SALIÓ SILBANDO FUNICULÍ FUNICULÁ
Por José Cardona-López*
Sí, era una verdadera lástima que Arnulfo Manjarrez se hubiera hecho a un lado en el ambiente de hilaridad con que en la Sección de Archivo se ablandaba la monotonía de recibir papeles y documentos para archivar, de ocho a cinco y de lunes a viernes. Ahora Arnulfo ya no daba ni aceptaba bromas. Reía muy poco y se irritaba con la menor chanza que le jugaran. Su cuerpo naufragaba en una adrenalina muy espesa y los ácidos del estómago escurrían a chorros. Varias cuotas de la hipoteca de la casa atrasadas y como nueve deudas acumuladas lo tenían a centímetros de la desesperación total. No era ni un cuarto de la sombra del buen bromista que habían conocido por años.
Compartiendo un café sin Arnulfo porque Arnulfo había ido a la Caja Nacional a recoger unos frascos de Milanta, como con nostalgia los demás recordaron las tardes de los viernes en que hacían rueda para desternillarse de risa por las imitaciones de voces que él hacía. Imitaba voces de cantantes, de personajes de la televisión, de funcionarios del Instituto, del Presidente, de ministros y hasta ministras. Las imitaciones eran exactas, igual los gestos.
Diana del Carmen estaba enterada de la vida de Arnulfo Manjarrez, y por ella Guillermo, Joaquín, Juan Alberto y Luis Carrillo, el Jefe de la Sección de Archivo, conocieron muchos detalles de lo que le pasaba a él. Definitivamente Arnulfo padecía de un mal período y todos tenían que aprender a convivir con él.
—No hay mal que dure cien años ni oficina que lo resista ―dijo Guillermo con la mirada arriba de los bifocales.
—Lo malo es que apenas llevamos siglo y medio, y al paso que andamos llegaremos a los dos meses —replicó Juan Alberto.
El dinero que Arnulfo juntó para pagar dos cuotas de la casa tuvo que encontrarlos con prestamistas de usura y en otras oficinas del Instituto. En la suya, incluido Carrillo, ya nadie podía prestarle plata al otro.
Una mañana Arnulfo tuvo que ir a la bodega de Archivo Muerto a buscar unos documentos para la División de Compras. Desde el día anterior estaba por bajar, pero se había inventado más de una disculpa para no hacerlo, sabía que esos documentos estaban muy refundidos. La última ocasión en que había organizado papeles de la División de Compras el cansancio lo tenía molido y había dejado por ahí varios paquetes, mezclados con los de otras dependencias del Instituto. Y ahora tenía que ir a escarbar en el Archivo Muerto para buscar documentos precisamente de la División de Compras. ¡Lo que me faltaba!, pensó. Luego de unas cuantas maldiciones que se dijo no tuvo más que resignarse y bajar a la bodega.
Los empleados de la Sección de Archivo eran los únicos que tenían acceso a la bodega del llamado Archivo Muerto. Allá se guardaba por años, que llegaban a sumar décadas, todo papel que no correspondiera a los dos o tres últimos años de labores en cada dependencia del Instituto. La luz de la bodega la daban un par de lámparas fluorescentes instaladas en los extremos centrales del cielo raso. Cuando lo buscado era algo que debía estar en los estantes del medio, se disponía de la mayor luminosidad posible. Si estaba en algún estante de los costados, los ojos bregaban mucho en la lectura de las letras que marcaban la caja, el paquete, y volverse ojos de gato para escarbar como perro en los papeles. Cada empleado de la Sección evitaba visitar esa bodega hasta cuando sus dioses se lo permitieran. Por más orden que pusieran entre los estantes, entre las cajas y paquetes de papeles, buscar algo insumía cuando menos tres cuartos de hora de dispendiosa labor.
La bodega de Archivo Muerto, claro está, era un lugar perfecto para instalar cascadas de risas entre los empleados de la Sección. Si en ella coincidían dos buscando algo, quien se desocupara primero apagaba la luz antes de salir. El otro quedaba condenado a oscuridad total, caminando a tropezones, sólo apoyado en maldiciones y palabrotas mientras palpaba hasta encontrar el interruptor. No era raro que el pomo interior de la puerta estuviera untado de una grasa blancuzca que no se sabía cómo había llegado a la bodega, o que en medio de dos estantes alguien pusiera un asiento caído. En la oficina la víctima contaba de lo sucedido y la risa con sus brincos ocurría. Después, cuando menos se esperaba, venía el desquite, y la risa seguía.
Luis Carrillo tenía cuatro años de graduado como economista y casi uno en su primer trabajo, en la jefatura de la Sección de Archivo del Instituto. Era un hombre joven, el mayor entre dos hermanos que vivían solos en Bogotá. Su hermano estudiaba sociología en la Nacional y a cada rato éste desaparecía por días sin dejar señas de dónde estaba, por lo que a Carrillo el alma le boqueaba desde un hilo y sus noches se hacían largas y muy blancas para pensar en secuestros, desapariciones y cosas por el estilo.
Carrillo acostumbraba charlar y pasar momentos cargados de chanzas y salidas agudas con los de la Sección. No era un Jefe complicado, a pesar de la imagen de casi asepsia de yodo que brindaba con su impecable vestir, tan bien rematado en la corbata de marca y su devoción por la música napolitana en las gargantas de Domingo y Pavarotti. Cuando en su radio grabadora no sonaban las canciones napolitanas, él silbaba por horas dos o tres con buena entonación mientras despachaba las gestiones del día. Los conciertos de silbidos de Carrillo eran pegajosos. De repente y casi sin darse cuenta, Diana del Carmen o alguno de la Sección de Archivo resultaba con los labios encapullados para dar salida a todo viento a las notas de Funiculí Funiculá, Santa Lucía u otra parecida.
—Su porte es de casta natural —dijo Diana del Carmen una mañana al ver llegar a Carrillo. Se le pareció a un ejecutivo de trasnacional bajando de un avión privado—. Es que la elegancia no se improvisa—. Luego se regó en comentarios sobre la ropa de Carrillo.
—Y si la elegancia es de segunda, menos —agregó Joaquín. En una reunión había notado un ruedo descosido en el pantalón de Carrillo.
Lo que no admitía discusiones era que él les había caído bien a todos por su actitud amable en la jefatura de la Sección y por sus chistes y silbidos de canciones napolitanas. Sus chistes eran de verdad buenos, ingeniosos. Lo que más les gustaba era la brevedad de ellos. Creaba la situación con una o dos frases, y venía el implacable puntillazo, el remate que extraía risas desde los talones.
A diferencia de los anteriores Jefes que habían tenido, por lo menos una vez a la semana Carrillo iba a la bodega del Archivo Muerto a buscar documentos. A los comentarios que una mañana le hizo Diana del Carmen sobre aquella rutina, él le respondió que quería aprender a desenvolverse en ese archivo.
—No es mala idea que todos participemos en todas las labores. Por otra parte, como Jefe debo conocer cada uno de los mecanismos de trabajo de la Sección—. A ella le pareció que había leído las mismas palabras en un artículo para ejecutivos de Vanidades, y le hizo llevar un café al Jefe.
No era raro, pues, que cuando alguno de los empleados fuera a la bodega del Archivo Muerto, allá encontrara a Carrillo, con la camisa arremangada, removiendo papeles con unas manos que parecían pinzas de filatelista, y silbando alguna melodía napolitana, como si estuviera saliendo de la ducha. Dejaba de silbar para estornudar escandalosamente, con las puntas de los dedos pegoteadas de mugre de años en la nariz, y luego, con estoicismo y buena afinación, volvía a hacer sonar su trompetilla.
Antes de llegar al Archivo Muerto, Arnulfo fue a averiguar por una solicitud de préstamo que tenía en el fondo mutual de la División de Mantenimiento.
—Vuelva en dos semanas a ver si de pronto —dijo el tesorero del fondo y le mostró una lista de espera enorme.
Con aquel si de pronto clavado como un nudo de púas en el estómago, Arnulfo fue a meterse al Archivo Muerto. Por debajo de la puerta vio una raya de luz, alguien escarbaba en cajas y paquetes. Entró sin hacer ruido y se dirigió a uno de los estantes de los lados. En silencio, bregando con su disgusto por lo del préstamo y con la luz tan escasa, luchaba por concentrase en cómo empezar la búsqueda de los papeles de la División de Compras.
Después de unos diez minutos, el otro que estaba en la bodega terminó con su labor y Arnulfo aún no tenía ni siquiera una pista mínima para encontrar los documentos. Con envidia escuchó que el otro retornaba a los estantes los paquetes que había tomado. No sabía quién era el que estaba allá y no le importaba saberlo, pero quería estar en aquellos zapatos, haber terminado con su tarea. Mientras Arnulfo se acuclillaba para mirar en unos paquetes, el otro se dirigió a la puerta silbando Finiculí Funiculá y la luz de la bodega desapareció. Arnulfo se atragantó a manotazos de furia y madrazos. Dando puños contra unas cajas se retorció en el aceite de su neura, disparando invectivas contra Luis Carrillo. Entre estantes, oscuridad, cajas y rabia, fue en busca del interruptor. Imaginó las risas de la oficina cuando Carrillo contara lo que acababa de hacerle a él en la bodega. Pensó en las carcajadas con zapateos de Joaquín, en las risas como aullidos a la luna de Juan Alberto, en las de muchos vatios de Guillermo, y la espuma entre verde y amarilla de su rabia aumentaba. Reanudó el oficio en la bodega, tratando de concentrarse, bregando con su ira y los planes que empezaba a diseñar para desquitarse del Jefe. Luis Carrillo me la pagará, se decía. Yo no he vuelto a hacerle chanzas a él ni a ninguno de la Sección. Merezco respeto. Por más Jefe que sea, esta mirla napolitana debe respetarme.
A la hora del almuerzo los de la Sección no lo vieron. Arnulfo prefirió almorzar solo y regresar rápido a trabajar en el Archivo Muerto. Antes de la una y media subió a la oficina con los documentos de la División de Compras. Tenía las manos negras de mugre y la mente ocupada en lubricar el plan del desquite que descargaría sobre el Jefe. El motivo central del plan era el hermano de Carrillo, que tenía ya siete días sin pisar el apartamento. Arnulfo puso los documentos sobre un archivador. Miró a los compañeros de oficina y todos estaban concentrados en sus papeles. Le pareció que lo miraban de reojo, como con ganas de volver a soplar las risas que con seguridad habían tenido en la mañana, y su pensamiento se inundó de una imagen en la que el huracán de las carcajadas pasaba una y otra vez por los pechos y gargantas de la Sección. Sintió que la humillación por la burla le acalambraba la respiración y fue a lavarse, a restregarse manos y rabia en el baño.
Con el pretexto de que necesitaba ir a conseguir una solicitud de préstamo en el fondo mutual de la División de Registro y Control salió de la oficina. Llegó al primer piso del Instituto y fue a la calle. Desde un teléfono público fingió una voz muy grave y le pidió a Diana del Carmen que lo comunicara con el señor Luis Carrillo.
—Está ocupado en una reunión —respondió ella, como solía hacerlo ante una voz desconocida.
—Es muy urgente, estoy llamando desde el Hospital San Ignacio.
—¡Ay, no! ―exclamó Diana del Carmen con los ojos muy abiertos, con una mano en la boca. Comprendió que debía pasarle la llamada al Jefe.
Con tono y vocablos de paramédico, Arnulfo le hizo saber a Luis Carrillo que a su hermano lo acababan de entrar por urgencias.
—¿Y cómo está él? —preguntó con la voz a pedazos, luego de exclamar ¡no, cómo así!, ¡imposible!
—No sé, no puedo decirle nada, usted sabe. Sólo los médicos pueden darle esa información.
—Ya salgo para allá, muchas gracias—. Con unos ojos que casi se le estallaban contra las paredes se puso el saco y a Diana del Carmen le dijo de su hermano.
Arnulfo colgó y fue a tomarse una gaseosa en una cafetería al frente de la salida del garaje del Instituto. En la cafetería estuvo el tiempo necesario para ver a Carrillo cuando salía desesperado en su carro. Hasta pensó que algún día les contaría a los demás lo que acababa de hacerle al Jefe.
Al llegar al pasillo que conducía a la Sección vio que Diana del Carmen hablaba entre lágrimas con dos empleados de otra oficina. Juan Alberto acababa de irse a llevar unos papeles a la División de Personal y los otros dos estaban en el Archivo Muerto. Ya Diana del Carmen había bajado a comunicarles la noticia, sólo faltaba por decírsela a Arnulfo. El echó mano de sus mejores capacidades de imitador y se organizó una cara de gran consternación al escucharla. Con mecidas de cabeza lamentó mucho lo ocurrido.
—¡Qué vaina, pobre muchacho! El Jefe debe estar enloquecido.
—No es para menos ―añadió ella, retocándose el rímel. Fue a llevar la noticia a otras oficinas.
Arnulfo caminó despacio y sonriente hasta su escritorio. Con movimientos lentos y sin permitir que la sonrisa se le fuera, se puso a buscar entre sus papeles el memorando de solicitud de los documentos de la División de Compras. Lo encontró y fue al archivador por los documentos.
El teléfono empezó a timbrar y él suspendió lo suyo para responder.
—¿Arnulfo? ―preguntó una voz neutra.
—Sí, soy yo—. Pensó que de pronto era una llamada por lo del préstamo que había solicitado en el fondo mutual de la División de Mantenimiento, y una leve corriente de felicidad le hizo abrir mucho los ojos—. ¿Con quién hablo?—. Hubo un silencio como de tres segundos seguidos por un carraspeo. Después Arnulfo escuchó que en el teléfono alguien silbaba Funiculí Funiculá.
* * *
Cronópiolis es una columna para www.revistacronopio.com de José Cardona López sobre reflexiones, ensayo y obra creativa.
____________
* José Cardona López, Regents Professor de literatura hispanoamericana y creación literaria en Texas A&M International University. De ambas disciplinas también fue profesor en la escuela de español de Middlebury College (2003-2011). Ha publicado la novela Sueños para una siesta (1986) la nouvelle o novela corta Mercedes (e-book, 2014) y los libros de cuentos La puerta del espejo (1983), Siete y tres nueve (2003), Todo es adrede (1993, 2009) y Al otro lado del acaso (2012). Como investigador académico ha publicado el libro Teoría y práctica de la nouvelle (2003) y la plaquette en portugués Versos para um ser ideal: «muger fermosa» de Juan Ruiz e «receita de mulher» de Vinícius de Moraes (2014). Cuentos, microficciones, poemas, ensayos y artículos suyos han aparecido en libros y revistas impresas y electrónicas de Colombia y el exterior. El director de cine independiente Luis Gerardo Otero ha filmado tres cortometrajes y un mediometraje a partir de tres cuentos y una nouvelle suyos.