Especial Cortazar Cronopio

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UN TEXTO MUY INÉDITO

Por Gustavo Arango*

«Con cuántas tentaciones cae un santo», piensa el sujeto mientras sale de Sabor Latino y se dirige a la estación del subway. Después de pasar la registradora hay unas escaleras como de descenso a los infiernos: un túnel de paredes recubiertas por una grasa negra, una plataforma gris y sórdida, rostros que parecen haber dejado atrás toda esperanza. Con las yemas acaricia el papelito en su bolsillo y se consuela: algo debió querer decir la vida con ese regalo tan extraño. Agradeció que en el vagón hubiera pocos pasajeros. Tenía una llenura insatisfecha y se alegró de encontrar dónde sentarse. Empezó a preguntarse si no correría el riesgo de dormirse, pero no logró considerar las consecuencias. Por momentos sus ronquidos lograban confundirse con el estruendo furioso de los rieles.

Ya ha quedado más o menos claro que la excursión entre los libros de Cortázar le deparó al sujeto montones de hallazgos: comentarios, subrayados, reacciones, cartas inéditas, listas de mercado, las huellas del cuerpo del lector entusiasta. Otra de las tentaciones tentadoras fue un poema de Borges, dedicado a Alfonso Reyes, escrito a máquina y con algunas revisiones. No era probable que Cortázar se hubiera tomado la libertad de corregir a Borges. Parecía más plausible la idea de que el texto mecanografiado hubiera pertenecido alguna vez a ese maestro al que su discípulo le había escrito su epitafio (y la ironía es que el discípulo se murió primero); pero lo cierto es que la presencia del poema de Borges resultaba inexplicable en la biblioteca de Cortázar y que el sujeto resistió esa tentación.

Después de aquellas semanas en la biblioteca el sujeto había quedado con una vaga sensación de llenura, como la que le dejó el pollo en Sabor Latino. Se sentía incapaz de decidir lo que debía hacer con lo encontrado. A veces pensaba que podría escribir un libro, dedicar capítulos enteros a Lewis Caroll o a los místicos españoles (con sus reflexiones sobre el centro y la causa primera) o al Tristam Shandy (con su lector macho y sus claves para entender Rayuela), confesar el milagro secreto con que terminó aquella aventura; pero otras veces pensaba que su único deber era el de divulgar los textos inéditos y olvidarse de minucias, de historias personales. Cuatro años pasaron y el dilema empezaba a transformarse en olvido cuando una revista llamada ‘Cronopio’ (¡qué casualidad!) revivió en el sujeto el entusiasmo por aquella remota aventura.

El gran hallazgo durante las pesquisas, aquel que podía proclamarse, no había sido el poema de Borges, ni la carta a Caillois, ni siquiera el manuscrito que el sujeto arrastraba por el mundo. El hallazgo importante y divulgable era un texto muy inédito que había aparecido en la última página de un libro, que parecía puesto allí para que alguien lo encontrara.

El sujeto, ya se ha dicho, vivió varios pasajes de su vida obsesionado por Cortázar. Conoció al escritor belga por accidente, cuando buscaba novelas de Julio Verne y le llamó la atención un libro que se llamaba «La isla al mediodía y otros relatos». El primer libro que escribió el sujeto fue una biografía de Cortázar. Cuando viajó a París, se dedicó a recorrer la ciudad usando las obras de Cortázar como guía: encontró una maga en el Pont des Arts, una flor amarilla en el jardín del Luxemburgo, un camaleón mirándose a los ojos en el Jardin des Plantes. Un mañana, durante aquel viaje, se despertó con la idea de buscar a Aurora Bernárdez, la primera esposa de Cortázar, y la encontró sin problema en el directorio telefónico. Esa misma tarde tomaron un café en el apartamento de la ‘Place du general Beuret’ donde Cortázar vivió por muchos años. El sujeto le regaló a Aurora su libro sobre Cortázar; ella le reveló la historia de los últimos pasos (la visita a la biblioteca del Arsenal antes de llegar al hospital Saint Lazare) y las últimas palabras: «Que me den un calmante». Cuando se despedían descubrieron lo que ninguno de los dos había notado antes: que era el 26 de agosto, el día en que Cortázar habría cumplido ochenta y uno. De manera que el sujeto se habría sentido más o menos autorizado para responder sin titubeos si alguien le hubiera pedido que definiera la vida y la obra de Cortázar con una sola palabra.

Habría dicho: «figuras».

Luego habría pedido permiso para desarrollar la idea un poco más, para explicar que las figuras, las coincidencias, las casualidades que no son tales, las redes de acontecimientos, las constelaciones de las que somos parte, fueron la obsesión central de ese lector entusiasta. Las figuras están en la mirada caleidoscópica de Persio, ese bicho que observa con ojos de mosca los movimientos de los pasajeros del barco, en la primera novela de Cortázar. Las figuras están en relatos como «Las líneas de la mano», donde una carta en una mesa se conecta —por una línea muy fina— con un arma que apunta a la sien de quien la empuña. Están en las obsesiones de Oliveira por mandalas y centros y carpas de circo y paraguas rotos y rayuelas; en el interés de Morelli por el arte medieval, por esas formas de escritura que abren puertas a «otros lados». Si el que escucha no se ha ido ni se ha dormido, el sujeto podría concentrarse en el capítulo 62 de Rayuela, señalar la nota de pie de página donde la ciencia parece asomarse a una revelación mística: que todos somos trazos de un dibujo que muy de vez en cuando permite entrever la mano que le da forma. Si hay paciencia y atención, el sujeto podría hablar luego de la novela que nació en ese capítulo, podría detenerse por un rato en el comienzo de «62/Modelo para armar», para degustar el vino en el restaurante Polydor, para ver el desfile de coincidencias: la palabra que alguien lee justo en el momento en que otro alguien la pronuncia, la coyuntura mágica, los relojes del cielo que siempre nos dejan sorprendidos y mudos.

Y entonces, si acaso alguien persiste en escuchar, sólo entonces el sujeto podría contar que la presencia de «Mimesis», de Eric Auerbach, en la lista de los libros de Cortázar era como una promesa o un llamado. Podría decir que siempre tuvo la sospecha de que el concepto de figura en Cortázar tenía una deuda grande con ese clásico de los estudios literarios; que si la deuda no había sido jamás reconocida era porque significaba reconocer también un vergonzoso interés por las dimensiones religiosas de la vida.

Pidió el libro al funcionario sin hacerse ilusiones. Ya le había ocurrido varias veces que los libros de los que más esperaba lo habían decepcionado; mientras otros que pedía por no dejar llegaban cargados de regalos.

Recibió el libro sin abrigar esperanzas, creyendo que esperar nuevos hallazgos era una forma de la avaricia.

Leyó, sin entender esa señal, la frase escrita en la primera página: «Conviene, para recordar las líneas de este libro, leer primero el epílogo».

Hojeó el libro y comprobó satisfecho que había subrayados, anotaciones en los márgenes. Luego fue hasta las páginas finales, donde casi siempre Cortázar hacía índices temáticos, y cuando ya se devolvía hasta las páginas iniciales algo lo hizo volver a mirar.

Lo que allí había no era un índice temático: era un texto completo, breve y marcado con la fecha de escritura, un cuento corto o una prosa poética, una cosa ligera como el canto del que hablaba, un breve himno a las figuras de las que formamos parte; tal vez olvidado, quizá intencionalmente reservado para aquel que hiciera al viaje al centro de la figura.

Tenía el nombre bien puesto: se llamaba «Polizón», y pudo haber seguido escondido en ese libro por años o por siglos.

Polizón

La canción la silbaba el marinero de proa
y del viento pasó a los labios del grumete en el pañol
repitiéndose, más aguda, hacia el puente donde una pasajera
la tuvo entre los dedos como un vilano,
dejándola flotar  hacia atrás, titubeante,
en busca de alguien que supiera alzarla del silencio que acechaba.

Fui yo quien vino a salvarla de la charca en que se hundía,
y la dejé seguir hasta el tripulante de boina azul
que abrazado a un ventilador jugaba al oso;
por él nació otra vez, grave y segura,
y ya nada detuvo su ronda hasta la popa
donde un marino de dormido rostro la sostuvo un segundo.

(Ay, ay,
ay, ay,
canta y no llores ____)

Y la dejó ir, burbuja última mezclándose al pavo real furioso de la estela.
Provence, 18/ 10/ 57

Última parte: Milagro en la biblioteca.
____________________
*Gustavo Arango es profesor de literatura latinoamericana en la Universidad del Estado de Nueva York, sede Oneonta. Es Comunicador Social de la UPB y recibió los títulos de Master of Arts y PhD  en Literatura de la Universidad de Rutgers (New Jersey). Es autor de varios libros de cuentos y novelas, entre ellas El país de los árboles locos y El origen del mundo, finalista del Premio Herralde 2007. Como periodista, fue editor del suplemento Dominical del diario El Universal de Cartagena y recibió el Premio Simón Bolívar en 1992. Ha publicado varias recopilaciones de sus crónicas y artículos de opinión, así como los libros de investigación periodística Un ramo de nomeolvides: García Márquez en El Universal y Un tal Cortázar.

5 COMENTARIOS

  1. Pero que suerte inmensa encontrar esto y que emocion el descubrimiento de eso tan diafano que compartes. Sin duda solo existen maravillosas coincidencias. Gracias por darnos permiso de encontrarnos en los vaivenes de tus palabras una vez mas y darnos cuenta de que tienes toda la razon del mundo.

  2. Supongo que me daré una pasada por la Fundación Juan March y les traeré el dato de vuelta. Muy bonito como siempre Gustavo.

  3. Hola Daniel,
    Mira donde volvemos a encontrarnos. Te acuerdas del verano del 95 en La Rábida? Me da mucho gusto volver a saber de ti. Me quedó la duda por lo de la fecha y volví a mirar una fotografía sin mucha definición que tengo del texto. Me parece que sí es la fecha. De todas maneras se podría pedir a la gente de la Fundación Juan March que lo confirmen. El texto está, como lo dije, en la última página de «Mímesis». POr cierto, al revisar la foto descubrí una frase adicional en el borde inferior de la página que voy a incluir en la última entrega de la serie. Me dará mucho gusto saber más de ti y reanudar el diálogo. Mi correo es arangog@oneonta.edu Un abrazo, Gustavo

  4. Estupendo el rescate de un posible inédito.
    Pero parece raro que Cortázar firmase un poema en «Provence» en octubre de 1957 cuando por su correspondencia sabemos que estuvo en Buenos Aires entre agosto y noviembre de ese año.

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