudo cuerpo, acostado en un lecho de sábanas blancas, permitía con una sonrisa que decenas de imágenes de un lejano planeta azul extrañamente familiar, con varios continentes verdes y una multitud de océanos que a mis ojos parecen poemas ondulantes, fríos e inexplorados dedicados a la monotonía de los ciclos naturales, orbitado como veía entre los cantos de avestruces insomes que representaban el único vínculo entre mi realidad y el estado incomprendido de la lucidez inconsciente, por una luna gris, y esta imagen de aquella esfera de roca suspendida como un péndulo deiforme en la lúgubre nada de un Universo desconocido, llegaba a mi mente como un huracán solar y, por algún motivo, los pensamientos de sus habitantes desde aquellos que cazaban osos polares hasta los que caminaban en otros mundos, traspasaban los muros entre dimensiones, refugiándose como antílopes de nieve que huyen de un feroz cazador, en los abismos de mi perturbada psique llenándome de nostalgia, ira, disgusto, rencor y esperanza y fue así como me convertí gradualmente, en una especie de receptor de pensamientos, en un arca de carne y hueso para una civilización perdida en mi época.

Al principio llegué a pensar que aquellas visiones nítidas y duraderas, eran generadas por algún tipo de virus exótico que estaba invadiendo mi mente —curiosamente nunca consideré que tal vez el origen de dichas imágenes no era otro más que mi propia locura— pero después de analizar mi propia sangre y mi propio cerebro con la ayuda de un escáner de antimateria, concluí un tanto agobiado que aquellas imágenes no eran causadas por ningún virus conocido, razón por la cual seguí investigando exhaustivamente, ideando varias pruebas fallidas hasta que finalmente opté por un experimento más sencillo que consistía en conectar un proyector de sueños a un microscopio de electrones para monitorear a los electrones individuales de mis neuronas en el momento en el que cedía a los callejones infinitos, y a las lenguas simbólicas, de los sueños para descubrir la causa de esta inverosímil condición que solo yo padecía.

Al día siguiente me levanté apresuradamente y prendí la pantalla a la que estaba conectada el microscopio para ver los resultados, y lo que descubrí, inmovilizado por la luz de la pantalla, entre gráficas y ecuaciones me dejé estupefacto. Los electrones de mi hipotálamo tenían una velocidad promedio de tan solo 1/3 de la velocidad de la luz, pero cada vez que me dormía, su velocidad llegaba a los 400.000 km por segundo y de acuerdo a relación entre el tiempo y la velocidad, por cada cien mil kilómetros que se mueva un objeto más rápido que la velocidad de la luz en el vacío, dicho objeto viajará exactamente tres segundos en el pasado y por algún motivo, durante los primeros minutos de mi ciclo REM, los electrones de mi mente alcanzaban una velocidad de varios trillones de veces la velocidad límite del Universo —incluso más— llegando a retroceder el tiempo varios milenios y no solo eso, con la ayuda de los microscopios que monitorearon mi actividad cerebral durante mi sueño, descubrí que mis electrones generaban una especie de partícula neutra que absorbía toda clase de información desde pensamientos, imágenes, hasta sonidos lo que explicaba porque no solo era capaz de ver a la tierra —un planeta inexistente en la astronomía de mi mundo— sino también de escuchar las preocupaciones de sus habitantes.

Ahora conocía el mecanismo que me permitía soñar con mundos lejanos pero, ¿cuál era el motivo? ¿Acaso era un simple accidente? ¿Una oscura coincidencia? Con el peso abrumador de esas preguntas derramándose sobre el Atlas de marfil que impedía que mi mente cayera en los maremotos de la locura, escuché para mi horror un toque sutil que escondía entre golpes suaves el ímpetu de la impaciencia. Resonando contra la puerta de titanio brotando de entre pesados nudillos y tras escuchar un segundo toque, rápidamente corrí hacia mi laboratorio poniéndome, sin siquiera parpadear, la máscara que la noche anterior había preparado como medida de seguridad. Luego, me puse un traje blanco y salí al encuentro de quien estaba tocando la puerta.

«¿Por qué tardaste tanto?» preguntó un esclavo alto con sus cuatro brazos cruzados frente a su amplio pecho en su áspero lenguaje de feromonas y destellos fotónicos:

«Estaba resolviendo un acertijo matemático. Además, a un esclavo como tú no le incumbe interrogar a su amo. ¿Lo olvidas?»

El huidizo esclavo bajó el rostro tímidamente y entre blasfemias inaudibles se dio media vuelta y caminó unos cuantos metros hasta montarse en un carruaje de berilio marrón jalado por un par de Rinocerontes negros, cogiendo entre sus pesadas manos las riendas metálicas que envolvían los fornidos cuellos de las corpulentas criaturas. Sacando una pipa con forma de cascabel, entré en un vagón de ventanas negras construidas detrás del sillón amplio y de cuero rojo sobre el cual yacía el esclavo y en la tranquila soledad que ofrecía la pequeña habitación en la que me encontraba, creando aglomeradas espirales de humo con la vieja pipa, permití que mis pensamientos abandonaran la vana estratosfera de lo meramente material para incursionar en los meridianos prohibidos del razonamiento abstracto.

Ese día observé la ciudad desde la ventana más cercana, apreciando sus arcos de vidrio escarlata, sus caminos de piedra, sus fábricas de soles artificiales y las multitudes jerarquizadas por su misma naturaleza que recorrían sus taciturnas calles. El carruaje se detuvo frente a un edificio con forma de dodecaedro plateado, decorado con la estatua de un flautista hecho de vidrio negro, y bajándome del amplio vagón, me despedí del esclavo y entré en el edificio. Vi a mi izquierda un guardia de tres metros de altura con un leopardo de escamas verdes, cola de alacrán, cráneo de pulpo y cuernos de toro, descansando a su lado como un perro de seguridad, y a mi derecha un escuadrón de soldados que llevaban trajes de astronautas con capas rojas, yelmos decorados por corceles de hierro y rifles atómicos.

Seguí mi camino de lucífugo, de ermitaño que rechaza la cartografía de lo cotidiano y de templario que se esfuerza por esconder su identidad. Caminé durante unos minutos hasta detenerme frente a un ascensor de terciopelo y después de presionar un botón con un símbolo numérico, apagué mi pipa, me puse un par de guantes y esperé. Cuando el ascensor finalmente se detuvo, salí de sus entrañas oxidadas repletas de aire artificial y abrí una puerta gris, admirando entre la fútil sensualidad que ofrecen los efímeros labios de la oscuridad, los bordes de mis instrumentos camuflados en la capa de los poetas sigilosos, antagonistas del alba, y dando un suspiro que llenó mis pulmones de un cálido sentimiento de añoranza, presioné un interruptor y permití que una luz zigzagueante iluminara el cuarto.

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Mi trabajo —asignado por el emperador local— consistía en detectar la gravedad de Universos paralelos, de modificar la genética de ciertas estirpes de aristócratas oriundos de este planeta para magnificar el alcance de nuestros exploradores espaciales y de curar ciertas pandemias provenientes de asteroides que entraban inadvertidos, cruzando las diáfanas atmósferas, hogar de difusas ninfas que envolvían la corteza de mi planeta, y aunque mi salario era bueno, estaba disgustado por muchas razones, principalmente porque decenas de cámaras se clavaban en mi nuca y en mi pecho como buitres carnívoros, registrando cada uno de mis movimientos, cosa que alejaba el éxtasis de la distracción de los carruajes algebraicos de mi intelecto y reprimía el poder persuasivo del ocio, convirtiéndome esencialmente en un esclavo.
(Continua página 2 – link más abajo)

3 COMENTARIOS

  1. Es un derroche de magia , pasión y alegría por la escritura , transporta al lector a un mundo en donde todo es posible. Invitar al escritor a seguir trabajando

  2. Una apuesta por la creación que rompe esquemas y se atreve a anteponer las complejas relaciones de la fantasía que no conoce de fronteras ni de límites. Un relato lleno de figuras y lenguaje poético que nos reta la comprensión y nos deja perplejos los sentidos, la imaginación y nos hace sentir que vale la pena descubrir que la vida trasciende la realidad para volvernos poema y canto. Gracias por la palabra hecha relato, magia y creación.

  3. Nicolas. Muchas gracias por compartir conmigo este fantástico escrito. Quiero felicitarlo y de corazón le puedo decir que me siento bendecida por haber conocido una persona tan inteligente y que desde el límite de la terquedad , también me ha permitido conocer unas facetas diferentes y así he podido valorar y admirar su capacidad de escritura que de hecho este texto me ha transportado de una forma agradable a esos escenarios que muy bien describe.

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