DESNUDEZ
Por Arturo Hernández*
Volví a aquella casa un par de veces después de esa tarde. No fue ciertamente la última vez que vi a Ligia, pero fue la primera y la última vez que tuve su alma desnuda entre mis manos. Y es que muchos habrán de confundir la sensualidad del cuerpo con la desnudez del alma. Debo aclarar aquí que no uso esa palabra en un tono religioso, pues hace años que soy apóstata de la fe en la que me bautizaron.
La conocí por un amigo. Era en aquel tiempo más seguro y más tranquilo, un músico aficionado, melancólico y meditativo. Éramos muy jóvenes, aunque al reflexionar parezca que el tiempo en el espíritu se mueve con misterioso ruido y arrastra —algunas veces— siglos de una vida que no hemos vivido. Recuerdo bien su rostro limpio y su frente alta, la imperiosidad del verbo que bañaba sus labios y la sagacidad de su lengua al pronunciar mi nombre. Es verdad que al besarla por primera vez tuve real consciencia de mis labios; no podré negar jamás que con sus manos llegué a querer el frío de la piel bajo la lluvia huidiza y extraña de marzo. ¡Ah! Y me queda el recuerdo, sin embargo, entre palabras que ya no forman su cuerpo.
Teníamos miedo la primera vez que caminamos juntos. Había en nuestros pasos un constante hablar de sueños, de caridad y de secretos fuegos. Fue quizá porque ella era realmente valiente que pudimos vernos. Si mal no lo recuerdo, fue una mañana que, escapando ambos del colegio, tuvimos a bien encontrarnos únicamente para darnos nuestro primer beso. Es verdad que suena extraño después de tantos años, pero mantuvimos un secreto ardor entre los hilos de la consciencia y la esperanza. Llegamos a caminar en un parque cercano fingiéndonos mayores y tomados de la mano. Luego ante el trinar del viento que movía mis cabellos en sosegado pasmo, cultivé en sus labios una mirada de tenaz ternura y nació en sus ojos amados la sombra del beso pactado.
Sentí sus labios y alargué sus brazos sobre mi cuello. Confundí sus aromas con la magia del beso. Estuvimos tan cerca; sentados así sobre la hierba mojada de nubes y diminutos espejos, que la ausencia del calor de su amor infantil todavía me cala en lo profundo los huesos. El Tiempo fue corto pero infinita la cosecha de intranquilas quimeras de ternura y de abismos sin sus palabras. La voz de su alma fecundaba transparente los rincones de mi esperanza.
En largas estancias de tiempo sin verla, caminaba yo mucho por las sendas de la lectura. Escribí un par de versos para ella, como los egregios antiguos para sus madonas de plata; como los náuticos bárbaros que componían versos náufragos para que, sobre el tibio movimiento del mar, la mujer no olvidada escuchara el corazón de su amante ulular contra las tristes olas. Algunas veces busqué su oído. Siempre una canción anidaba mi lengua para su escuchar tranquilo. También callé mis sílabas para escuchar las anécdotas de su delirio: ¡Bailaba tremendamente, que bien bailaba!
Nos vimos muy pocas veces sin llegar a solas a confesarnos. Pero fue en aquella casa cuando la tuve, que troqué mis palabras por alabastrinos espasmos y mis letras de saliva amorosa tocaron su piel con ciego derroche. Ella desnudó primero mi pecho, luego besó mi cuello e incorporó su voz por mi garganta griega. El oleaje de sus manos frías torturó mi espalda en su azul lenguaje, la sed de su boca extrajo de mi corazón el fuego de la música y de las palabras. Luego torné a sobrevolar su alma: Bajo sus ropas nuevas las formas se revelaban exactas y en el rodar de mis dedos ciegos topé con sus pezones rosa. Besé su pecho blanco del que escapó una abrumada nota. Del rito de su boca entrecerrada salieron mis besos; hiriendo en lo profundo de su cuerpo, el frio que en sus manos anidaba.
Tenía entre los senos mansos una cicatriz de rojizo tacto. La llené de besos sin preguntar su causa y dejé perder mis pupilas hondas entre sus ojos negros. Allí fue la última vez que desnudé su alma. Luego de eso los días se confundieron con el vacío ufano de una tregua perdida. Si la sigo amando, no lo sabré, hasta que su voz desnude mi verbo y mi fuego y mi triste ser. Allí donde la luz me ampare y la oscuridad me de fe, allí estará mi reino de ella, en su cuerpo y su ser.
EL IMPERIO DE LA MISERIA
Muchos siguen preguntándose en las calles de ésta ciudad por el crimen de Labaal. Yo lo condené, es cierto. Morir por su propia mano fue un destino cruel —si me lo preguntan—, pero era lo más apropiado. Habré de explicarme, mas no será porque mi verdad carezca de la venia de los dioses o tenga que combatir con razones humanas. Esta breve intervención, que algunos de ustedes censuran, no es más que un intento por buscar una explicación que me satisfaga sólo a mí.
Labaal, como ya lo saben, fue un hombre honesto y digno de mi confianza. Por el buen juicio que demostró ante mi trono, fue llamado consejero e instado a proferir su opinión para castigar a los conspiradores y a los detractores de Grecia. Durante muchos años trabajó para mí y fue por esto, que al ver llegar a la vejez, le adjudiqué una bella casa no muy lejos de los hogares de los sabios y vecina de la quinta de Trímaco, el Erudito. Llené por completo su hogar de sabias musas para que atendiesen sus delirios hasta que la muerte —único viaje de regreso al silencio, único viaje al que se parte sin irse—, acudiera a liberarlo de sus dolencias mortales.
Lo obsequié con figuras de Minerva hechas por los mejores alfareros; artistas esclavos que yacían al borde de la muerte en nuestras celdas y a los que se les dio sin faltas, raciones dobles de comida y agua, hasta que el trabajo en la morada de Labaal hubo concluido. Les pregunto ahora a mis detractores: —¿No soy acaso el más misericordioso de los reyes?— Pues al realizar una buena obra, prolongué las vidas de los artistas.
Deben saber que la voluptuosidad; que acecha a nuestra raza impía, arremetió contra él. ¡Labaal, pobre, pobre! creyó enamorarse de Psique, hija de Lucrecio, musa del templo de Satir, esposa de Trímaco el Erudito, y después de haber obrado sus fechorías, vino a confesarlo todo, ante este trono consagrado a Neptuno y que hoy están viendo.
—Rey mío, perdona a tu lacayo —principió Labaal— he codiciado a la esposa de Trímaco y he saciado los deseos de mi carne en los ríos venturosos de su sexo; nuestro amor prohibido resulta ser como un caballo demente que corriera sin rumbo. Pero el eco de sus pisadas lo ensordece ahora y lo confunde. Siempre persiguiéndolo como una sombra salvaje, larga y fiera; que mordiera sus talones a la espera de conducirlo al precipicio y empujarlo finalmente al hórrido vacío.
—¿A qué nombre responde la mujer culpable de adulterio? —Inquirí con severidad.
—Popea es el nombre de la musa de Satir que ha renovado la pasión en mi cenizo corazón. Hoy vengo ante ti, Rey mío, para implorar tu perdón augusto por el crimen que cometí, mas no para pedirte que olvides mi castigo. A cambio de mi sufrimiento ¿prometerás ignorar a la desdichada Popea, mujer inocente y buena, cuyo único crimen ha sido recordarle a un hombre viejo, las gracias de la juventud y el amor?
—Te prometo por la vida de todos los hijos de Grecia, que mi ira solo se ensañará contra el corruptor de las juventudes —respondí, recordando con amargura el viejo juicio a Sócrates el Grande.
Así fue como prometí guardar el secreto de Popea, la adúltera y de Labaal. No deben juzgarme mal, pueblo de Grecia, pues a pesar de obtener mi silencio, mi viejo preferido fue castigado con dureza. Decidí ajusticiarlo bajo la ley de Prometeo; encadenarlo en la Alta Roca del Píndaro para que fuera devorado por los buitres. Abandoné a Labaal ad portas de aquel suplicio y adiviné el destino atroz que le sobrevendría. Imaginé las negras aves arrancando los ojos de sus cuencas y tuve misericordia de su cana cabeza; quebrada por el sol, que en otros tiempos, sin embargo, había sido justa y digna: La honra de mi Imperio.
Lo atamos con cadenas a la roca y le dije: —Si el hilo de la vida permanece tenso en poder de las Moiras para mañana a esta hora, entonces vivirás, Labaal, y tus culpas habrán sido perdonadas por los dioses.
Pero mis palabras se ahogaban en los grandes pozos de la piedad. Me alejé en compañía de mis súbditos y guardias. Pero interpelé discretamente a tres de los mejores arqueros de mi armada pidiéndoles que salvaguardaran la vida de Labaal. ¡Una a una, las aves de rapiña cayeron atravesadas por sus flechas!
Faltó poco sin embargo, para que los rayos huérfanos del carro de Helios, lo condujeran a los umbrales de la muerte. Envié hombres doctos a rescatarlo: Trímaco, el Erudito, encabezó la misión. Sufrí una amargura terrible al pensar en la escena: La inocente victima salvando sin saberlo a su victimario.
Labaal fue hospedado en mi palacio y puse a su cuidado a las más sabias nodrizas del Imperio. Pero la noche vino de repente como un enemigo despiadado, sin más aviso que el color rojo del horizonte, confundido prematuramente con un mar de sombras. Aterrado por un presagio de muerte, caminé hasta encontrar el Valle en cuya senda se proyecta aún hoy la dulce luna que descubre con su luz el Oráculo de Cumas. Sepan que aquellos seres, moradores del oráculo, tienen tanto menos ojos de hombre como de bestia y movimientos de cosa, rápidos y furtivos como si sus extremidades fuesen una caída perpetua.
—Descúbranse con premura sacerdotes de Cumas, revélenme lo que deparan los dioses para mí y para mi Reino —ordené— pues, como una herida abierta, el horizonte se ha tornado negro como un alma putrefacta.
—Diógenes… —contestaron— Es cierto que Labaal, sobrevivió a tu prueba. Pero fue tu mano la que truncó el destino. Desde ahora tu leve drama se tornará trágico y frio.
Al decir esto, el leve tintineo de unas campanas rotas, suspendidas sobre la cúpula del oráculo, los hizo presa de un terror inefable y yo mismo abandoné el lugar, sin advertir siquiera las terribles represalías que tomaría Ares sobre aquellos seres. Durante mi regreso a la ciudad sopesé las palabras que me habían sido dichas. Me convencí ciegamente de que era necesario castigar a los culpables: Así que mandé a llamar a los tres arqueros para comunicarles mi orden: ¡Popea debía ser asesinada!
Mi sueño fue intranquilo, poblado de pesadillas atroces. La noche resultó agobiante en su seno eterno, sus horas me parecían haber sido entretejidas por artistas diabólicos, hasta que me percaté del llegar del día. Allá donde comenzaba el horizonte se derramaba un cáliz de luz sobre el imperio. Escuché distante la voz de mis arqueros, sus palabras tanto más impávidas que tranquilas, me destruían por dentro y a todo cuanto me era dado conocer.
—La misión fue llevada a cabo con éxito —dijo uno y la zozobra que vino a mi pecho no podrá ser expresada con palabras. El asesinato de esa mujer, me resultó enfermizo al poner la responsabilidad del crimen sobre mis hombros. En la guerra no son hombres los que mueren, son números canjeables como las horas del crepúsculo, restar o sumar. Su destino le es siempre indiferente al poderoso. ¡Pero aquella mujer significaba un desgarre de mi infantil consciencia!
Envuelta en las blancas sábanas, Popea reposaba finalmente. Pensé que quizá adivinó los motivos y arrepentida por sus actos deseó la muerte. Con tales nimiedades intentaba consolarme hasta que encontré a Trímaco, ignorante de todo, dormido aún junto a Labaal y ya no logré venderme simulacros de silencio. ¡El cuerpo inerte de Popea yacía abandonado a la deriva de la soledad y su esposo cuidaba del culpable!
Me sorprendí llorando al comunicarle a Trímaco su desgracia. —Mis soldados han entrado a tu casa para saludarte y han hallado a tu mujer en el lecho ya sin vida —mentí—. No sufrió dolor alguno. Esto lo te aseguran hombres que conviven con la muerte.
¡Pude ver cómo Trímaco se percataba del ruido blanco que rugía en su pecho! Labaal se incorporó al escuchar la tragedia: Débil como estaba, convaleciente y moribundo, le prestó a su rostro una máscara de aceptación de lo inaceptable con la que caminó desdichado por las calles de Grecia para dirigirse al gran Valle. Allí se ahorcó con sus propias manos ante el Oráculo de Cumas, frente a la mirada extasiada de los sacerdotes que parecían aullar a las campanas rotas, a la espera de un nuevo mensaje.
Como un viajero al que se le presenta el lecho para invitarlo a descansar, Trímaco se instaló en la locura. Años después se convenció de que podía medir el Tiempo. Su sistema, no obstante, era simple y adecuado: Obligaba a una esclava a permanecer en pie, en medio de un círculo formado con piedras del rio. La línea de sombra que los cuerpos femeninos, enmagrecidos por el hambre y el cansancio, marcaban sobre el círculo, revelaba el paso del tiempo y la hora.
Fui a verlo una última vez para conocer su invento. Intenté persuadirlo para que fijara una barra de bronce en medio del círculo y así no desperdiciara a sus esclavas, que morían de cansancio. ¿Pero cómo podría haberle hecho entender a ese pobre hombre que una mujer era canjeable por cualquier objeto? Trímaco no podía aceptar tal destino, porque él mismo no podía reemplazar el recuerdo de Popea en su memoria y no podría nunca reemplazar tampoco su roto corazón.
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