Con Z de Cronopio

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Lo que aprendimos de dylan

LO QUE APRENDIMOS DE DYLAN

Por Rafa Burgos*

Con la concesión del Nobel de Literatura a Bob Dylan (a la hora de redactar este texto, ni lo han encontrado ni lo ha rechazado) hemos aprendido muchas cosas. Que es un poeta y también que no lo es, que es de caligrafía infantil y que es un compendio de sabiduría. Que es el más grande hasta que tenemos que hacerle un hueco entre nosotros. Que lleva la firma de Satán en la armónica, que escribe al dictado de Dios, que recorta sin ganas el césped de su jardín y que pierde casi todas las fiestas de guardar. Hemos aprendido que era incontestable hasta que la Academia Sueca lo puso en el disparadero de las redes sociales. Y que entonces empezó a llover. Fuerte, como cantó alguna vez.

Volvió a convertirse en Judas, en el traidor de la guitarra eléctrica, en el antiguo cantautor de provincias que hace demasiado que quiso dejar de ser. Al mismo tiempo, volvió a convertirse en el bardo infatigable, el cronista de los últimos tiempos, el único autor vivo con licencia para equivocarse y el músico que mejor ha odiado de todos los tiempos. El blanco y el negro, la jungla y el desierto, el cero y el uno del sistema binario. Todo un universo infinito, pero con distrito postal, sombrero negro y carraspera por las mañanas.

Con la concesión del Nobel de Literatura a Bob Dylan hemos aprendido que no importa cuántas vidas hayas robado a los gatos, cuántas hipotecas pesan sobre tu alma o dónde fue la última vez que te encontraste con una oruga azul en un cruce de caminos. Al final, siempre te devolverán con furia la piedra con la que tropezaste o erigirán con ella un templo en ruinas o la usarán para sentarse a escucharte. Hemos aprendido que casi siempre tuvo razón. Que casi nunca quiso tenerla. Y, sobre todo, que lo peor y lo mejor de Dylan somos los demás. Que leemos, suponemos, interpretamos, escuchamos, odiamos, celebramos, miramos, nos desencantamos, juzgamos, vaticinamos, adoramos, escribimos, opinamos, insultamos, despreciamos, ensalzamos y nos llamamos por teléfono demasiado deprisa. Siempre demasiado deprisa. Tan deprisa, que las formas ariscas y ermitañas de Dylan parecen detenidas en el tiempo. Tan deprisa, que no nos quedamos a escuchar el final de sus canciones río. Tan deprisa, que a veces comenzamos a contar nuestros propios cuentos desde el segundo capítulo. Y tenemos que volver a empezar.
Empecemos, entonces. El pasado 13 de octubre, la Academia Sueca decidió conceder el Premio Nobel de Literatura a Bob Dylan. La decisión se basó en su aportación de “una nueva expresión poética dentro de la gran tradición de la canción norteamericana”. Es decir, que no se premiaba a un poeta, sino a un cantante. El galardón continuaba así con la apuesta que Estocolmo había realizado el año pasado, cuando decidieron dar hechuras literarias a los reportajes de la periodista bielorrusa Svetlana Aleksiévich. Los académicos parecen querer dar a entender que literatura puede ser todo lo que está escrito, siempre que alcance los más rigurosos niveles de excelencia.

A su juicio, según el dictamen que dieron a conocer, Bob Dylan ha dedicado sus seis décadas de carrera musical a encontrar nuevas maneras de decir lo mismo de siempre. Que es lo que hace cualquier escritor desde Homero. En su caso, se ha apropiado de la técnica pictórica del collage para componer sus letras. Usa todo lo que cae en su mano para hilar versos. Desde la Biblia hasta un pasquín. Desde las obras de su epónimo Dylan Thomas a las notas que va tomando de su propia experiencia vital. Desde el folclore de Oklahoma a los blues del Mississippi. Todo vale. Así es como ha conseguido ser el artista universalmente más reconocido e influyente desde que el planeta sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial. Muy a su pesar. Porque otra de sus características, que quizá da más validez al reconocimiento del Nobel, es que es un creador en constante movimiento. No deja de dar giras multitudinarias en las que se oculta tras un piano en un rincón del escenario y en las que sus canciones más famosas suenan a tierra quemada. Las cambia, las mutila, las transforma, las hace evolucionar. Les busca nuevas expresiones poéticas, tal como resonó en la sala de Estocolmo el pasado 13 de octubre.

Con la concesión del Nobel de Literatura a Bob Dylan hemos aprendido que nada de esto vale si los poetas saltan de la cama con la pierna izquierda. Gran parte de ellos se levantaron en armas cargadas de futuro contra el intrusismo y el afán de protagonismo de la Academia. Al otro lado se atrincheraban los defensores de la contracorriente junto a los abolicionistas de los términos alta y baja cultura. En todas partes se repartían disfraces de apocalípticos y ternos de integrados. Hubo indignación y descorche de champán, a partes iguales. La refriega en las redes sociales alcanzó alturas que, posiblemente, jamás se habrían hollado si el protagonista no hubiera compuesto canciones como Like a rolling stone.
Con la concesión del Nobel de Literatura a Bob Dylan (quien, a la hora de redactar este texto, aún no se había pronunciado sobre el premio, ni a favor ni en contra), hemos aprendido que al único al que parece no importarle es al propio Dylan. Que sigue empeñado en encontrar nuevas formas de expresión poética. Para luego cantarlas.

Con Z de Cronopio es la nueva columna del periodista español Rafa Burgos
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* Rafa Burgos es periodista (Alicante, España, 1971). Comenzó su trayectoria profesional en 1997 como colaborador y crítico de cine en el periódico local La Prensa y posteriormente pasó por El Periódico de Alicante (donde asumió también la labor de editor) y Las Provincias (crítico de cine). En 2003 se incorporó a la plantilla del diario El Mundo, en el que ejerció de redactor de Sociedad y Cultura y columnista. En 2012 dejó el puesto para dedicarse a proyectos personales, como el blog El Faro del Impostor (www.elfarodelimpostor.com), un documental sobre el boxeador Kiko ‘La Sensación’ Martínez (actualmente en post-producción) y el libro ‘La feria abandonada’ (Barbara Fiore Editora, 2013), del que es coautor junto al dibujante Pablo Auladell y el poeta Julián López Medina y que acaba de ser traducido al francés (‘La fête abandonnée’, Editions de l’An 2, 2016). En la actualidad, escribe la columna semanal ‘Vals para hormigas’ para el diario Alicante Plaza. Se le puede seguir en Facebook (El Faro del Impostor) y Twitter (@Faroimpostor).

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