Arte Cronopio

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Cuevas nos hizo olvidar los picados

CUEVAS NOS HIZO OLVIDAR LOS «PICADOS»

Por Saúl Álvarez Lara*

Una coincidencia nos llevó hasta el Museo de La Fundación José Luis Cuevas. Detrás del Zócalo, o más allá, en el Centro Histórico del DF. Las calles están abarrotadas de gentes, negocios, vendedores de agáchese y cachivaches de todo tipo. Si uno camina desde el Zócalo por la calle Moneda dos cuadras con dirección occidente hasta la calle La Academia llega, quizá con algunos estrujones por culpa del gentío, al cruce donde unos metros a la izquierda está la entrada del Museo. Ahora que lo sé, seguramente será el camino a seguir la próxima vez que nos encontremos mi mujer y yo por esas tierras. Sin embargo, el día de la coincidencia no fue así. Era miércoles. Íbamos en busca de lo que en México llaman «picado», es decir, formas de papel muy delgado, de colores vivos, troqueladas con figuras alusivas a un momento, a una fiesta, a una temporada. Estábamos cerca de la celebración del «Día de muertos» y la mayoría de los «picados» de colores que habíamos visto tenían figuras de calaveras femeninas o masculinas, bailando, tocando guitarra o conversando, todos, como era de esperar, con sombreros, faldones, botas, guitarras y guitarrones, ojos vacíos y bocas abiertas, casi sonrientes, con vacíos en lugar de dientes.

Alguien, uno de los tantos vendedores que pululan, nos dijo que en esas calles los encontraríamos. Si hubiéramos seguido derecho por la calle Moneda habríamos encontrado el Museo Cuevas fácilmente, pero no, como nuestro interés estaba en los «picados» no seguimos la calle Moneda, volteamos en la primera esquina, la calle Correo Mayor y entramos en todos los recovecos que encontramos a lado y lado. El gentío, vendedores, clientes y compradores de cualquier cachivache o, espontáneos sin nada más que hacer que pararse en una esquina o recostarse contra un muro o conversar con otro sobre algún suceso del momento, apretujaban la circulación. Es posible decir que en estas calles había de todo, no solo en cuestión de mercancías, también de gentes. Había grandes, chiquitos, gruesos y delgados, los había que reían o vigilaban sus mercancías con cuidado; vi una mujer al punto de las lágrimas y un hombre también, estaban a punto de separarse y el momento era superior a sus fuerzas. Por la calle Correo Mayor llegamos a la calle República de Guatemala. La congestión era igual, se podría decir que lo visto y oído de la calle anterior se repetía centímetro por centímetro; sin embargo, una diferencia pequeña, porque frente a ese gentío cualquier cosa es pequeña, algunos automóviles transitaban al paso que el tumulto permitía. Y todo parecía normal, la gente acostumbrada al paso de los carros y los carros al paso de la gente. Seguramente lo que no se encuentre por allí no existe. Vimos muchas cosas, demasiadas. Vimos mucha gente, demasiada. El ruido de las voces y las músicas distintas cada diez metros, era ensordecedor y los olores de comida en puestos donde comensales parados o caminando, satisfacían sus antojos, eran penetrantes, sin mencionar los que levanta una multitud semejante.

Entramos por todas las puertas y recorrimos todos los recovecos. Vimos como ya he dicho, todo. Todo menos los «picados». Entrábamos en un almacén de fantasías y salíamos por otro de loza a la pieza, de figuras religiosas o de telas. Debo decir que no me molestaba, para nada, el gentío. Algo, en esta desorganización debe suceder que no pase inadvertido o por el contrario, todo sucede al mismo tiempo y nada pasa inadvertido, por esto puedo decir que vi gentes de todos los tamaños y colores, escuché voces en todos los tonos y volúmenes, y vi todo tipo de material y color, de mercancía. Creo incluso que en cierto momento, poco antes de que la coincidencia se diera, comencé a confundirme con lo visto en unas estanterías que seguramente había visto igual, o casi igual, algunos metros antes. Lo mismo me sucedió con las personas, pero eso es normal, la gente se repite sin avisar, basta con estar atento para notarlo. Había de todo, menos «picados».

Al salir de un almacén de telas, del que imaginé había salido, por lo menos, en dos ocasiones, nos encontramos, mi mujer y yo, frente a una fachada enorme que la falta de multitud hacía más evidente. En el centro de la fachada había un portón grande, de doble altura, marcado con el número trece, unos parqueaderos reservados y una placa al lado del portón: Museo Fundación José Luis Cuevas. El encuentro fue inesperado. Ignorábamos que el Museo Cuevas tuviera sede por aquellas calles del Centro Histórico a pesar de que el mismo Cuevas había mencionado en repetidas ocasiones su gusto por el barrio histórico. Nació cerca, sus calles eran frecuentadas por prostitutas aun desde los años de su juventud. El Museo se inauguró en el número trece de la calle Academia en el antiguo Convento de Santa Inés en 1992. Pero lo ignorábamos. A pesar de haber seguido los dibujos y grabados de Cuevas en publicaciones y libros desde hacía ya bastantes años, la existencia del Museo en aquella parte del DF era una novedad para nosotros. Lo primero que encontramos después de comprar nuestro tiquete, preguntar si tenían un catálogo con la obra de Cuevas —no tenían— y cruzar la puerta de entrada, fue un patio cuadrado donde puertas, arcos, columnas, parecían del doble de la altura normal, aunque no hubiéramos podido decir, ni en ese momento, ni ahora, cuál es el tamaño normal.

En el centro del patio una escultura, tan alta como los dos pisos dobles del edificio, nos miraba sin sorpresa «…en las húmedas brumas que flotan en sus ojos…» como dice «La Giganta» de Charles Baudelaire que la inspiró. Dejar la multitud, el ruido, los estrujones que circulan por las calles cercanas y entrar en el recinto del Museo, en silencio y casi solitario, fue como cambiar de época, de lugar, de hora. «La Giganta» nos miraba desde su altura y con señas imperceptibles de sus ojos, fue lo que nos pareció, nos invitaba a entrar, a seguir el recorrido de las salas. Una parte de la obra gráfica, la sala erótica, en el primer piso; un vitral con otro de sus dibujos al final de las escaleras, hacia el segundo piso, y luego dos salas con autorretratos. Los autorretratos tienen siempre un halo de narración, de hablar lo callado, quizá de decir más de lo esperado. Los autorretratos en el Museo Cuevas fueron realizados entre el treinta de diciembre de mil novecientos setenta y dos y el primero de enero del setenta y tres. Son más de veinte, se nota por cierto frenesí en la línea, dibujados entre una celebración y otra o en la misma, de aquellos días finales de año. Cada dibujo va marcado con la hora y la fecha, hay entre algunos de ellos un cuarto de hora o, en ocasiones, más tiempo de diferencia. La minucia del detalle en horas y minutos, y la espontaneidad del trazo, son testimonio de un momento donde lo importante no era la representación sino el momento.

Recorrimos el Museo. Nos demoramos en cada sala, pasamos por las otras salas y el pasillo del segundo piso que da la vuelta al patio y desde donde es posible mirar a los ojos, a la altura de sus ojos, a «La Giganta». Y cuando regresamos al ajetreo de los alrededores recordamos que habíamos olvidado los «picados»; sin embargo el sentimiento de habernos cruzado entre calles y recovecos con los personajes que luego veríamos en los trazos y la mirada de Cuevas, quedó; quizá, el recorrido fue la antesala de lo que nos tenía preparado. Al día siguiente comprobamos que el vendedor que nos dijo que por allí encontraríamos los «picados» no estaba tan equivocado. En la dirección que nos indicó pero más lejos de lo que imaginamos, en el Mercado de La Merced y en el de Sonora, a donde fuimos en compañía de nuestros amigos mexicanos Maru y Patrice. Encontramos los «picados» que buscábamos, de todos los colores y de todos los precios, aquellos que el encuentro con Cuevas casi nos hizo olvidar…

José Luis Cuevas murió el 3 de julio [de 2017]. Después de aquel encuentro espontáneo con su Museo hemos regresado en varias ocasiones. Cada vez que tenemos la oportunidad de pasar por el DF la visita a Cuevas es inevitable y, siempre, encontrarnos con sus personajes o sus autorretratos es una experiencia que comienza…

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*Saúl Alvarez Lara es escritor, editor, pintor, ilustrador, diseñador. En 2001 publicó el libro de cuentos «Recuentos», el cual fue primer premio del Concurso de la Cámara de Comercio de Medellín. En 2002 publicó «El Teatro Leve», cuentos, publicado por el periódico Vivir en El Poblado de Medellín en coedición con la Editorial Universidad de Antioquia, narraciones a partir de ilustraciones realizadas por el pintor colombiano Humberto Pérez Tobón. En 2003 publicó «El sótano del cielo», cuentos, publicado por la Editorial Universidad Eafit de Medellín. En 2005, «La silla del otro», novela, publicada por la Editorial Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín. El mismo año recibió la beca de la III Convocatoria de Proyectos Culturales de la Alcaldía de Medellín por la novela «¡Otra vez!», publicada en 2007 por la Editorial Hombre Nuevo de Medellín. En 2011, «Las musas del teatro leve», narraciones a partir de ilustraciones del artista catalán Sergio Mora, publicación digital de BCN Base de Barcelona. En 2013, «Tres cuadernos: 1. Testigos urbanos. 2. Pasajeros de bus. 3. Signos de ciudad», ficciones y fotografías, publicados por La Fundación Arte y Ciencia de Medellín. En 2014, «Sensibilidad nómada. Lo inesperado va por mi cuenta», exposición de ficciones y fotografías en la Galería Banasta. Complex de Llanogrande. Rionegro. En 2015, «Con los ojos bien abiertos» cuentos, coincidencias y serendipias. Publicado por Ficción La Editorial de Medellín. En 2015, «Sin título. Técnica mixta» Ficciones con pintores. Textos cortos. Publicado por Ficción La Editorial de Medellín. En 2015 fue finalista del Concurso de Novela Cámara de Comercio de Medellín con la novela «Fisuras». La historia de Urbano Jota y su relación con Dolly, ambos personajes sin nada más para contar que sus propios fracasos. La historia de su relación, accidental, se enmarca en hechos de la historia contemporánea.
En 2015 realizó la exposición en el Museo Maja de Jericó, Antioquia, de los textos que componen el libro: «Sin título. Técnica mixta». Actualmente trabaja en investigación, edición y diseño editorial de contenidos para publicaciones. La Marginalia, el blog, https://www.lamarginalia.com, narra una vez a la semana, los sábados, los avatares de la ficción en el mundo llamado real.

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