Escritor del mes Cronopio

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HABLA, ESPACIO Y CARNAVAL: PELOTA PUEBLERINA AL ROJO VIVO EN «I GET IT» DE LUIS LORENTE

Por Jorge Febles*

Luis Lorente (Cárdenas, 1948) figura entre los más distinguidos poetas cubanos de su generación. Si bien se desempeñó como Asesor Literario de la Dirección Provincial de Cultura de La Habana hasta jubilarse en 2014, eso no le impidió desarrollar una vasta producción, integrada por títulos como Las puertas y los pasos (1975), Café nocturno (1984), Como la noche incierta (1991), obra esta escrita en colaboración con Aramís Quintero, Aquí fue siempre ayer (1997), Esta tarde llegando la noche (2005), Más horribles que yo (2006), El cielo de tu boca (2011), Odios falsos (2012) y Brumas (2013), aparte de la plaquette Ella canta en La Habana y Fábula lluvia (2008), compendio de prosas breves y poemas que el propio autor seleccionó como lo más sobresaliente de su producción hasta la fecha. Asimismo, en 2017 Ediciones Matanzas dio a luz Two Brothers Bar, ambiciosa colección de décimas en que lo popular y descriptivo se codea con la finura estética, posibilitando el que Arturo Montoto, pintor mundialmente reconocido, imaginara dibujos inquietantes para ilustrar los versos de Lorente. Observa al respecto David Mateo: «La connotación plástica, que siempre se ha advertido en el sustrato de las construcciones literarias de Lorente, pudo haber servido de acicate para que aceptara el reto alegórico lanzado por Montoto y continuara ofreciéndole nuevos y más acuciosos pretextos de complicidad» («Filo en el verso» 8).

Entre los galardones con que se ha distinguido la producción poética de Lorente descuellan el Premio Casa de las Américas que se le concedió en 2005 por Esta tarde llegando la noche, así como el premio de la crítica por Más horribles que yo. Textos suyos se incluyen en antologías tan importantes como Nueva poesía cubana (1985), Antología de la poesía cubana (1986), Las palabras son islas (1997), Heridos por la luz (2000) y La madera sagrada (2005). Por demás, aparte de la Isla, el escritor ha leído y discutido sus poemas en foros internacionales realizados en España, Rumania, la República Dominicana, México, los Estados Unidos, Chile, Venezuela y Nicaragua, lo cual denota la importancia de su labor creadora.

Para emplazar «I get it» [1] —breve anécdota contada por medio de un embriagante lirismo festivo— en la obra total de Lorente, urge recalcar que al autor suele vinculársele al menos indirectamente con ciertas facetas del conversacionalismo o si se prefiere, siguiendo a Jorge Luis Arcos («Nota preliminar»), de la trayectoria posconversacionalista aún endeudada con aquel que imperó en la Isla a partir de la década de 1980. Mark Weiss define el conversacionalismo como una actitud literaria que estriba en la palabra llana, la ironía y cierto compromiso político (18). Según el crítico, Virgilio Piñera y Heberto Padilla sobresalen dentro de tal tendencia, el primero inclusive antes del triunfo revolucionario en 1959, yuxtaponiendo su quehacer poético a la exquisitez neobarroca que se identifica con lo que Weiss denomina «the apolitical, nonlinear Lezamian mysticism» (18). Sin embargo, Lorente —queda insinuado— acomete la mayor parte de su empresa creadora conforme a paradigmas puntualizados en la década de 1980, cuando de acuerdo con Weiss, la tradición conversacionalista pone en evidencia un enfoque harto más íntimo y personal, caracterizado frecuentemente por «a retreat into fantasy or childhood or an imagery of dreams reminiscent of Eliseo Diego, upon which are sometimes built layers of subtle irony» (23). De ahí, por ejemplo, que Luis Sexto Sánchez, al comentar El cielo de tu boca, afirme en relación con la poética de Lorente: «No por descuido […] se repiten palabras como ojos, mira, luz, noche, penumbra —Eliseo Diego también repetía algunas— es decir términos cargados del sentido de lo que se vive nuevamente viéndolo en la evocación brumosa y a la vez iluminada del poema» («El poeta» s.p.). De ahí también que, con frecuencia, el poeta incursione en ayeres [sic], los cuales al vislumbrarse entre brumas con melancolía, adquieran matices inventivos casi maravillosos.

Así sucede en «I get it», texto que responde a ese conversacionalismo tardío o posconversacionalismo entre cuyos motivos fundamentales destaca, conforme indica Weiss, el refugiarse en la fantasía, o la niñez, o el onirismo, o lo surreal (23). De hecho, «I get it» admite diversos acercamientos afirmados en los conceptos de marras, pues bien cabe léersele como un divertimento sui generis, una ensoñación hiperbólica, una anécdota que estriba en acontecimientos verídicos, o hasta una suerte de poema en prosa sobre lo que designó «pelota [2] pueblerina al rojo vivo» por lo apasionado, lo picante, lo angustioso y lo humorístico. El relato pormenoriza un partido de béisbol acontecido en fecha imprecisa, pero probablemente después de 1957, sin duda antes del 19 de febrero de 1963 y casi seguro en torno a 1961, por razones que se subrayarán prontamente; es decir, cuando el autor real —que no el narrador omnisciente— contaría menos de quince años. Forma parte, entonces, del amasijo memorioso de su niñez o incipiente adolescencia, de lo visto, lo que se le refiriera o imaginara, cuando la pasión deportiva se sobreponía a cualquier prurito académico o en su caso particular, estético. En efecto, Lorente parece aludir a esta circunstancia en una entrevista aparecida en Líbrisula que desafortunadamente no he podido consultar debido a haber desaparecido de la red la página de marras. Se titula «Entrevista a Luis Lorente: Del béisbol a la poesía» y se anota acto seguido como para tentar al lector: «Después de mucho lamentarlo, Luis Lorente se decidió por la poesía. Por fortuna su gran pasión, el béisbol…» (revistas.bnjm.cu/index.php/Lib/article/download/ 3987/3642). Aunque lamento carecer de acceso al texto en su totalidad, infiero que Lorente perora sobre la transición de una obsesión juvenil a una vocación igualmente obsesiva: el arte poética. Lorente soñó con ser pelotero, con entregarse plenamente a esa «collective activity […that] is also […] a ritual that retains an aura of sacredness» (12) —que es como González Echevarría describe el béisbol haciéndose eco indirecto de ideas expresadas por Johan Huizinga y Roger Caillois en relación con el espíritu del juego [3]. O quizá dada la afinidad del poeta con el conversacionalismo, sería más apropiado representárselo como el perpetuo hombre–niño cubano afectado irremisiblemente, de acuerdo con Leonardo Padura, por «el ‘vicio’ de la pelota» (12).

Este embrujo en que se apoya «I get it» se trasunta a medias en «1968», texto asaz subjetivo que señala la transformación del jugador en poeta serio, sin abandonar empero el apego al fármaco deportivo que intoxica a la nación entera. Estos espléndidos versos en prosa, significativos de la formación del hombre, del coming of age, dialogan tácitamente con la aparentemente trivial narración redactada a posteriori sobre un anteriore en que al hablante lo consumía el juego como espectáculo, como práctica y como objetivo único de la existencia. En ellos la voz poética retrata, en los confines minúsculos de la ciudad natal, a aquellos espectadores del acontecer cotidiano que, sentados en sus mecedoras, «enfrentaban la expectación propia del signo de los tiempos» mientras otros, menos alerta en virtud de la edad, «se adormecían para siempre» (Fábula lluvia 173). En ese año, a la par nefasto y pleno de sugerencias futuristas, El Bate Marino, célebre restaurante cardenense, «cerraría sus puertas […] terminando con el ratico del domingo que se pasaba allí entre enchilados y el cuerpo codiciado de Mercedes» (Fábula lluvia 173), mesera apetecida por los parroquianos entre quienes se cuenta el versificador veintiañero. Fue entonces, precisamente entonces, que la voz poética se convirtió en hombrazo de la época, lo cual exigía enamorarse del rock, sobre todo de ese interpretado por los Beatles, dejarse crecer la cabellera, repudiar a las autoridades, protestar sobre la guerra de Vietnam al tiempo que se padecía el fracaso del alzamiento parisino de Mayo de 1968, la masacre de Tlatelolco y el asesinato de Martin Luther King. Tales desastres impidieron, declara el hablante, las ansias colectivas cardenenses de emular a los estudiantes franceses encabezados por Danny el Rojo y «escribir en nuestros propios muros letreros como aquellos, hoy legendarios» (Fábula lluvia 176), o sea enfrentarse al menos por medio del grafiti a otro régimen autoritario. La primavera de 1968 marca una ruptura para la voz poética: «Mi pasión, la pelota, pasaba a la sombra de los segundos planos; a pesar de estar aún en forma y plena facultad (team all star; guante de oro). Por aquel tiempo se generalizaba el estropicio. De la noche a la mañana los stadium amanecían convertidos en extensos potreros, campos de tiro y entrenamientos para los milicianos» [3*] (Fabula lluvia 174). Consecuentemente, la poesía se apodera del joven, quien, haciendo memoria en la casa de sus padres décadas después, señala como «[s]sobre esta misma mesa […] escribía a hurtadillas alguno que otro poema» (Fábula lluvia 174). A sus veinte años comenzaba a cambiar el bate, el guante, la pelota, ejes de sus ilusiones deportivas, por la pluma con la que unos años después consiguiera el Premio David de Poesía correspondiente a 1975 por Las puertas y los pasos.

Si bien Lorente se distanció del béisbol como jugador, ello no supuso que la constante devoción a la literatura obstaculizara su apasionamiento de buen aficionado consciente de lo que Padura designa «la fulminante integración de la pelota a la espiritualidad cubana» (209). Ya mayor aun confiesa: «Yo nunca he vuelto a estar ni mucho menos cerca de/aquel olor/que había en los campos de sport» («Campo de sport», Fábula lluvia 106), añorando su juventud entregada al deporte, entre los que descollaba el béisbol entendido en su faceta más pura, menos profesional, más idílica. Esa nostalgia por un algo ido yace en el trasfondo de «I get it», texto en el cual el narrador, en lugar de insertarse en la acción como el atleta que luego fuera, opta por tornarse en testigo y revivir con ojos infantiles o adolescentes un encuentro que sin duda se dio, pero que a todas luces la memoria distorsiona e hiperboliza, confiriéndole epicidad tanto cómica como teatral. De tal suerte, asume la disposición del admirador fascinado, para quien los peloteros de ambos bandos encarnan héroes de leyenda batiéndose en un espacio sagrado, lo cual intensificará la ironía patente en el ambiguo desenlace.

La historia es sencilla. Dos equipos compuestos de jugadores locales se enfrentan en un juego muy anticipado por la población de una ciudad no identificada, aunque se establece que se encuentra próxima a la playa de Varadero. El árbitro encargado de cantar los lanzamientos, o sea de trabajar tras el plato, se trata de Virgilio Rojas. A su grito de play ball, se inicia un partido reñidísimo enre la COA (Cooperativa de Ómnibus Aliados) y el Acueducto que, empatado a una carrera en el noveno, se proyecta a extra innings, a etapas adicionales. Por fin, en la undécima entrada un bateador del Acueducto abre la parte baja de la entrada con doblete. El que lo sigue batea un suave elevado al jardín central que nadie atrapa. El corredor más adelantado rodea la tercera procurando anotar. Cuando se aproxima al plato, llegan prácticamente juntos, él y la pelota se deslizan violentamente contra el receptor que retiene la bola en la mascota. El árbitro tarda en anunciar el resultado de la jugada, suscitando las protestas del público, que conmina a coro: «Canta Virgilio». Muy al tanto de la inquietud reinante, el umpire se retira hacia su bicicleta, monta en ella, pedalea con fuerza y cuando comienza a alejarse, levanta el brazo derecho y a anuncia out, dejando inconcluso el partido para salvarse. En esto consiste la esencia de una anécdota simpática que, sin embargo, encierra complejidad lingüística, sociohistórica e inclusive poética.

El título mismo del relato puntualiza ambivalencia, aunque se justifica en el octavo párrafo de la siguiente manera: «Al primer lanzamiento del partido, el bateador conectó fly a tercera; la bola iba en ascenso todavía cuando se oyó el ya casi emblemático I get it, I get it, puesto de moda por los más americanizantes jugadores de la liga» (134). Versión criolla de la expresión coloquial I got it entonada en Estados Unidos por los peloteros para reclamar el derecho a atrapar un elevado, la frase —que reemplaza el «Mía, mía» con que solía pedirse la pelota en español— aparece exclusivamente en el título y en el fragmento citado, lo cual no evita que apunte a componentes textuales más que significativos. Primero, connota el origen norteamericano de un deporte que, paradójicamente y a pesar de divergencias políticas, se considera parte intrínseca de la identidad nacional conforme declara Leonardo Padura. Por ejemplo, el pelotero Fidel Linares, destacada figura del béisbol practicado durante la era revolucionaria, responde así cuando se le pregunta a qué edad comenzó a gustarle el deporte: «Yo nací con eso en la sangre, como le [sic] pasa a todos los cubanos» (El alma en el terreno 127). No obstante, para destacar la extranjería del léxico peloteril Lorente escribe con letra bastardilla cada uno de los vocablos ingleses que menciona sin tomarse la molestia de castellanizarlos como suele ocurrir con frecuencia. De ahí que se lean tales términos casi impronunciables en español como infield, line up, short stop, stadium, play ball, home, fly, inning, short, swing, wind up, spikes, dead ball, right y umpire. Ni siquiera se toma la molestia de utilizar cursiva al escribir diving, texas, centerfield y cátcher. En todo caso, el lector menos sagaz coge al vuelo (gets en inglés) que, al pedir la pelota gritando I get it, los peloteros «americanizantes» (134) no hacen sino ampliar el léxico de un pasatiempo importado. Como nota curiosa, Lázaro Pérez, estrella de la pelota nacional durante la década de 1960, llega a conclusiones rarísimas en relación con una terminología deportiva que se había impuesto en la Isla desde el siglo XIX. Sostiene con ingenuidad, sobre todo si se tiene en consideración el texto de Lorente, que la ventaja sobre los cubanos de muchos beisbolistas estadounidenses, consistía en que estos eran estudiantes universitarios o que hasta ya ostentaban títulos, mientras que él carecía de educación básica. Ello limitaba su comprensión del lenguaje que preponderaba en el terreno. Fundamenta su hipótesis en lo ocurrido durante un encuentro de la «primera Serie Nacional» (El alma en el terreno 90) celebrada en Cuba después del triunfo revolucionario. Explica: «[Y]o estaba catcheando y el bateador sacó un machucón delante del home. Yo salí a buscarlo pero oí la voz del árbitro, que cantaba «fear ball» [sic; fair ball], y pensé que era foul… Ledo [el entrenador del equipo] tuvo que enseñarme algunas palabritas técnicas para que eso no me volviera a suceder» (El alma en el terreno 90-91). A pesar de su candidez humorística, sobre todo si se piensa que Pérez emplea los anglicismos catcheando, home y foul al tiempo que puntualiza su desconocimiento de una fraseología deportiva ya establecida en el béisbol criollo, la anécdota en cuestión ejemplifica la urgencia de getting it, es decir de comprender a plenitud los vericuetos lingüísticos relacionados con el deporte nacional de patente extranjera [4].

De estimar como vengo elaborando que la frase titular, debido a su significado en inglés que sobrepasa su índole beisbolística, sugiriendo la necesidad de comprender o asumir otras realidades aparte de la deportiva, ¿qué más se debe discernir? ¿Qué otros elementos complementan el marco del partido de marras, añadiendo trasfondo folclórico–conceptual a un texto que rebasa su contenido? Opino que tres factores descuellan, casi enarbolándose como motivos literarios independientes. En principio, «I get it» se manifiesta como homenaje al terruño, a la Cárdenas de finales de la década de 1950 o principios de 1960. Segundo, es un comentario sobre el fervor con que los cubanos jugaban y presenciaban la pelota amateur, específicamente esa pueblerina que, sin rebasar los confines locales, admitía la creación de archirrivales y héroes, por lo cual los estadios se encendían al rojo vivo. Tercero, la narración adquiere carácter de memento mori, de reflexión nostálgica sobre una atmósfera y unos individuos particulares entre quienes se impone Virgilio Rojas, suerte de ícono popular identificable por cualquier cardenense de la época en virtud de los pastelitos de carne y guayaba, que vendía desde un horno montado en su bicicleta. Todo ello incrementa el color local transparente a lo largo del relato.

Para lograr el cometido inicial, Lorente forja la cartografía de su ciudad natal en esta etapa histórica de modo idiosincrásico, pues evita elementos geográficos y referentes físicos que permitieran orientarse al receptor desinformado. Por el contrario, en un empeño profundamente nostálgico se dirige a ese destinatario ideal, a ese lector perspicaz que encarnaría un conciudadano al tanto de las circunstancias urbanas del momento. Puesto que la exactitud estorba, otorga función situadora a establecimientos, medios comunicativos y hasta personajes ya desaparecidos que por ese entonces matizaban el ambiente citadino. De tal suerte, Lorente elige dar comienzo pintoresquista a la historia, lo cual se le hace raro al receptor desavisado, mientras que ese otro oriundo de la localidad se coloca de inmediato en un espacio coherente: «En el Café Ambos Mundos, en El Anón Dichoso y en esquina de La Concha de Venus, nadie hacía otra cosa que hablar del juego decisivo. La Antorcha, con el título de ‘Mañana arde Chacho Park’, había publicado un comentario a dos columnas…» (133). El destinario ideal, o sea el cardenense de la época aficionado al béisbol, identifica los locales que se le señalan, como la popular librería La concha de Venus frecuentada por niños y adolescentes que, como el autor real, se iniciaban en la lectura. Asimismo, la alusión al modesto periódico citadino precisa que la trascendencia del partido es exclusivamente regional, sobre todo porque se disputará en Chacho Park, que el cronista Pancho Soriano describe como «un terreno rústico ubicado en la Cantera de Chacho, detrás del acueducto de la ciudad» («Cárdenas y sus estadios de softbol y béisbol», sp). Se le añade una nota cosmopolita al texto cuando, omitiéndose nombrar a Cárdenas, el narrador apunta que en el famoso Motel Oasis de la cercana playa de Varadero se presentaba Beny Moré con su Banda Gigante la noche del sábado, previa al partido programado para el domingo a las nueve de la mañana. Mediante este detalle se advierte que lo referido acontece antes del 19 de febrero de 1963, cuando Moré murió de cirrosis en La Habana.

El localismo prepondera inclusive al barajarse la opción de fiestear en el Oasis o asistir al juego de pelota. Triunfa el deporte pese a la fama de Moré, pues según apunta el narrador:

Antes de anochecer ya todos tenían decidido permanecer en casa. Quizás alguno se llegó a la Bolera, por costumbre o por aquello de no perder la forma y relajarse. Unos pensaban celebrar allí al día siguiente, porque el mismo gallego Froilán había anunciado que si Estévez [el lanzador de la COA] daba los nueve ceros, abría gratis las dos pistas y un par de Cuba Libres irían por la casa. Los rivales [el Acueducto] soñaban celebrar en el 949, barra abierta, pastelitos de carne y camarón. (134).

Se identifican en el fragmento otros dos establecimientos concurridos de la época, así como a un comerciante, el gallego Froilán, tan reconocible como el propio pastelero Virgilio Rojas. De tal modo, sin mencionar el nombre de la población, Lorente describe aspectos de Cárdenas lúdicamente, precisándolo como un espacio carnavalesco en que el juego, o sea el béisbol, se impone sobre el cotidiano existir, tal vez marcado por la desintegración inminente si se piensa en la desaparición posterior de la Bolera, del Chacho Park, de La concha de Venus, de El anón dichoso, del entonces flamante Motel oasis, prenda playera luego venida a menos, hasta del propio Beny Moré. La nostalgia de un pasado y un ambiente vividos y resucitados mediante la imaginación creadora confiere un aire de ensueño al texto en su totalidad.

Por lo tanto, el motivo hegemónico del niño–adolescente que rememora estriba en la pasión con la que el cardenense se aproxima a un encuentro deportivo amateur, compensando los esfuerzos y fracasos de los atletas con vítores o protestas enardecidas. El espectáculo le pertenece no solo por su ineludible índole provinciana, sino porque ya bien como peloteros o como espectadores, participan de manera activa en él, los unos al jugar, los otros al transformarse en los jugadores como estima Huizinga (p. 25) que les sucede a los aficionados, quienes configuran una comunidad particular aferrada al banderín de su equipo. En efecto, Lorente describe en tono épico no exento de arranques líricos la anticipación colectiva del encuentro entre La COA y el Acueducto tanto como el partido en sí. Enfoca narrativamente detalles visuales, a veces nimios, a veces claves para pintar vivamente las escenas que se desarrollan ante sus ojos o más bien que se reconstruyen o inventan desde un presente apartado de los hechos que contempló o le refirieron. Por ejemplo, en un comienzo resume conversaciones sobre el juego a base de detalles inconsecuentes aunque plenos de colorido. Como los del Acueducto no se habían tomado la molestia de responder a las preguntas de la prensa, no se sabía «si Pelly saldría al terreno con el traje de los Cachorros de Chicago, con el mismo número en la espalda de Ernie Banks, o la otra franela todavía más vistosa de los White Sox, con el 17 como Luis Aparicio, el short stop venezolano» (133). El extraño atuendo que vestiría Pelly, pelotero cuyo nombre repercute en la ciudad, hace hincapié en la naturaleza informal de una competición en la que el vestuario compartido ocupa un lugar secundario. Se infiere que lejos de uniformarse al equipo para emparentar a los jugadores, les toca a estos disfrazarse según les convenga, aun si ello significa ponerse vestimentas tan exóticas como las de las Grandes Ligas estadounidenses. Hasta se apunta que «corría el rumor de que uno de los cuatro bates no defendería el gallardete ya que recién había firmado para jugar profesional allá en el norte» (133). Este detalle concreta que los sucesos quizá tengan lugar antes de agosto de 1961, cuando se nacionalizó en Cuba el béisbol profesional y se impidió que los peloteros de la Isla marcharan a jugar a los Estados Unidos [5].

Por otra parte, una vez que el narrador testigo se ocupa del encuentro en sí, emplea estrategias afines a las de un locutor deportivo. No solo se vale de la jerga apropiada para referir en forma, a la par sucinta y dinámica, los acontecimientos sobresalientes que transcurren en el campo de juego, sino que pasea la vista por las gradas con el objeto de integrar al público en el relato. Dice el narrador en un momento: «La COA abrió el quinto inning con cañonazo al centro, acto seguido se intentó el sacrificio inútilmente y después doble play clásico; short, segunda, primera. El séptimo pintaba para cero cuando Pancho Soriano [6] le enderezó una curva al zurdo Estévez que rechinó en la cerca» (135). El argot beisbolístico cubano, capaz de confundir al lector no familiarizado («inning»: una de las nueve entradas de que consta un partido; «cañonazo»: batazo o golpe a la pelota fuerte y alineado mediante el cual se alcanza la primera base; «sacrificio»: toque de bola con el bate para conseguir que el corredor en primera avance a segunda; «doble play clásico»: jugada sobre una bola bateada por el piso —roletazo o roleta— que atrapa el campo corto, quien tira a segunda base para forzar al corredor y la segunda, tras pisar la base, tira a primera, sacando al bateador, es decir poniéndolo fuera de juego; «le enderezó una curva»: le pegó de línea a una pelota que llegaba en curva), revela hasta qué punto el narrador evita las concesiones, prefiriendo poetizar con base en este para llegar al destinatario ideal de su texto. Pero al unísono se sale del terreno con la intención de amenizar: «Poco a poco el Chacho iba cogiendo fuego. Una conga tocaba hasta el paroxismo, los del lado de allá enmudecieron de repente» (135). Al hacerlo, se ubica con los de acá, con los del Acueducto, poniendo en evidencia sus simpatías. En todo caso, la normativa en cuestión impera a lo largo del texto, intensificando su verosimilitud hasta el anticlimático clímax, valga la paradoja.

Cualquier descripción de un evento deportivo resalta el papel de los protagonistas, de los tipos con frecuencia peculiares que se baten en él. Lorente registra de manera magistral, cual si fueran manchas de tinta divergentes sobre el papel que conviene fijar en los ojos y la conciencia del lector, a personajes verídicos —ello se intuye— que sobresalieron en la pelota cardenense. Así lo denota el que bastara identificarlos por sus apodos: lejos de manifestarse cual caricaturas, Bichote, Kiri Canasi, Cayo, Sopita, Pedrito Flores, el zurdo Estévez, Curvita, Pantalones Santiago [7], Pelly, el entrenador Roberto Malapaga y demás ocupan el espacio sagrado como arquetipos emblemáticos de la candente pelota pueblerina. Si Pancho Soriano, es consabido, sobresale en el elenco debido a su posterior proyección nacional, más pintoresco es Pelandrujo, no tanto por su apodo sino por haber atraído al Chacho Park a Beny Moré, quien se encontraba algo resentido en virtud de que el encuentro entre La COA y el Acueducto impidiera que llenara el Oasis a pesar de su fama. Acompañado de Generoso Jiménez y Chocolate Armenteros, el uno maestro del trombón, el otro soberbio trompetista y ambos miembros de la banda gigante «El Bárbaro del Ritmo», se apersonó en el terreno para comprobar si, en efecto, el segunda base en cuestión las atrapaba todas y cumplía su promesa de batear de cuatro–cuatro, o sea de embasarse cuatro veces consecutivas, distribuyendo los golpes por los tres jardines, el izquierdo, el central el derecho. Para completar la hazaña, le había ofrecido fanfarronamente al cantante: «La cuarta [iría] por donde más te guste a ti […]. Elige tú» (134). De esa manera, hace paráfrasis de la guaracha «Elige tú que canto yo», compuesta por Joseíto Fernández y grabada por Beny Moré en 1957 [8], lo cual limita los acontecimientos a la etapa afirmada previamente.

Aviniéndose a su papel homérico, no obstante lo grotesco del apodo, Pelandrujo acude al bate al final de la undécima entrada de un partido empatado a una desde la séptima, gracias a un vuelacercas de Alfredito Beltrán, proeza realizada para alegrar «el rostro deprimido de su padre» (135). A partir de entonces, el juego había devenido una batalla campal entre titanes, de acuerdo con el tono hiperbólico que Lorente le impone al texto para sugerir que solo un acto majestuoso debiera poner fin al encuentro. Es entonces que Pelandrujo se apersona en el momento clave, pues otro jugador había iniciado la segunda mitad del inning con doblete, colocándose así en posición anotadora. Ya el presunto héroe había complacido a Beny Moré, embasándose en cada turno. Ahora, con el estadio vuelto «[u]na olla de grillos. Una casa de locos» (136), «[l]e tira descolgado [a la pelota] y sale un palomón, un texas [o sea un elevado corto y abombado]» (136) que cae de sencillo. El narrador, aguzando su elocuencia con miras a la apoteosis, combina lo lírico y lo épico de la manera melodramática inherente en la crónica deportiva, declara: «El corredor pasa por tercera, impetuoso, suicida, tratando de anotar la victoria y viene el tiro a home, el hombre se desliza con violencia, el cátcher bloquea, la jugada con sus protagonistas se esfuma momentáneamente en una nube de polvo provocada por la enconada lucha de contrarios» (136). La intensa epicidad consustancial a la narración cede paso abruptamente a la ironía al centrarse en el opaco Virgilio, humilde árbitro que, sin embargo, se revela como protagonista definitivo del relato. Ante los gritos desesperados de «Canta Virgilio», ante el furor de la muchedumbre, ante un disparo que truena, ante el desorden inversivo vinculado al carnaval (Bajtín 81), la autoridad beisbolista se quebranta, se repliega sabiéndose vulnerada. El público en masa se apresta a perseguir al rey bufo que representa Virgilio, vestido todo de negro, urge imaginar, como los umpires de la época. Mas este alcanza su vieja bicicleta, monta en ella y «al trasponer la puerta del stadium, hace un viraje frente a aquella multitud iracunda y, con toda la fuerza de su alma resumida en un gesto, cantó out» (136).

Quiero pretender que I get it, que entiendo el objetivo final de un texto regido por una óptica carnavalesca. Si bien, como he precisado antes, este se caracteriza por poner de manifiesto lingüísticamente la extranjería del deporte nacional cubano, también encierra el homenaje nostálgico a la Cárdenas de finales de 1950 y principios de 1960, así como a la pasión con que se jugaba y se apreciaba la pelota amateur en esa ciudad, sinécdoque en ese sentido de la Isla entera. Por demás tiene mucho de memento mori, de adiós así risible a personajes concretos relacionados con el espacio beisbolístico como el propio Virgilio Rojas. De tal manera, el fin incierto del partido que no concluye, pues su clímax es un anticlímax que admite cuestionar qué pasó después, cómo se restableció el orden en el ámbito descompuesto, apunta al mundo vuelto al revés que según Bajtín caracteriza el carnaval y en el cual la muerte (del pasado, del ser humano que lo habitó) da vida, inspirando la risa regeneradora.

NOTAS

[1] «I get it» es el título que le asignó Luis Lorente a la última versión muy poco modificada de «Un partido memorable en Cárdenas». El relato apareció originalmente en Signos: Folklore pelotero, p. 85-87.

[2] Sobra señalar que, en Cuba, se le llama «pelota» al béisbol y que los jugadores se conocen como «peloteros».

[3] Tanto Johan Huizinga en su Homo Ludens: A Study of the Play Element in Culture y Roger Caillois en Les jeux et les homes aluden al carácter ritual, cuasirreligioso del deporte así como a la naturaleza sagrada del espacio inviolable en que se practica, es decir la cancha, terreno o pista delineada conforme a moldes específicos que no admiten ruptura.

[3*] [Sin texto en el original. N. del e.]

[4] Como nota curiosa y para subrayar la manera en que desde un principio el léxico beisbolístico se caracterizó por los anglicismos, muchas veces transcritos fonéticamente para facilitar la articulación en español, considérese esta décima del poema «El base-ball: jerigonza bi-lingüe», publicado en 1887 por el cubano de origen andaluz Mariano Ramiro:

Tira el pitcher —low o jay [high]—
y el batsman sacude el palo;
¿Le dio?, ¡a correr! ¿La erró?, ¡malo!
ya tenemos uan stray [one strike].
Repite el error; ya hay
quien vocifere que es au [out],
y si a coger llega un fau [foul]
el catcher, lance perdido,
se queda el batsman corrido
y el pueblo grita: ¡ponchau! [punched out!] (sp)

[5] Véanse al respecto las páginas 228-35 de Last Seasons in Havana.

[6] Confírmese que, sin duda, este es el mismo Pancho Soriano a quien se aludió al comentar la génesis del Chacho Park. «El Elegante de Cárdenas» se destacó como pelotero así como cronista deportivo. Véase al respecto «Pancho Soriano en el Salón de la Fama del Palmar de Junco».

[7] Lorente se apropia aquí en forma curiosa de la identidad del lanzador puertorriqueño José Santiago Guzmán, conocido como «Pantalones.» Este jugó tanto en las Grandes Ligas como en las denominadas Ligas Negras. También pasó por la pelota cubana. Desconozco si algún pelotero cardenense le robó el apodo, como insinúa Lorente.

[8] Confirmo la fecha en la contracubierta del disco The Most from Beny Moré, que se dio a luz originalmente en 1958 y se compone de grabaciones realizadas en Cuba entre 1955 y 1957. All se indica que «Elige tú que cantó yo» es de 1957.

OBRAS CITADAS

Arcos La Rosa, Jorge Luis. «Nota preliminar». Las palabras son islas. Panorama de la poesía cubana del siglo XX (1900-1998). Edición, introducción, selección y notas de Jorge Luis Arcos. La Habana: Letras Cubanas, 1999. 1-54.

Bakhtin, Mikhail. Rabelais and His World. Trans. Hélène Iswolsky. Bloomington: Indiana UP, 1984.

Brioso, César. Las Seasons in Havana: The Castro Revolution and the End of Professional Baseball in Cuba. Lincoln and London: U of Nebraska P, 2019

Caillois, Roger. Man, Play and Games. Trad. Meyer Barash. New York: Schocken Books, 1979.

González Echevarría, Roberto. The Pride of Havana. A History of Cuban Baseball. New York/Oxford: Oxford UP, 1999.

Huizinga, Johan. Homo Ludens: A Study of the Play Element in Culture. Trad. R. F. C. Hall. Boston: The Beacon Press, 1955.

Lorente, Luis. Fábula lluvia. La Habana: Ediciones Unión, 2007.

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* Jorge Febles (Cárdenas, Cuba, 1947) realizó estudios universitarios en la St. John’s University de Collegeville, Minnesota, y posteriormente cursó estudios de posgrado en la Universidad de Iowa, doctorándose en literatura hispanoamericana con énfasis particular en el teatro y la narrativa de los siglos diecinueve y veinte. De 1980 a 2006, dictó cursos de cultura y literatura hispanoamericanas en la Western Michigan University, donde desempeñó también diferentes cargos administrativos. Dirigió el Departamento de Español de 2005 a 2006, antes de pasar a la University of North Florida de Jacksonville. En esa universidad, dirigió el Department of Languages, Literatures and Cultures hasta diciembre de 2012. Posteriormente, tras incorporarse brevemente al profesorado, encabezó el Programa de Estudios Internacionales, hasta el otoño de 2017, cuando regresó de nuevo a las aulas antes de jubilarse en diciembre del mismo año. Es profesor emérito de la Western Michigan University y de la University of North Florida.

Febles ha publicado numerosos estudios sobre literatura española e hispanoamericana, aunque la mayor parte de sus ensayos se centran en las letras cubanas y cubanoamericanas. En particular, se destacan sus escritos sobre José Martí, Matías Montes Huidobro, Abelardo Estorino, Roberto G. Fernández, Pedro Monge Rafuls, José Corrales, el escritor nicaragüense Sergio Ramírez, Alberto Insúa, Alfonso Hernández Catá y muchos más. Durante dieciocho años codirigió la revista Caribe con el doctor Armando González Pérez (Marquette University), la cual maneja en la actualidad el poeta y crítico Amauri Gutiérrez Coto. El último libro de Febles se titula Revisiones: Lecturas heterogéneas de textos cubanos (2017, Aduana Vieja Editorial, Valencia, España).

 

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