Escritor Invitado

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NO ES EL AGUA QUE HIERVE

Por Fadir Delgado Acosta*

EL POZO

Su madre la lleva de la mano. Ella va medio dormida con los ojos entreabiertos. Se despierta un poco cuando escucha los ruidos del parque. Son las nueve de la mañana de un domingo. Niños por el lugar levantan la tierra con sus manos. Se revuelcan en el lodo que dejó la lluvia del día anterior. El grito de ellos espanta las palomas que picotean la tierra. El cielo tiene un color deslumbrante que rebota en los columpios. Un vapor comienza a levantarse del piso y una franja brillante se forma alrededor del carrusel del parque.

Renata siente pena por ella, por sentirse tan dormida, mientras los otros niños están tan despiertos.

Hace un momento su madre la levantó de la cama. Le puso un vestido amarillo con el cuerpo aún ladeándose del sueño y le pasó sobre el cabello los dedos para peinarlo. Cuando cruzaron la puerta, Renata sintió que la luz del día le abría un hueco en la cara. Vio poco tráfico. Los carros pasaban perezosos por la calle. Se dejó llevar, y en el momento en que esperaban el cambio de luz del semáforo, vio que la madre tenía puestas unas chancletas de baño, un short desteñido y una blusa azul ajustada al cuerpo.

Al llegar al parque endereza el cuerpo. Ve a un niño que llora porque otro le ha arrojado arena en los ojos. Una paloma vuela sobre su cabeza y ella brinca para alcanzarla, pero no puede.

—Ve a jugar —le dice su madre.

Ella se estrega los ojos para ver mejor el parque. Lo primero que observa es un tobogán, que en su cúspide, tiene la cabeza de un conejo con la boca abierta. Desde él se arrojan los niños para caer a una montaña de arena. Corre hacia el tobogán. Cuando está en la boca del conejo, ve cómo la copa de los árboles entreteje sobre ella un techo verde. Los rayos del sol que se filtran entre las hojas la despiertan poco a poco. Saluda a la madre desde la cúspide del tobogán, y nota que sobre su rostro caen unos cuantos puntos de luz que pasan entre las ramas de los árboles. Ella se los quita como si espantara insectos o se quitara el sudor de un mediodía. La ve sentarse en una banca del parque. La madre no sabe si entrecruzar las piernas o dejarlas rectas.

Respira ese aire y se lanza del tobogán. Al caer se encuentra con otros niños que hacen huecos en la tierra. Algunos se la comen y muestran sus dientes negros para asustarse entre ellos. Renata mete las uñas en la tierra y también comienza a cavar.

Su madre le dice que salga, que irán al pozo del parque. Es un cuerpo de agua que la gente ha tomado como una piscina informal para refrescarse durante el día. Las personas se quitan los zapatos y se zambullen con todo y ropa. En el pozo caen hojas secas de los árboles y la arena que levantan los niños mientras juegan. La administración del parque, que se encuentra a un costado de este, jamás ha prohibido que las personas se bañen. Solo ha colgado un letrero con una advertencia: Para adultos que sepan nadar.

Cruzan los jardines del parque que están demarcados con alambradas reventadas y oxidadas. Un niño llama a una iguana que apareció de la nada. Se detienen para observar el animal, pero se marchan cuando la gente comienza a agruparse alrededor de él. Al caminar, un señor les invita a comprar unas muñecas gigantes que tiene colgadas alrededor de un kiosco. Ninguna de las dos les presta atención.

La madre sienta a Renata en una de las bancas del parque que rodean el pozo. Se quita los zapatos y le dice que se meterá por un momento al agua. Saca de su bolsillo un pequeño pez de plástico y se lo entrega. Se aleja, retrocediendo de espalda. Renata se sorprende al verla caminar así. Recuerda lo que dice su abuela: el único que camina al revés es el diablo. Quiso gritárselo, pero ya se había alejado demasiado y tenía medio cuerpo sumergido en el agua.

Alrededor de la mamá se ven círculos de personas que flotan con los brazos abiertos. Reciben los rayos del sol que traspasan las copas de los árboles. Renata baja la cabeza. Se olvida de su madre. Comienza a jugar con el pez de plástico mientras encoge las piernas.

* * *

Renata no sabe cómo llegó hasta la cama de su abuela. Aún tiene el pez de plástico apretado con su mano izquierda. Al abrirla, nota en la palma marcas enrojecidas que le ha dejado el juguete. Se asusta al ver la cantidad de santos que cuelgan de las paredes. Por eso supo que estaba en la casa de su abuela.

Escucha personas que alzan y bajan la voz. Se levanta poco a poco. Sin soltar el pez, estira su pierna izquierda y bosteza. Hace un ruido extraño. Cuando está dispuesta a abrir la puerta de la habitación un santo se cae de la pared. Corre para ponerlo en su lugar. Su abuela entra a la habitación.

—Déjalo. No te preocupes y date prisa que se nos hace tarde.

 

Al llegar a la sala hay personas reunidas en círculos. Al ver a Renata ladean la cabeza con cierta mirada de dolor. Un leve humo se levanta de una taza de chocolate que se encuentra en el centro de la mesa.

—Tengo hambre —dice Renata mientras estira la mano empuñada en donde lleva el pez de plástico.

La abuela no le presta atención y se marcha con ella. Al salir, ve que en las ventanas de las otras casas se forman puntos de luz incandescentes. Pasan por un solar con un montón de árboles talados.

—Camina más rápido. Tenemos que ir a la administración del parque —le dice la abuela.

 

Se acercan a una fábrica que tiene el techo en forma de águila.

—¿Es aquí? —le pregunta Renata.

La abuela no responde. Cruzan la puerta y se escuchan ruidos de máquinas y de impresoras por todos lados. El lugar tiene paredes grises con manchas de humedad. Hay un corredor con cubículos pequeños a los costados en donde las personas abren cajones y sacan papeles que dejan en los escritorios.

Un hombre con un lunar de canas al lado izquierdo de su cabello sale de uno de los cubículos. Se ajusta con el dedo índice unas gafas de lentes rayados. Con las manos metidas en los bolsillos de su overol gris, le dice a la abuela:

—Es una tragedia. Siempre lo es.

El hombre las guía hasta una oficina que tiene cinco pequeñas pantallas sobre una mesa. En ellas se ven las imágenes de Renata con su madre en el parque, y antes que se le pregunte algo, dice:

—No tenemos imágenes de la señora sumergiéndose en el pozo.

—Pero mi nieta dice que lo hizo —responde la abuela mientras le suelta la mano a Renata y se acerca más al hombre.

— ¿La niña está segura?

—Deje de hacer preguntas sin sentido, señor. Si ella lo dice, así es. No se lo va a inventar. Y responda lo importante: ¿Dónde está mi hija? ¿Hasta cuándo permitirán que la gente se bañe en esa cosa?

—A la gente le gusta, señora.

—No, señor. La gente lo hace porque cree que es seguro.

—Mire, señora. En las personas recae toda la responsabilidad. Allí está bien claro el aviso. Por cierto, ¿su hija sabía nadar?

—¿Por qué me pregunta? ¿Sino sabía nadar, entonces, ustedes no tienen ninguna responsabilidad?

—No estoy afirmando eso. Solo le pregunto. Mire, ya pusimos en este caso a un personal especializado. Ayer duraron buscándola toda la noche. La policía nos ha colaborado, pero aún no encontramos el cuerpo.

La abuela estira su brazo hacia atrás sin mirar, e intenta tomar de la mano a su nieta. Pero no la encuentra.

Renata desde hace unos minutos da vueltas por las instalaciones del lugar. Desciende por una escalera que la conduce a una fábrica que emana un olor a juguete nuevo. Producen muñecas de diferentes tamaños, esas mismas que había visto vender en el parque. Al girar a la izquierda se encuentra con un pasillo que la conduce a una especie de túnel que tiene bombillas encendidas en el camino. Está inundado de un agua oscura que le llega hasta los tobillos. Camina. Chapotea en el agua. Al llegar al final se topa con una puerta de hierro oxidada que sostiene el peso de algo. Estira su mano para tocarla. Cuando está a punto de hacerlo, ve de reojo una mano que se posa sobre su hombro derecho.

—Es el pozo lo que está allí. No puedes abrirla. Solo se puede abrir del otro lado.

La niña siente una voz gruesa que cae como piedra en sus oídos.

Al voltear se da cuenta que es el mismo hombre que hablaba con su abuela en la oficina donde les mostraron el vídeo.

El hombre la toma de la mano y le dice:

—Hay que volver. Tu abuela está impaciente.

Al retornar por el mismo camino, Renata ve hileras de fotos pegadas a lo largo del túnel. No entiende por qué no las había visto antes. Son fotografías de mujeres y hombres. Unos con gafas, algunos riendo y otros de perfil. Tienen puntos de óxido y humedad que les deforman las caras. Ve rostros sin labios, con mitad de nariz, con un solo ojo y sin dientes.

De espanto, baja la cabeza y cierra los ojos por un momento.

Al abrirlos, nota que el hombre lleva en la otra mano una fotografía que ondea al caminar. En ese instante suelta a Renata. Se detiene y saca un pegante amarillo con el cual cubre el reverso de la foto. Al voltearla, para fijarla en la pared, Renata ve en la fotografía la cara de su madre. Comienza a salivar de manera exagerada. Entreabre la boca para no ahogarse. Tose una y otra vez.

—Tu abuela me la dio. No te asustes.

Ella no deja de toser.

—Las personas se ahogan en el pozo porque quieren. Abren aquella puerta de hierro para huir de sus vidas. Por eso no tiene ningún sentido poner estas fotos en otro lugar. Jamás regresarán.

Renata tose. Cree que algún animal saldrá por su boca. Siente que su propia respiración le golpea el pecho. Abre la mano en donde lleva el pez de plástico y se lo pone sobre el corazón.

—Calma, niña. Calma —dice el hombre.

Pasan el túnel en silencio. Luego el pasillo. Cruzan la fábrica de muñecas. Suben la escalera hasta volver a las oficinas. Al fondo ve a su abuela. Tiene las manos juntas y empuñadas. La observa sacar de su bolsillo un pañuelo rojo con el cual se limpia los brazos y la cara. Al ver a Renata le ordena que apresure el paso.

—¿La foto servirá? —le pregunta al hombre cuando lo tiene cerca.

—Claro que sí, señora. La pondremos en la cartelera de información ―responde el señor mientras mira a Renata con cierta risa de complicidad.

La abuela dice que para regresar cruzarán el parque. Cuando lo hacen, ven una gran nube sobre los árboles que impide que la luz del sol se filtre por las ramas. Encima del pozo se cierne una leve penumbra. Nadie se baña en él. Un hombre joven sentado en una banca del parque lo mira sin pestañear. Ven a un niño que abre la boca antes de lanzarse desde la cúspide del tobogán.

La abuela sienta a Renata en una de las bancas que rodean el pozo. Se quita los zapatos y le dice que se meterá por un momento al agua. La niña aprieta con las dos manos el pez de plástico. Baja la cabeza y encoge las piernas. No sabe cuánto tiempo pasa. Luego escucha que alguien sale del agua. Alza la cabeza. Entre la penumbra ve a su madre. La ropa húmeda la hace caminar con pesadez. Al acercarse, toma de la mano a Renata y la levanta de la silla.

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