Invitado Cronopio

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Mitologia del trabajo

MITOLOGÍA DEL TRABAJO

Por Fernando Gil Villa*

De vez en cuando nos encontramos con alguien que confiesa con satisfacción trabajar en lo que le gusta. Tal persona se declara con ello heredera de la victoriosa estirpe que logró conservar un trozo del paraíso cuando éste se convirtió en un infierno global.

Como tantos otros, el mito encierra una trágica historia que lo es mucho más por los efectos de la moraleja que encierra que por el ingenuo relato original. La vida es un juego parecido a la ruleta rusa. El destino tiene dos posibilidades: o disfrutar de la vida o padecerla, algo que reflejará obligatoriamente el corazón que impulsa esa vida, con el doble movimiento que le es propio, de sístole laboral y diástole ociosa. El trabajo puede emancipar de la familia e incluso, en una dimensión más profunda, puede liberar. Pero como el tabaco, también puede matar.

Si atendemos a las bases culturales que alimentan los mitos del trabajo, habría que empezar por esta última posibilidad. El punto de partida general es pesimista. El ser humano nace, desde el punto de vista del cristianismo, con un defecto ontogénico, falla o pecado original de la que se desprende el penoso quehacer de esforzarse para lograr su manutención. También para el marxismo, situado teóricamente en las antípodas, la mayor parte de la gente, dedicada al trabajo, se halla en una nefasta condición de explotación. La situación ideal se encuentra al final de la historia. La utopía socialista desea invertir la realidad en un ciclópeo esfuerzo que conecta con el mito griego de cierta isla imaginaria habitada justamente por cíclopes que, no obstante, sólo tienen que extender la mano para recoger el alimento necesario para sobrevivir. Sin embargo, el hecho de que los extremos coincidan no consuela a la humanidad histórica, que vive situada en una fase intermedia que, en el mejor de los casos, puede asociarse al purgatorio laboral.

Llevamos varios siglos inmersos en un sistema capitalista que no logra independizarse de la maldición de sus raíces, la de una ética protestante que a su vez bebe de la doctrina agustiniana de la Gracia y la Predestinación. A día de hoy, parece cumplirse incluso más que ayer, con un uno por ciento de privilegiados que detenta lo que necesita el noventa y nueve por ciento restante. ¿Será esa la proporción que tenían en la cabeza aquellos exégetas bíblicos a la hora de echar las cuentas de la salvación? Los que se van a salvar no han hecho nada para merecerlo, nacieron con el don de la Gracia. Paralelamente, la minoría que hoy se salva de caer en la exclusión social por desempleo permanece a resguardo del sistema democrático de la igualdad de oportunidades, fuera del riesgo por lo tanto de la movilidad social descendente, dentro de la ley de la reproducción social y cultural. En la actualidad, en los Estados Unidos, paradigma del capitalismo global, los hijos de los pobres siguen siendo más pobres que los hijos de los ricos aunque tengan más estudios, aunque consigan graduarse en la universidad.

En el seno de esa clase privilegiada, la suerte establece categorías internas. Los ociosos siguen siendo la clase superior. Lo único que ha cambiado es la capa de maquillaje de cinismo burgués con la que se acicalan. Para mantener su posición, han tenido que ponerse al día leyendo las críticas fundamentales, tal vez un resumen de la teoría de la clase ociosa de Veblen, y disimular un poco. Deben hacer como que trabajan, como sucede en las telenovelas, para ser bien vistos y entroncar precisamente con la ética protestante que insuflaron los peregrinos del Mayflower y que hoy alimenta a los políticos que se atreven a romper con las reglas del juego político. El cisma republicano que hoy viven los estadounidenses sigue dependiendo de la valoración puritana del trabajo, a pesar de que ese modelo sea falso, demuestre poca democracia y esté impulsado por un modelo educativo que no sólo lleva a la infelicidad de la mayoría —y por tanto a su condenación en vida— sino que además es irracional —porque los actores que se educan para trabajar no acaban de comportarse como un homo economicus, ni la política económica y educativa consigue ajustar los mundos educativo y laboral—.

Pero la minoría de trabajadores privilegiados es doble. Se compone no sólo de los que hacen como que trabajan sino también de los que realmente trabajan aparentemente con fruición, aquellos con los que comenzábamos esta reflexión. Ellos constituyen, en efecto, el combustible que mantiene el tren del neoliberalismo a toda máquina: los vocacionales. De nuevo hay que recordar el mito para comprobar cómo escuchar «la llamada» depende del puro azar. Sólo unos pocos lo logran. Evidentemente, es muy posible que entre nuestros amigos que confiesan gozar de ese privilegio no se encuentre ningún barrendero y sí algún médico, jurista o profesor. Al parecer la vocación desprende un tufillo clasista. Pero este no es el único problema. El clasismo es defendible desde ciertas opciones ideológicas. Cierto es que a ese alguien que se nos acerca con una sonrisa de satisfacción podríamos amargarle la mañana invitándole a un café y haciéndole ver lo que hay detrás del concepto de la vocación, pero todavía podríamos frustrarle más si después ahondáramos en su situación personal para deducir el grado de felicidad que le caracteriza. Probablemente descubriríamos que está estresado o estresada, o mejor aún superestresado o superestresada, es decir, inconscientemente atribulado o atribulada por una malestar indefinido, por una ansiedad que los carcome de día o de noche, o de día y de noche. Y es que esa persona que llamamos vocacional ama supuestamente tanto su trabajo que se entrega a él obsesivamente. Tal adicción es bien conocida como dolencia del burgués moderno, pero hoy en día se ha acentuado. Después de todo, en esto consiste nuestra posmodernidad, en un incremento de los factores culturales que informaban la modernidad hasta niveles que hacen visibles contradicciones que antes permanecían ocultas, en su totalidad o parcialmente, y que sólo algunos analistas intuían.

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De tal modo suceden las cosas que los trabajadores vocacionales de nuestros días son los menos privilegiados de la historia de la modernidad. Porque viven en un contexto jamás visto de volatilidad económica y social. Porque las otras dimensiones de sus vidas que podían compensar el fracaso como trabajadores, comenzando por la afectiva, es también más vulnerable que nunca. Porque la fuente que alimenta el malestar, el valor de la competencia, se radicaliza y amplía desde su base educativa y ante el empobrecimiento de El Dorado, ese mítico mercado de trabajo primario, con buenos salarios, protección laboral, contratos fijos y posibilidad de promoción. Porque al mismo tiempo, los valores que mueven a la gente a elegir estudios y trabajos, cuando pueden, siguen siendo los tradicionales, dinero y prestigio social, por lo cual seguimos manteniendo la visión clasista y dual de trabajos viles e indignos y trabajos vocacionales.

La conclusión es que el trabajador vocacional se apega a un mundo ideal sobre el cual nunca ha reflexionado adecuadamente y del cual no puede evitar una sospecha, que acalla para no lastimarse, de falsedad. De ahí la contradicción: el profesor, médico o abogado que gozan de prestigio profesional en sus ciudades, regiones o países pero que no pueden evitar trasladar a sus interlocutores toda la tensión que les supone la enfermedad de las aspiraciones infinitas de la que hablaba Durkheim o el superestrés del que hablan los psiquiatras actuales.

Por definición, el objetivo marcado es siempre aplazado, incluso después de muerto será citado o recordado más o menos veces de forma cuantificable, tal vez tomando como indicador el número de visitas en su presentación wikipédica o epitafio cibernáutico. Las almas de los seres humanos también se verán obligadas, como las de los antiguos, a vagar por el río cósmico de enorme caudal terabítico, salvándose sólo si poseen, a modo de salvoconducto, un tesoro suficiente en cuestión de méritos. Como si se tratara de una especie de fondo de inversión que se logró a base de mucho trabajo y que es el único que puede garantizar una pensión alimenticia para el muerto, dado que el Estado del Bienestar resultó fallido como institución social y humana en la alta modernidad y dado que el ser humano necesita, como en algunas tradiciones, ser alimentado después de morir.
Al compararse con su abuelo o su tatarabuelo moderno, el trabajador posmoderno corea aquella canción de tono pesimista recogida por Pessoa en su Libro del desasosiego: «considerando que yo ganaba poco, me dijo el otro día un amigo…: «tu estás explotado, Borges». Me recordó eso que lo soy; pero… me pregunto si valdrá menos la pena ser explotado por el Vasques de los tejidos que por la vanidad, por la gloria, por el despecho, por la envidia o por lo imposible».

La frase del poeta lusitano abre una escotilla en el océano nihilista en el que a duras penas sobrevive la clase media trabajadora. Podría recomendarse cierto estoicismo como bálsamo que proporcione cierto bienestar individual. O bien, si no son muy dados a estudiar filosofía, entre otras cosas porque va desapareciendo de los planes de la educación obligatoria, tal vez nuestro abogado, profesor o médico, pudieran acudir a ciertas terapias Mildfulness o se convirtieran al budismo. Conseguirían entonces eliminar parte del sufrimiento del mundo, en buena parte generado por las relaciones laborales, disminuyendo la tensión con sus contrapartes, limando el autoritarismo que caracteriza el rol del profesional cualificado, el uso intensivo del tiempo y la domesticación del cuerpo con su corolario, el sacrificio del placer. Y de hecho, una parte de la burguesía intelectual siempre ha coqueteado con ese tipo de respuestas, en algunos casos movidos por la desesperación, en otros por el interés sincero, en otros por el esnobismo, el mismo que llevaba a sus abuelos al diván del psicoanálisis en Europa.

Por el lado de la mayoría que sufre el trabajo, esta solución también está disponible, sobre todo a medida que va aumentando el número de años de estudios de la población. Después de todo, las modas burguesas se derraman en versiones outlet para las clases populares, en ocasiones financiadas por un Estado que busca a la desesperada emitir las últimas señales de bienestar general a través administraciones públicas que buscan satisfacer la demanda de trabajos sociales especializados que ellos mismos han generado. Así, nuestro barrendero puede llegar a ver el lado bueno de su trabajo si logra zafarse de los prejuicios, los cuales no atañen solo al ámbito laboral. La cultura occidental distingue entre ocupaciones nobles e indignas como también entre animales nobles y asquerosos. Sin embargo, visto con los ojos del naturalista, los carroñeros y los barrenderos cumplen una labor de reciclaje fundamental.

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Ahora bien, existen diversos caminos para lograr el objetivo del conocimiento con conciencia social. Ciertas formas de autoconocimiento, de trabajo terapéutico o espiritual personal, llegan a ese resultado pagando un precio excesivamente alto, a saber: la resignación ante el orden social desigual del mundo global disfrazado de las ideologías del don y del azar. La paz se logra así anulando toda energía de venganza que es la que, en el fondo, sometida a un cierto control y ritualizada, anima las acciones de restitución de la justicia social, de redistribución de la riqueza, de igualdad de oportunidades. De ahí que trabajarse no sea, como algunos creen, la panacea del problema del trabajo en nuestra época altomoderna, sino otro mito que puede seguir alimentando la desigualdad social. El conocerse y trabajarse a uno mismo es un buen camino para aceptar y celebrar la diferencia y la diversidad del mundo, pero sólo está justificado éticamente si se reconoce que con ello hemos logrado únicamente la mitad del tratamiento. La otra mitad es la conciencia social, la responsabilidad como ciudadanos de someter a vigilancia también lo que ocurre fuera de nosotros y luchar por mejorar las condiciones de vida de los que, como nosotros, también sufren.

Esto supone, en el caso del trabajo, entre otras cosas, pero en primerísimo lugar, reivindicar ante los poderes públicos, y al tiempo promover o participar en iniciativas civiles, una educación que desde la primeras etapas enseñe el uso responsable, autónomo, no discriminatorio y placentero, de todas las actividades posibles así como del tiempo libre, de forma que ambas cosas, ocupación y ocio, se entremezclen todo lo posible y dependan lo mínimo de las variables tiempo, competencia y remuneración. Este trabajo educativo mostrará sus virtudes a corto plazo siendo probablemente el único modo pacífico y duradero de oradar el grueso tabique que separa el purgatorio tardomoderno del paraíso terrenal.

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* Fernando Gil Villa. Catedrático de Sociología en la Universidad de Salamanca. Ha ejercido de profesor visitante en numerosas universidades, sobre todo latinoamericanas (Brasil, Colombia, Chile, México). Algunos de sus libros son: Teoría sociológica de la educación (1994), La participación democrática en la escuela (1995), Sociología del profesorado (1996), La exclusión social (2002), Elogio de la basura. La resistencia de los excluidos (2005), Juventud a la deriva (2007), Nihilistas (2009), Profesores indignados. Manifiesto de desobediencia académica (2011), Qué significa investigar. Exorcismo del trabajo de investigación (2013), La sociedad vulnerable (2016). Ha publicado también el libro de cuentos, Sociedad en crisis: puro cuento (2011), y los siguientes poemarios: Hechizos de casa y luna (1997), Brasilia en verso (1997), Señales de humo (2000), Otra tierra (2005), Esto queda (2008), Palabra de Naúfrago (2014). www.fernandogilvilla.com

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