Literatura Cronopio

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HIJOS DE UNA MISMA MADRE

Por Norvey Echeverry Orozco*

Eran moscas gigantes volando sin tener un rumbo fijo, así iban por la Vía Láctea los meteoritos. Cinco mil millones de años atrás ella todavía no había nacido, no se había escuchado su mar llorar al golpear las piedras de las costas, tampoco sus pájaros ofrecían serenatas, ni mucho menos los leones se correteaban con las cebras en el África. ¡De ella no había nada más que las ganas de ser algún día! Si acaso, cinco mil años atrás, el sol, una diminuta estrella, comenzaba a brillar, después de haber estrellado su pequeño cuerpo con otros meteoritos.

Aparecía en escena la gravedad, haciendo chocar a las piedras aquellas entre sí. Era la lucha libre del momento: gordas contra pequeñas, pequeñas contra cualquiera. ¡Bum! Un choque dejaba en pedazos los sueños de aquellas que querían ser planetas. Misteriosamente, por pura casualidad, entre tanto choque, se formó una cooperativa de ahorro y crédito de grandes rocas. ¡Bum, bum, bum! Ardían, estallaban, temblaban; escupían nubes de polvo y humo.

Todos los seres vivos (sin importar tamaño, raza, religión; sin importar si vuelan, nadan o caminan) son hijos de una misma madre. Entre los edificios de papeles que componen las principales notarías de Grecia, su nombre aparece registrado como Gaia, hija del universo. Muchos kilómetros al sur, en las notarías del Perú, con edificios de papeles más pequeños, ella fue registrada con los nombres de Pachamama, o Mama Pacha. En los diccionarios científicos, su primera identidad, la que registra en Grecia, se define de la siguiente manera: «Entidad compleja que implica a la biosfera, atmósfera, océanos y tierra». El nombre que registra en Perú y en otros países de Latinoamérica, se define como: «Pachamama es un concepto que procede de la lengua quechua. Pacha puede traducirse como ‘mundo’ o ‘Tierra’, mientras que mama equivale a ‘madre’. Por eso suele explicarse que la Pachamama es, para ciertas etnias andinas, la Madre Tierra».

Parecía que, —con la poca suerte que tenían los planetas para dar vida, crecer, tener agua, animales y diferentes climas—, ese bebé que iba por el espacio rodando moriría atropellado por otro mucho más grande que se impusiera en su camino.

—Gaia, querida, ¿te puedo dar un beso? —gritó una bola ardiente que pasó rosando su hombro derecho una tarde en la que llovían a cántaros los meteoritos.

—¿Quién es usted, sumercé? —Preguntó Gaia, mientras el sujeto aquel se alejaba a miles de kilómetros por hora.

—¡Soy Tea!

—¿Fea?

—No. ¡Tea!

—¡Ah!… Tea. Yo no conozco a ninguna Tea.

—Gaia, no importa. ¿Me puedes dar un beso?

—No, yo a desconocidos no les doy besos.

Gaia sabía que un solo beso de aquel extraño, siendo ella tan pequeña, podría fracturarla en dos. Por eso, al ver su fragilidad, comenzó a comer el doble de meteoritos todos los días.

—¡Pues yo se lo voy a robar! —gritó Tea.

Pasaron varios años. Gaia se había olvidado del incidente incomodo con aquel desconocido. Ahora su madre, la Vía Láctea, comenzaba a regañarla más seguido.

—Mija, ¿por qué estás comiendo tanto?

—Porque así pocos hombres se enamorarán de mí, mamá.

—Mira a Júpiter… Feo y olvidado: está a más de 778 millones de kilómetros del sol.

—Tienes razón, mamá. ¡Pobre Júpiter!

—En este momento tiene once veces tu tamaño, ¿te quieres ver así, Gaia?

—No, amá, ya he comido lo suficiente. Con mi tamaño ningún astro podrá despedazarme en mil pedazos.

Dos horas después de que su madre la hubiera regañado, sin aviso previo, Tea chocó sus labios ardientes contra los de Gaia, dejándole una gran cicatriz, a la que ella, por cariño, bautizó como la Fosa de las Marianas. Fue tanta la pasión que se quemó en el acto, que del encuentro amoroso nació la Luna.

—Ah, qué pereza con usted, Tea, yo todavía no quería ser mamá.

—Yo te puedo ayudar, corazón.

—Bueno, entonces engendre usted a esa niña.

La niñita aquella era solitaria, tímida y pálida. En los primeros años de su vida, Gaia presentía que sufría alguna extraña enfermedad, porque su temperatura corporal no era similar a la del Sol, ni a la de ella.

—¿Estás bien, mi amor? —gritaba Gaia, desde veintidós mil kilómetros, la distancia que tiene la vuelta de la esquina en el universo. Después de una eterna espera de días, la respuesta llegaba desgastada con eco.

—Sí, mamá, mamá, mamá. Estoy bien, bien, bien —la voz se escuchaba apagada.

Gaia, de inmediato, le gritaba al Sol para que animara a la niña.

—Sol, mi cielo, refléjale luz a la niña, que está como aburrida.

—Claro que sí, mi ‘tierrita’.

—Sol, ¿usted por qué sale en mi firmamento solo tres horas al día? —Preguntó Gaia— ¿es que acaso se está yendo a alumbrar otros planetas?

El impacto que le había dado Tea a Gaia había hecho que ella girara más rápido, por ende un día completo duraba solo seis horas.

—Es que usted molesta mucho y es muy celosa—respondió él.

—No le voy a volver a hablar.

—Por mí mejor, no me hable… Mejores planetas que usted hay.

—¡Sí, claro, mijitico! Con usted y sin agua… Se mueren de sed.

Después de la fuerte discusión, la Tierra y el Sol decidieron divorciarse, siguiendo con una buena amistad, pero desde lejos. La custodia de la niña la ganó él, pero la Luna, rebelde por su edad, cada quince días, por ser tan grande su madre, visitaba la mitad de su cuerpo. Gaia entró en depresión. Fue tan complejo su estado mental, que toda su piel se congeló.

Miles de años después, hasta su puerta llegaron los dinosaurios, muy formales se presentaron con sus brillantes colores y sus ocho metros de altura. Eran tres amigos, dos hombres y una mujer, Amanda, José y Miguel, que se dedicaban a cantar rancheras en los bares de su pueblo natal.

—Buenos días, doña Gaia. Estamos buscando una casa para arrendar, ¿usted de casualidad sabe de alguna?

—Yo había hablado con Marte, el problema es que allá no hay agua.

Todos se miraron entre sí con tristeza. Dos segundos se tardaron para desechar la oferta.

—No, pero es que una casa sin agua no llama la atención.

—Es muy probable que ustedes allá se mueran…

— ¿Nos puede arrendar la Tierra, señora Gaia? —Interrumpió de inmediato el menor de los tres, José, y agregó—: nosotros la cuidamos. Prometemos no hacerle daño a la fachada ni a las paredes.

—Mmmm —pensó ella para sí que aquellos dinosaurios le podrían cantar a sus penas.

—Confíe en nosotros, señora Gaia.

—Bueno, está bien… Con una condición.

—¿Cuál?, la que usted diga.

—Que van a sembrar árboles y no se van a beber toda el agua que hay en los ríos, tampoco la del mar, porque si lo hacen les dará diarrea crónica.

—Pero por supuesto, doña Gaia, cuente con eso, ni más faltaba. ¿Algo más?

—No… Nada más…

Los dinosaurios, saltando, habían comenzado a poner celosas a las placas tectónicas, que, entre ellas, comenzaba a murmurase el chisme de que los gigantes aquellos las dejarían sin trabajo.

—¡Esperen! Falta lo más importante…

—Díganos qué es, sumercé linda.

—No se van a comer las manzanas de los árboles, porque los mando a sacar de la tierra con la policía antidisturbios (los meteoritos), y ustedes bien saben que a mí, solo por poner un ejemplo, cuando me he atrasado en las cuotas de arriendo, me han pegado mucho.

En los libros de antropología, se describe a Gaia físicamente con una piel que está dividida en tres partes. Dos de ellas son de color azul, las otras, en donde viven siete mil millones de personas, cafés y verdes. El registro de nacimiento de sus primeros descendientes, dice que tiene cerca de cuatro mil seiscientos millones de años y que, aproximadamente, a ella, como una buena madre que es, le quedan otros cuatro mil quinientos millones más de vida, hasta que el sol le brinde su luz.

Gaia engendró primero el aire y las estrellas (donde están sus suspiros y su aliento), después los océanos, los inmensos océanos (en donde circula su sangre). Extendió su vida de norte a sur. En algunas notarias dicen que el creador de su inmensidad y su grandeza fue Dios. Que en siete días la formó. ¿Será posible crear una hija con tantas cualidades en siete días? Dicen que el primer día le dio luz, el segundo agua, después la tierra, los astros, los peces, los pájaros, los animales terrestres, y, después de tanto trabajo, los seres humanos. Según un obispo, la creación de la madre se dio el 23 de octubre de 4004 a.C. ¿Alguno de sus tantos hijos le celebra su cumpleaños ese día, si quiera sembrándole uno o dos árboles?

—¿Quién fue el que se comió la manzana? —preguntó Gaia furiosa.

—Perdónenos, doña Gaia, fue un error, anoche José y Amanda estaban borrachos… Se la comieron entre los dos. ¡Perdónenos!

—¡Se van!

—¡No, no nos vamos a ir! —respondió en tono brusco Miguel.

—Conste.

En la piel de Gaia hay rocas con forma de camellos, también de águilas y caballos, otras de cabezas humanas que brotan de la tierra, como los moais, en la Isla de Pascua; son obras de arte que se esculpieron durante muchos años, como resultado de la erosión y otras técnicas de pintura y manualidades que solo conoce ella. ¿A qué madre no le gusta dibujar y llevar sobre su piel la perfección de sus hijos? A Gaia le han dicho de todo, un científico, por ejemplo, de esos que casi matan por expresar que su forma era redonda y no plana, describió que: «La historia de la Tierra no está escrita en ningún libro sagrado sino en la misma Tierra». El Big Bang estalló y le regaló a Gaia el espacio y el tiempo. Surgieron de su vientre el hidrogeno, el helio, el litio, la gravedad y la energía nuclear.

Fueron tantos y tan fuertes los disturbios que soportó la madre de los seres vivos, que todos los que habitaban en ella murieron. Gaia, que es amplia en dar, les ofreció un nuevo chance a los homo sapiens, trogloditas y cavernícolas; perros, vacas, gatos, pájaros, marranos, gallinas, hormigas, culebras, con el número de la suerte que iba a ganar la lotería para vivir, construir, soñar, pensar, crear, creer, volar, en una madre Tierra que los ama como pocas madres aman a sus hijos, sin importar que, en muchas ocasiones, ellos le paguen de la peor manera.

 

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* Norvey Echeverry Orozco. Actualmente estudia Comunicación Social–Periodismo en la Universidad de Antioquia. Ha publicado en medios como De la Urbe, El Espectador, La Oreja Roja, El Colombiano y La Cola de la Rata. En el año 2017 recibió un reconocimiento por parte de la editorial de la Universidad Pontificia Bolivariana, después de que su cuento «La vida es el fútbol, pero el fútbol no vale una vida», ocupara el cuarto lugar de la categoría juvenil.

 

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