Vida Cronopia

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SABERSE IR

Por Catalina Franco Restrepo *

La vida es, muchas veces, saber empacar la maleta para cruzar una puerta por última vez, así parezca inconcebible por lo trascendental. Sí que nos cuestan las últimas veces, sobre todo aquellas que se sienten tan atadas a la historia de la propia vida. Tan desgarrador pensar que este es el último beso que le doy, esta es la última vez que veo la casa en la que viví diez años, esta es probablemente la única vez que habré visitado esta ciudad en toda mi vida, nunca más tendré treinta y cinco años, me voy para siempre del país en el que nací, este es el último abrazo a una persona sin la que yo no sería yo.

Irse. Eso que hacemos todo el tiempo pero a lo que no nos acostumbramos. Por eso es tan vital la ilusión de algo, así sea sencillo, que vaya a ocurrir mañana. Lo pensaba hace unas semanas cuando cerré la puerta del que fue el primer hogar con mi esposo, a donde entramos la noche de nuestro matrimonio y donde fuimos muy felices. La última vez que veía la vista y el atardecer sobre Medellín que tan maravillados nos mantuvieron durante esos años. Era también la partida de la ciudad, pero con el anhelo del campo.

Qué complejo entender que ya no se verá más ese lugar donde pasó lo fundamental, que alguien más habitará unos espacios tan propios, que esas imágenes serán pasado y también se irán borrando, que todo cambia.

Cerré esa puerta con los ojos agarrados a los espacios ya vacíos, despidiéndome con agradecimiento y casi pidiéndoles perdón, no fueran a creer que los estaba abandonando o que había dejado de amarlos, aferrándome a la ilusión de dirigirme a ese nuevo sueño, al verde en el que ahora veía mi presente y mi futuro, aunque supiera de antemano que algún día también lo dejaría.

Aun así, empacar la más pesada de las maletas no deja de ser un privilegio, cuando se tiene a dónde ir. Hace unos días vi la película Un invierno en Nueva York (Netflix), en la que una madre huye de la violencia de su esposo y se lleva a los niños en el carro para esa ciudad sin tener dónde dormir ni qué comer, y van sorteando los días de invierno entre desconocidos y espacios temporales para parquear. Recordé una noche única y algo terrorífica que pasé como estudiante cuando vivía en Madrid: un grupo de amigos nos apuntamos a un paseo de un día a conocer las Fallas de Valencia. Fuimos en bus por la mañana, caminamos todo el día recorriendo esa celebración medio demencial y resulta que, como se presumía que estaríamos de fiesta, el autobús salía al día siguiente a las siete de la mañana, pero no había hotel para dormir. Hacía un frío atípico para la fecha, por lo que no teníamos abrigo suficiente, y pronto cerraron los lugares en los que nos podíamos resguardar, así que nos refugiamos en una estación de metro, acostados en el piso dándonos calor unos a otros y temblando con el ventarrón que entraba cada que alguien abría la puerta. No recuerdo alguna otra vez en la que el tiempo se hubiera detenido de aquella manera, las siete de la mañana parecían la meta más importante de la vida y sentarse en la silla del autobús a una temperatura confortable y rumbo a casa era todo lo que podía desear.

Y eso fue una sola noche, con la certeza de que me esperaban una cama caliente y el desayuno. No hay nada como tener a dónde llegar. Y no hay que subestimar jamás lo que puede sentir —y lo que es capaz de hacer— quien no lo tiene (lo que sentiríamos, lo que seríamos capaces de hacer nosotros si…). Por eso, siempre, la empatía.

Pensaba entonces, volviendo al trasteo, que lo importante al irse era llevarse lo esencial. Me lo llevaba sin duda, estaba lista. Dicen que dos trasteos equivalen a un incendio. Y sí que es caótico. Pensar en repasar y reunir todo lo que uno ha acumulado, mirarse de frente con el pasado para decidir lo que es hora de dejar atrás y elegir sabiamente lo que continúa, no sea que uno se vaya desgarrando a pedazos guardados en cajas consumidas por el polvo.

Digamos entonces que el valor de un trasteo, además de la certeza que deja sobre la propia capacidad de lidiar con el caos y de la ilusión de lo que llega, es el filtro que se le hace a la vida, la ligereza que queda después de revisar la historia y conservar solo lo que se quiere llevar al otro lado de esa puerta, en donde está el presente y se empieza a dibujar el futuro.

Y así pensaba también sobre estos días de tragedia y polarización en Colombia y en el mundo: que el caos, aunque doloroso, actúa como el más poderoso filtro para saber dejar ir aquello que no tenga la mínima compatibilidad con la propia esencia. Y actúa, también, como un imán para aferrarse a lo importante, para quedarse en los lugares de los que no es hora de partir o regresar a aquellos que se habían descuidado. Pero que aun en movimiento, en medio del desorden, prime la empatía. Que siempre, todos, tengamos a dónde llegar.

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* Catalina Franco Restrepo es periodista, internacionalista y bloguera (tiene los blogs OjosdelAlma y Cartas a la humanidad, y un canal de viajes en YouTube), y es la autora de la novela distópica El valle de nadie (Amazon, 2018). Nació en Medellín, Colombia, en 1984 y ha vivido en Montreal, Atlanta y Madrid, en donde estudió un máster en Relaciones Internacionales y Comunicación en la Universidad Complutense. Ha trabajado en medios como CNN y W Radio Colombia, y asesora a empresas en comunicaciones estratégicas, reputación y storytelling. Es una viajera y lectora apasionada que ha recorrido cerca de 50 países que se han convertido en su gran inspiración para contar historias. Es una soñadora, apasionada por la naturaleza y los animales, que le impiden perder la esperanza.

 

2 COMENTARIOS

  1. Felicitaciones. Excelente, entiendo perfectamente lo que es cerrar una puerta. Como dice una vieja canción: la puerta se cerró detrás de mi y nunca más volviste…..

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