Literatura Cronopio

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HEMINGWAY «UN CUBANO SATO»

Por Alfredo A. Ballester Campillo*

—Ahí viene el «americano»—dijo Manolito.

Hemingway venía de la parte de atrás de su casa en la Finca Vigía, donde supuestamente tenía unos gallos de pelea. Nunca llegamos hasta allí pues, aunque se sentía el cantío de ellos también se escuchaba un perro ladrar y no quisimos nunca correr el riesgo, ni verificar la existencia de estos.

Ya llegando Hemingway a la zona de los mangos, venía en dirección recta hacia donde nosotros estábamos. No sentimos el temor del primer día que lo conocimos, que prefiero no recordar, no por el miedo que sentimos ante él, sino por la reacción a este, cuando estando subidos encima de los árboles, nos sorprendió robándole sus mangos, y fue tal el susto, que me provocó orinarme mojando mi pantalón, calcetín y zapatos de una de mis piernas.

Este día, fuimos a parar a la torre, donde increiblemente ni sé cuántos gatos había, no se podían contar, muchos más que cuando subimos la vez anterior.

—¿Quieren subir? —preguntó Hemingway.

Nos dio mucha alegría y rápidamente todos dijimos que sí.

Pronunció una frase en inglés que ni recuerdo, y mucho menos sabré qué quería decir, pero seguidamente habló en su español americanizado.

—¡A subir!, creo que mis piernas aún lo logren —dijo en tono imperativo.

Sentimos la emoción de una aventura, pero en menor grado, porque en la ocasión anterior habíamos subido de forma clandestina. Ahora nos sentíamos protegidos y con tranquilidad.

El «americano» subía con dificultad, y nosotros, como niños, queríamos adelantarnos, pero dejamos que el dueño fuera delante y así podría explicarnos lo que ya habíamos visto, pero él no lo sabía. Como estaba en short pudimos ver sus piernas y vimos que tenía como las marcas de heridas o cicatrices de quemaduras, nos miramos entre nosotros, pero ninguno se atrevió a preguntarle, debe haber sido de heridas en las guerras, o de los accidentes aéreos.

Subíamos, no abrió ninguna puerta, no sé si llevaba las llaves o no quería que entráramos, pero sí nos dijo lo que había en cada habitación.

—Con esto pesco y cazo, aunque en casa tengo otras armas, ya algunas no las uso —nos explicó, mientras nos mostraba algunas de ellas.

Seguimos hasta la última habitación y allí fue más explícito.

—Esta habitación, mi esposa la acondicionó para que yo escribiera, pero nunca lo hice.

—¿No quería subir y bajar la escalera? —pregunté.

—No fue por eso —y continuó—, aquí arriba hay demasiado silencio, me gusta escribir escuchando el maullar del gato, el ladrar del perro, el abrir y cerrar de las puertas y eso aquí no existe, solo el viento.

No imaginé, en ese momento, ni creo que mis amigos tampoco, las condiciones de un escritor para desarrollar una obra. Estábamos conociendo sobre su persona cada vez que conversábamos con él, y cuando mi padre me explicaba, me costaba trabajo entender y mucho menos comprender sus características, a pesar de que usaba un lenguaje acorde a nuestra edad. No recuerdo que haya pronunciado alguna de sus obras; sí sobre la guerra, la caza y la pesca de la aguja, también de su yate Pilar, pero jamás pude verlo porque estaba en Cojímar, a no ser luego de su muerte que fue llevado a Finca Vigía donde se exhibe por decisión de Gregorio Fuentes el patrón de la embarcación.

Aunque ya habíamos estado allí, sentíamos como una magia, una sensación de misterio, parecido a cuando uno entra a algún parque de esos que tienen casas de brujas y fantasmas, y que escenifican lugares y representan perosnajes para lograr esa sensación, solo que las cosas de la torre no estaban premeditadas para eso, eran naturales y acomodadas a gusto del escritor.

—¿Ven a esa leona que está en el piso? —preguntó señalando.

Respondimos afirmativamente sin quitarle la vista.

—La tengo separada del resto de mi colección, porque era una leona asesina y había matado ya a varias personas en una aldea en África. Fuimos avisados y llegamos al lugar donde la maté, y pagué para disecarla.

Mientras, yo miraba fijamente a los ojos del animal que, aunque solo tenía su cabeza, el resto del cuerpo era solo su piel, parecía lista para morderme con su boca abierta y sus colmillos punzantes, como si nunca hubiera muerto. Si así atemorizaba, me la imaginé en vida.

A medida que se realizaba el descenso, veíamos más gatos, algunos en la escalera y otros en la base de la torre.

—¿A usted le gustan mucho los gatos? —pregunté.

—Es mi animal preferido, y sobre todo los que tienen 6 dedos, que dan buena suerte, el primero que tuve de esa familia se llamaba Snowball. Me duele mucho cuando se muere alguno. Uno de ellos, muy querido por mí, lo mató un perro del vecino, eso me dolió demasiado. Yo sé que fue intencional —nos confesó.

—¿De qué casa es ese perro? —preguntó Manolito a Hemingway.

—La que está allá al lado —señalando con la mano—, estuve casi a punto de ir a matar al perro con una escopeta, pero no me gusta hacer eso, el culpable fue el dueño que no simpatiza con mis gatos. Si pasan a su propiedad ordena a sus perros que los ataquen.

—Pero usted tiene muchos gatos, no era el único —le dije.

—A cada uno de ellos le tengo cariño, y me duele cuando pierdo a uno, y más si es así destrozado —lo dijo entre lastimado y furioso, pero continuó hablando—: estoy pensando algo, hacer una «guerrilla» contra ese vecino, ustedes coman y llévense todos los mangos que quieran, pero cáiganle a pedradas a esa casa —terminó sonriente.

—Trato hecho, hoy mismo empezamos —dijo Manolito.

En realidad, lo que nos pedía sería una aventura para nosotros, y más que él nos protegería. Eso pensábamos. Además, de cualquier manera, nos permitía comer y llevar todos los mangos que quisiéramos. No tendríamos recompensa, solo el placer de realizar esa maldad infantil de la que Hemingway era el autor intelectual.

Cuando llegamos a la base de la torre, les dije a mis amigos:

—Vamos a ver si hay mangos por el piso.

—Recuerden no tirar piedras a los árboles ni subirse en ellos —nos dijo Hemingway.

Fuimos hasta la arboleda y no comimos de sus frutas, solo recogimos algunos mangos para llevárnoslos. Ya ese día no decidimos entrar en acción, era un poco tarde y cada cual debería regresar a su casa.

Habíamos esperado el fin de semana, para tener bastante tiempo, porque después de las clases escolares no tendríamos suficiente para lo que teníamos en mente: el ataque inminente al vecino cuyo perro había matado al gato de Hemingway.

Fue en la mañana del sábado. Llegamos a la puerta de entrada de la finca, Manolito empujó el portón y no tenía pasado el pestillo. Fuimos directo a la arboleda. Ese día no nos preocupaban los mangos, haríamos el primer ataque al vecino. Buscamos muchas piedras, sobre todo en la orilla de la valla del lindero de la Finca Vigía con la calle, no de la que daba con el vecino para no acercarnos y que nos viera. Una vez con las piedras en las manos, nos posesionamos para lanzarlas.

Lancé la primera piedra, aunque «no estaba limpio de culpas», pero no hubo ninguna reacción. Otra más lanzada por uno de mis amigos; nada tampoco. Al rato se escuchó ladrar a unos perros y la voz de un hombre, que gritó:

—¡Muchachos malcriados, tírenles piedras a sus madres!

Bueno, ya en ese momento no era por el gato, era por «mentarnos la madre» y todos tiramos a la vez. Salimos corriendo, alejándonos de la casa del vecino. Estuvimos un buen rato escondidos y no se observaba movimiento alguno, ni en la casa atacada, ni en la de la finca.

Vimos pasar a un grupo de niños que iban en dirección hacia donde nosotros habíamos empezado el lanzamiento de las piedras, pasaron por allí y siguieron más abajo cerca de los gallos. Nosotros al ver que ellos pasaron y nadie dijo nada, pues pensábamos que el vecino se había tranquilizado y volvimos a la posición inicial de ataque.

—¿Qué tú crees, tiramos otra vez? —preguntó Luisito.

—Seguro, tiremos de nuevo. Este tipo nos mentó la madre a todos —le dije.

—Yo tiro primero —dijo Manolito.

—¡Todos tiraremos a la cuenta de tres! —dije yo, comenzando el conteo: ––¡a la una, a las dos y… a las tres!

Al parecer alguna de las piedras, golpeó un zinc metálico lo que causó un gran ruido. Seguidamente repetimos la tirada, no escuchando ninguna queja desde la casa. Los niños que habían pasado se asustaron y venían de regreso, cuando de pronto, sentimos a unos perros ladrar, pero no desde aquella casa ni desde la de la finca. El vecino estaba dando la vuelta por la calle con dos perros controlados por correas, lo hizo sigilosamente sin nosotros percatarnos de eso, casi fuimos sorprendidos, aunque él no estaba por la parte de adentro, pero sí podía ver nuestros rostros.

Al ver al hombre —y fueron los ladridos de sus perros los que nos dieron la alerta— todos salimos corriendo, incluyendo al resto de los niños. El vecino se acercaba a la entrada principal, pero nosotros escapamos por otro lugar que él no imaginaba.

Una vez en la calle acordamos lo del día siguiente.

—Voy a traer mi tirapiedras —dijo Manolito.

—Y yo el mío —dije entusiasmado.

—Mañana nos vemos acá y también traigo uno —dijo Luisito.

A la mañana siguiente, ya habiendo convencido a mi padre de dejarme ir en bicicleta a San Francisco de Paula, localidad habanera donde está la casa de Hemingway, cogí mi tirapiedras, una bolsa, un pomo con agua, un estuche con herramientas y la bomba de echar aire a los neumáticos, para en caso de averiarse poder resolver. No encontraba los ponches fríos.

—Mamá, ¿no has visto la cajita de los ponches fríos?

—Los dejaste en la terraza el otro día —me dijo mi padre.

Fui, y efectivamente estaban allí agregándolos a las demás cosas que llevaba.

Fui directamente a casa de Manolito a recogerlo con mi bicicleta, de ahí salimos para la casa de Luisito, que debía estarnos esperando. Así fue, pero fuimos caminando hasta la finca. Yo llevaba mi bicicleta empujándola con mis manos.

Cuando íbamos llegando al portón de la entrada de la finca, salía el auto del «americano». Se había detenido y su chofer se disponía a bajarse para cerrar el portón, nos saludó.

—¿Qué tal muchachos? Cierren la puerta, por favor— dijo Hemingway.

—Vamos a los mangos. Sí, nosotros cerramos el portón — le dije.

—Bonita bicicleta —celebró el «americano».

—Sí, es mía, gracias.

Entramos y la dejé escondida entre las cañas bravas de la finca.

Por allí mismo seleccionamos las piedras, las buscamos pequeñas para poder ser lanzadas con los tirapiedras o tiraflechas como se le nombraban, que consistía en una horqueta, preferiblemente del árbol nombrado guayabo, de forma de la letra ‟Y», con unas ligas elásticas atadas a cada punta de esta. En los extremos de las ligas una especie de base, hecha de piel preferiblemente, casi siempre de lo que llamamos lengua del zapato, para sujetar la piedra, estirar las ligas y alcanzaran velocidad sirviendo de proyectil.

—Miren lo que traje —dijo Manolito.

—¿Qué cosa? —preguntó Luisito.

—Bolas —nos dijo––. Al mismo tiempo que las enseñaba (también se conocen como chinatas).

—¿Para qué es eso? no vamos a jugar bolas en la finca — le dije.

—Claro que no, es para usarlas como las piedras, traje cinco para cada uno —. Y nos las entregó.

Con estos recursos, de tirapiedras y bolas, podíamos mantener más distancia de la casa que atacaríamos. Nos acostamos en la tierra y desde allí empezamos a lanzar piedras, y las bolas que utilizamos pasaban como balas por entre los árboles. Los perros del dueño de la casa comenzaron a ladrar, y así estuvimos un buen rato, hasta que consideramos que era suficiente. En esta ocasión no escuchamos al vecino protestar, solo los perros se hacían notar, se sentían con deseos de atacar. Al parecer el vecino no estaba.

Ya íbamos de retirada, y vimos que un carro patrullero de la policía estaba entrando por el portón de la finca. Gracias a la cantidad de vegetación pudimos ocultarnos.

En ese momento, ya cuando había avanzado la policía, entraba detrás de ellos el «americano» en su auto. Escuchamos la bocina o claxon del automóvil del «americano», como avisándole a la policía que se detuviera. Cuando esta vio a Hemingway, detuvieron al patrullero para conversar con él. Desde donde nosotros estábamos podíamos ver y escuchar todo.

—Buenas tardes, señor Hemingway —saludó uno de los policías.

—¿Qué se les ofrece, por qué entran a mi propiedad? — dijo el «americano» un poco molesto.

—Señor —dijo el policía—, vinimos porque desde su propiedad están tirándole piedras a una casa.

—¿Desde mi propiedad? ¿Con qué derecho ustedes entran aquí? — preguntó Hemingway.

—Sí señor, desde su propiedad y entramos para hablar con usted o ver quiénes son los que tiran las piedras —le contestaron.

—En la puerta hay un aviso, para saber cómo entrar — y seguidamente preguntó: ––¿y quién los llamó a ustedes, vieron quiénes fueron?

—Hicieron la denuncia, dicen que unos niños —dijo el policía.

—¡Ahh —exclamó Hemingway, y continuó—, mira que advierto a los muchachos que no tiren piedras a los mangos!, debe ser que lo hacen y alguna cae en la otra propiedad, también recalco que no se suban en los árboles, ambas cosas son peligrosas, ya ven, debe ser por eso, ¡cosas de los muchachos del barrio! —explicó Hemingway, agregando: ––ya es hora de darle comida a los animales, así que disculpen y salgan ya de aquí. Y por favor, la próxima vez avisen antes de entrar, no me gustan los intrusos, me asustan.

—Tenga buen día señor —dijo el otro policía y agregó: ––muy bonita el arma que lleva en la cintura.

—Cierto, pero tengo permiso para portarla y tengo más en mi auto y muchas en mi casa y en el yate también, ¿algún problema? —expresó Hemingway.

—No señor, ya nos retiramos y disculpe.

Nosotros observábamos desde nuestra posición. Menos mal que no nos vieron, seguro nos acusarían a nosotros. El auto policial dio media vuelta y salió de la finca.

Hemingway se fue para la casa. Nosotros ya íbamos de salida, antes tenía que buscar la bicicleta en las cañas bravas, pero al acercarnos a donde ella se encontraba, vimos que el patrullero estaba detenido casi al frente de la entrada como esperando que alguien saliera. Un policía comenzaba a caminar por el lado exterior de la valla, mirando hacia la finca como buscando a alguien.

—¿Y ahora qué hacemos? —pregunté.

—Irnos por la otra cuadra —dijo Manolito.

—¿Y mi bicicleta?, ¿qué hago con ella?

—No sé, déjala ahí —contestó Luisito.

—¿Dejarla?, ¡estás loco!, ¿qué le digo a mis padres cuando me vean llegar sin ella?

—¡Ah no sé, inventa! —expresó Manolito.

No nos quedaba otra opción que salir de la finca por el lado opuesto, más allá de la ceiba y no por la valla del área del portón de entrada, por donde aún se mantenía el carro de la policía esperando que saliera alguien.

Así lo hicimos, y cada cual tomó su rumbo. Yo tenía el problema de la bicicleta, debí haberla dejado en casa de uno de mis dos amigos.

Llegué a mi casa y sabía lo que me esperaba. No había acabado de entrar y oí la voz de mi madre.

— ¿Y tú bicicleta?

—La dejé en casa de un amigo mío en San Francisco, porque se ponchó uno de los neumáticos y no tenía donde arreglarla, mañana voy y la traigo.

— ¿Qué pasó? —preguntó mi padre.

—Ya le expliqué a mamá.

—Lo escuché, pero quiero que lo repitas —dijo mi padre.

—Papá, se me dañó uno de los neumáticos y no tenía dónde arreglarla ––repetí.

—¿Y tus ponches fríos? Sé que los llevaste, ¿ya se te olvidó que los estabas buscando y fui yo quien te dijo dónde los habías dejado?

Mi padre se quedó observándome por unos segundos, luego pasó una de sus manos por su cabeza y agregó:

—Está bien, cuando me bañe vamos a recogerla tú y yo.

¡En qué aprieto me había metido!, ¿cómo iba a resolver ir a buscar la bicicleta, a casa de quién, si mi bicicleta la había dejado entre las cañas bravas de la Finca Vigía? Creo que mi padre estuvo solo dos segundos en el baño, pasó el tiempo volando, mientras yo pensaba en una solución. No tuve tiempo para pensar en algo.

—Vámonos —me dijo.

Salí caminando junto a mi padre y pensando qué hacer, tenía que decirle la verdad, pero ¿cómo explicarle y justificar dejar la bicicleta dentro de la finca? Si continuaba mintiendo me buscaría más problemas, con mi padre era mejor la verdad, intentaba decidirme, hasta que lo logré.

—Papá, la bicicleta tuve que dejarla.

—Eso ya lo dijiste, y lógicamente si no llegaste con ella, es que la dejaste en algún sitio, ¿por qué y dónde? Hablaba como sabiendo que estaba mintiéndole desde un principio, al decirle que estaba dañada.

Tuve que contarle la verdad, lo que había pasado y hacerle toda la historia desde la muerte del gato, hasta que la policía fue a ver quiénes tiraban las piedras.

—Está muy mal hecho de parte de Hemingway, una vez más da motivos para que digan que está «loco», o que le gustan todas esas cosas que hacen los niños. Ese americano tiene mucha variedad de carácter.

Mi padre hizo una pausa, quedándose pensativo por unos instantes, para luego proseguir:

—En una ocasión, como él no quería que cortaran la raíz de la ceiba que estaba levantando el piso de la casa, la esposa esperó que él saliera y ordenó a un jardinero que levantara las losas y cortara la raíz; una vez cortada apareció Hemingway detrás del jardinero con una escopeta, y el jardinero tuvo que salir volando por una ventana, con la raíz en la mano —así me dijo, y continuó: —tienes el día de mañana para traer tu bicicleta, o iré personalmente a buscarla.

Mi padre me puso la mano en el hombro, me dio una pequeña palmadita, para luego decirme:

—Te contaré algo, se conoce bien la historia de Hemingway, y del problema que tuvo con un millonario vecino de él, ya hace muchos años, pero esa historia sigue en boca de los vecinos de San Francisco de Paula y también acá por el Cotorro.

—¿Qué historia es esa, papá?

—Algo parecido a lo que hizo con ustedes, de tirar piedras al vecino.

—No entiendo.

—Hemingway tuvo problemas con un vecino, de una familia poderosa, hasta en la política, tenía que ver con los tranvías y autobuses de La Habana, estuvo involucrado con el general Machado, cuando se hablaba de revolución. Pero se dice que eso no tuvo nada que ver, con el problema entre ese señor y Hemingway. Dicen que este vecino, practicaba tiro, matando auras tiñosas y caían muertas dentro de la Finca Vigía provocando mal olor.

—No entiendo muy bien papá, ¿qué tiene eso que ver con las piedras que nosotros tiramos?

—Que tal como Hemingway los mandó a ustedes a tirar piedras, y tal vez no las tiró él junto a ustedes por estar ya enfermo y algo avejentado, en aquella ocasión, aprovechaba la media noche, cuando el vecino hacía grandes fiestas para él poner petardos y bombas de olores pestilentes saboteando las actividades, involucrando a personas que quisieran seguirlo en esas jodederas para aguarle las fiestas al señor, tal como ustedes lo siguieron.

—¿Y él mismo las ponía?

—Dicen que, entre todos, pero Hemingway era el último en abandonar la zona, para disfrutar ver a las personas cuando se asustaban y salían huyéndole al mal olor de las bombas. Este señor, el vecino, soltaba entonces los perros.

—¡Es un bárbaro el «americano», tremenda historia!

––Hijo, eso no está bien hecho, pero por algo lo hacía. Le gustaba capitanear esas acciones que se dicen fueron muchas. Y todo el mundo conoce estos hechos de aquella época. Él tiene razón al decir que es «un cubano sato».

—¿Qué es eso papá?

—Pues un cubano de la calle, de mundo.

—¿Y cómo se llama el hombre?

—No lo sé bien, tampoco si estará vivo. Tu abuelo, que quedó en venir hoy, si debe recordarse de él más que yo.

Regresamos a nuestra casa y mi madre estaba en el portal.

— ¿No fueron por la bicicleta?

—No encontramos en que ir para poder traerla, mañana él lo hace —explicó mi padre.

Mi madre entró primero, y cuando mi padre y yo lo hacíamos, escuchamos el claxon de un auto. Era mi abuelo materno, él vivía en la localidad de Guanabo, muy cerca a la playa, donde yo pasaba muchos días de algunos veranos.

—Hola abuelo —le dije dándole un beso.

—¿Cómo están todos? —preguntó.

—Bien —respondió mi padre.

—Hola hija —le dijo a mi madre al verla salir de nuevo al portal.

También salieron mis hermanos menores. Entramos y nos sentamos en la sala de la casa, y aunque era mi abuelo, teníamos la crianza de que cuando personas mayores conversaban, los niños teníamos que abandonar el área. Me disponía a salir, cuando mi padre me interrumpió diciendo:

—Dile a tu abuelo a quién conociste.

—Al «americano» —contesté.

— ¿A quién? —preguntó mi abuelo.

—A Hemingway —dijo mi padre.

—Él vive antes de llegar aquí al Cotorro, lo he visto par de veces por el Floridita, en La Habana —dijo mi abuelo.

—¿Dónde él tiene su barco? —pregunté.

—No, Floridita es un bar restaurante —dijo mi abuelo, que por cierto, allí Hemingway inventó un trago o coctel de bebidas, basándose en el daiquirí, que en realidad a mí no me gusta, porque es sin azúcar y doble ron. Dicen que él lo quiso así porque es diabético, le pusieron el nombre de «Hemingway especial» o «Papa doble». El bar, está por ahí por Monserrate y Obispo en la Habana Vieja. Ese bar se ha hecho famoso con su presencia.

—Yo creía que su barco estaba por tu casa abuelo, que es cerca del mar.

—¿Cómo te atreves a tratar de tú al abuelo? —me reprimió mi padre.

—Discúlpeme abuelo.

—Y no interrumpas —dijo mi padre y continuó: —yo fui una sola vez al Floridita.

—¿Al barco papá?

Mi padre me miró muy serio, yo había vuelto a interrumpir.

—No, estamos hablando del Floridita, dice tu abuelo haber visto a Hemingway en ese lugar.

—Yo he visitado ese bar con frecuencia y por eso vi allí a Hemingway, incluso pusieron un busto de él en el bar —explicó mi abuelo, agregando: ––yo lo vi antes de poner el busto, hace ya muchos años, cuando yo trabajaba en la compañía telefónica con los americanos —concluyó mi abuelo.

—Juan —dijo mi padre dirigiéndose a mi abuelo—, yo le contaba a Alfredito las historias de las peleas de Hemingway, con el vecino, pero él quiere saber cómo se llama o llamaba, no lo recuerdo.

—Frank Steinhart, de la familia de los autobuses y tranvías, involucrados también con la compañía eléctrica —contestó mi abuelo.

—¿Americano también? —pregunté.

—Sí —dijo mi abuelo.

—Yo he leído bastante sobre Hemingway y sus obras —dijo mi padre.

—Yo también —comentó mi abuelo—, y lo consideran un escritor sobrio.

—Dicen eso —expresó mi padre—, por el uso de frases cortas y duras, que fue incorporando por su propia experiencia de corresponsal en las guerras.

—Cierto —dijo mi abuelo—, y sus héroes que enfrentan a la muerte, tienen un código de honor, por eso son cazadores, toreros, soldados, boxeadores, etc.

—También —intervino mi padre—, él explica su técnica, con el modelo del témpano de hielo que deja oculta la mayor parte.

Mientras tanto yo escuchaba lo que hablaban del «americano», a veces entendía, otras ni idea, pero sí se iba formando en mi mente, una personalidad increíble de Hemingway, ya empezaba a dejar de ser el «viejo canoso y barbudo», por alguien de mucho respeto. Pero no se me quitaba de la cabeza lo de mi bicicleta. Había pasado el apuro con mi padre, respecto a ella, pero podía perderla si otro niño la encontraba, me daría pena con mi hermano mayor que me la había regalado.

—Puedes ir a jugar —dijo mi padre.

—Pienso —dijo mi abuelo—, que es importante que Alfredito haya conocido a Hemingway, un día entenderá la importancia de esta experiencia.

—Vete a jugar —me insistió.

Al ir al otro día a la Finca Vigía, y dirigirnos a la puerta, estaba la policía haciéndole preguntas a algunos muchachos del barrio. Al llegar nosotros, y ver ellos que ya estábamos entrando, uno de los policías nos preguntó:

— ¿Vienen muy seguido por aquí?

—Algunas veces —respondió Manolito.

— ¿Son ustedes quienes le tiran piedras a la casa de al lado? —preguntó el policía de forma acusatoria y continuó: ––¡sabemos que son ustedes!

Me sentí nuevamente atrapado, ¿cómo sabía que habíamos sido nosotros? A no ser que alguno de los niños, que también habían salido corriendo nos hubiera delatado. Estuve a punto de aceptarlo, pero algo me dijo que me estaba probando.

—¿Nosotros? —le respondí.

—Sí, ustedes, estos niños que están acá dicen que no fueron ellos —dijo el policía.

—Nosotros tampoco —dijo Luisito.

—¿Saben qué?, si les probamos que tiran piedras a una casa, pueden ir presos y sus padres van a tener que sacarlos —dijo el otro policía.

—¿Por qué íbamos a tirarle piedras a una casa?, a lo mejor alguien se las tiró a los mangos y llegaron hasta allí, nosotros sabemos que al «americano» no le gusta que lo hagamos —le expliqué.

—¿Quién los mandó a tirar piedras? —preguntó otro de los policías, que hasta ahora no había hablado, parecía el jefe de ellos.

—No hemos tirado nada, antes lo hacíamos para tumbar mangos, pero al «americano» no le gusta, dice que es peligroso —le repetí.

—¿No será, que ese que tú le dices el «americano», los mandó a tirar las piedras? —continuó preguntando.

—No hemos tirado piedras, le vamos a decir al «americano», que usted dice que él es quien manda a tirarlas, pregúntele a él —le dije.

—Bueno, no tienen que decirle nada, solo queremos saber quién está molestando a un vecino de por acá, que colinda con la finca, que nos llama y nos dice que los niños le tiran piedras y que es posible que Hemingway, sea quien los está mandando, porque las piedras las lanzan desde esta Finca Vigía. No soy yo quien lo dice —aclaró el policía.

—Si van a entrar y tienen permiso háganlo —dijo otro de los policías.

Entramos, pero el carro de la policía seguía allí, mi interés era recuperar mi bicicleta, que había dejado el día anterior, estaba presionado por mi padre, de yo no llevarla él vendría a buscarla y eso sí no me gustaba para nada.

Fuimos directo a donde la había escondido, y para buena sorpresa estaba allí mismo; mi temor era que otro niño la encontrara y se la llevara.

Todo salió bien, fuimos a recoger unos mangos, y ya de salida, yo iba caminado con mi bicicleta junto a mis amigos, pero al cruzar la puerta principal, nos dimos cuenta de que la policía se mantenía allí.

—Vengan acá, ¿y esa bicicleta de quién es?

—Mía —le contesté.

—Pero tú entraste sin bicicleta y ahora sales con una, ¿de dónde la sacaste? —dijo el policía.

—Ayer la dejé acá porque fuimos a jugar pelota, cuando me acordé de ella ya estaba cerca de mi casa —le dije.

—Entonces ayer estuvieron aquí, que fue cuando le tiraron piedras al vecino —dijo el policía.

Cada vez me enredaba más y me metía en problemas.

—Mire, si quiere llame a mi padre, él sabe desde ayer que dejé la bicicleta acá, y el «americano» me vio entrar con ella.

No recuerdo por qué los policías me dejaron seguir con la bicicleta, quizás como le había dicho que el «americano» me había visto entrar con ella, me creyó, parecía que respetaban a este señor. Me dejaron ir, pero no sin antes darme una advertencia:

—Procura que no reporten un robo de bicicleta en la zona, porque te iremos a buscar —dijo.

Pasaron varios días y de regreso a la finca, encontramos al «americano» en la piscina.

—Ya sé lo del ataque al vecino, la policía estuvo acá para averiguar y eso me molestó.

—Pero usted nos dio la idea, ¿por qué se molesta? —le dije.

—No, no estoy molesto por las piedras. Cierto, fue mi idea y si los hubieran atrapados yo me hubiese hecho responsable. Estoy molesto porque la policía entró sin permiso, y aquí entra quien yo autorice —nos dijo enfadado.

—Nosotros estábamos aquí, cuando entró el carro patrulla y después nos esperó afuera, y tuvimos que irnos por otro lado, por allá por la otra cuadra —le expliqué.

—Es poco hombre —dijo, refiriéndose al vecino, y agregó: —hubiera preferido que se pusiera los guantes y boxeara, aunque ya estoy un poco viejo todavía me atrevo, varias veces en la vida me retaron o reté, y nos rompimos la cara. Y lo de la policía interrogarlos a ustedes… me hubieran avisado.

—Bueno, cada vez que podamos le tiraremos piedra —le dije.

—Déjenlo, no vale la pena buscarse problemas por tipos como ese, le faltan pantalones —exclamó el «americano» y continuó: —¿qué más dijo la policía o qué les preguntó?

—Nos dijo que el vecino lo acusaba a usted, de mandarnos a nosotros a tirarles piedras, y nos preguntó que si usted nos mandaba a eso —le expliqué.

—¿Y qué dijeron ustedes?

—Que no, ¿qué íbamos a decir? —dijo Manolito.

Hemingway sonrió y nos dijo:

—Solo tomemos esto como un juego, es feo que niños tiren piedras a una casa, y mucho más que un adulto como yo los haya inspirado a eso.

—Las primeras piedras sí fueron por usted y su gato, pero las demás fueron porque nos mentó la madre —dijo Luisito.

—Mi papá me contó que usted y unos amigos, atacaban a un vecino, que tenía que ver con esos trenes eléctricos que iban por medio de las calles —le dije.

Hemingway, se me quedó mirando, como buscando en su memoria o sorprendido por recordarle esos hechos.

—¿De dónde sacó esa historia tu padre? —preguntó el «americano».

—¡Mi papá dice que eso lo sabe todo el mundo! —y continué —¿esos perros, que ese señor soltaba, son los mismos que le mataron a su gato?

—No, eso fue en otra época, cuando yo podía correr y arrastrarme tipo militar —dijo él al tiempo que soltó una ruidosa carcajada.

—Yo le conté a mi padre, lo de tirar piedras al vecino por la muerte de su gato.

— Pero… ¡qué diría tu padre de mí!

—Dijo que usted es un «cubano sato». Se echó a reír y nos dijo:

—Así digo en todas partes, «soy un cubano sato».

* * *

El presente cuento hace parte del libro «Si contara lo que te cuento», publicado por Publicaciones Entre Líneas, 2020.

__________

*Alfredo A. Ballester Campillo, nacido en Marianao, La Habana, Cuba el 30 de noviembre de 1949. Tiene estudios de Derecho y de Magisterio. Fundador y presidente del Movimiento Literario e Histórico Internacional Ernest M. Hemingway (MNHIEH), con sede en Miami. Miembro de Honor y Delegado de la Academia de Estudios Heráldicos e Históricos de Puerto Rico. Miembro de la Academia de Artes y Ciencias de P. Rico. Miembro de la Academia Científica y de Cultura Iberoamericana de P. Rico. Promotor de la casa Editorial Publicaciones Entre Líneas. Miembro de Honor y Embajador Cultural de la Academia Norteamericana de Literatura Moderna Internacional (central en New Jersey) y Director en el Estado de la Florida. Consejero del Centro de Cultura UNESCO de P. Rico. Autor de varios libros, entre ellos: Entre el Amor y la Amistad (Era la Única Posibilidad). Nominado al Premio de Literatura en Español Carmenluisa Pinto, 2013 (publicado en 2013), Adiós amor, volveré a ti (publicado en 2014), Ernest Hemingway y los muchachos del barrio, (español e inglés). Nominado al Premio de Literatura en español Carmenluisa Pinto 2014 (Publicado en 2014). Merecedor de la Medalla de Honor otorgada por la Casa de Homestead del Principado de Andorra por su labor literaria.

 

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