Periodismo Cronopio

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UN VIAJE AL OLVIDO DE UN PUEBLO

Por Gigliola Zuliani Arango*

Era de noche o de madrugada, ya ni cuenta me daba del tiempo, entre la expectativa del viaje del día siguiente, el retraso del avión y la preocupación por llegar tarde a la comunidad, no lo tenía muy claro. Tantas veces intenté llegar a La Playa, pero tantas veces se quedó en papel el viaje, muchas personas me decían «es una experiencia única, es otro mundo», pero por aquello de las circunstancias de la vida no lo había logrado en nueve años de pertenecer a la Compañía de María. Lo había vivido por fotos, por narraciones ajenas, por otros que habían cruzado el Pacífico en busca de ese pueblo afrodescendiente perdido no solo en el horizonte sino también en el mar y el verde que lo esconde. Algunas palabras de saludo, tres horas de sueño si mucho y nos embarcamos a la que sería tal vez mi primera aventura en muchos años de cotidianidad, el primer trayecto Medellín-Bogotá, el segundo Bogotá-Tumaco, una estadía corta en ese Tumaco gris, lleno de lluvia, de charcos y de lo que sería la premonición del clima que acompañaría el resto del viaje, el tercero Tumaco-Salahonda, una lancha que parecía temblar y perder un pedazo con cada ola de ese Pacífico, que parece rugir con un grito agudo a quienes osan atravesar sus aguas.

Llegamos mojados, no solo por la fuerza del mar sino por la lluvia que no daba tregua, unas veces suave y caliente, otras fuerte y fría, un puerto improvisado, nada comparable, unas escalas en roca, a las que el mar trata de llevarse consigo, manos que se estiran para ayudarte a subir, gritos de hombres y mujeres que hablan al mismo tiempo en un lenguaje tan propio que somos extranjeros.

El calor, la humedad, el olor te llegan con fuerza, con la fuerza de un pueblo que a pesar de las circunstancias encuentra razones para ser amable, para dejar que la vida brote por cada poro de sudor y de lluvia, voces que te gritan que cojas la maleta, la bolsa, el morral, lo que hayas traído y lo montes en el único moto taxi que existe, los demás se van en motos y los más atrevidos a pie, por una acera de cemento que atraviesa de un lado a otro el municipio Francisco Pizarro, desde su cabecera Salahonda hasta la vereda La Playa, nuestro punto de llegada final. Mientras camino, me encuentro con esos rostros que saludan: «buenos días hermanita», «buenos días tía», los perros, en igualdad de número que la población, ladran, las gallinas y los gallos se alborotan cuando los niños corren detrás de ellos para arrancarles las plumas, casas de madera y barro sobre pilotes visibles para que no se las lleve el mar o el rio Patía que también ataca con fuerza a veces, rostros negros de facciones finas, poca ropa, cuerpos libres que se mezclan con la música que compite con el canto de los pájaros y las olas del mar, casas abiertas donde la oscuridad solo se ve interrumpida por la luz de un televisor, demasiado grande para el cuarto que lo alberga.

Pienso que no solo estoy en otro mundo sino también en otro tiempo, un tiempo detenido en algún lugar del antes, de cuando la vida era más simple, de cuando el reloj giraba más lento, de cuando la prisa no era parte del día, de cuando estar simplemente bastaba.

14.124 vecinos, todos conocidos, todos parientes, nombres sacados de alguna película gringa o de una telenovela mexicana, o tal vez de alguna propaganda, nombres que se llevan con orgullo aunque no se sepan pronunciar, una cultura que se mueve al ritmo de las olas y las marimbas, que son música en la piel negra y una que otra mestiza o indígena, que entre Arrullos [1] narra su historia, grita sus tristezas, cuenta sus alegrías o simplemente expresa lo que vive, una cultura que a pesar del abandono, de sentirse en un punto ciego de la geografía colombiana, se siente viva, se siente parte de un mar que los alimenta y los conecta.

Días de descubrimiento, de ritmos lentos marcados por el sol y la lluvia, de aprender en medio del calor y la humedad, de caminar y caminar, unas veces por la inmensa playa para encontrarme con reservas naturales enormes como Cascajal, donde el mar va y viene, temprano se aleja para descansar y tomar fuerza y al medio día regresa lleno de vida para reclamar lo suyo, esas tierras que descubre solo por un rato para que las puedan admirar. Otras veces por la tierra mojada y empantanada que el sol no alcanza a secar, donde ellos caminan sin zapatos, fundiéndose, con pies que reconocen su tierra, la respetan y la hacen suya. Unas más por las tablas, caminos improvisados para atravesar el río y el mar mezclados bajo sus casas, tablas que conectan, que acercan, que hacen comunidad.

El mar les trae todo, los alimenta; hombres, mujeres y niños se unen en torno al chinchorro [2] que tiran temprano y recogen a las tres o cuatro horas, unas veces hay pescado para todos, otras no, una vez sacado lo de la venta, todos pueden «chiquitiar», o sea coger los pescados pequeños para comer en familia. Les trae la madera, la que trabajan, de manera rudimentaria, para construir sus casas. Les trae la basura, una basura que inunda la playa, basura que ensucia, pero que en algunas ocasiones se convierte en elementos de juegos para los niños, basura que mata la vida de las tortugas, los peces, los delfines y hasta las ballenas que cada tanto visitan el Pacífico, basura que se convierte en montaña porque no hay políticas ni estrategias para recogerla. El mar les trae y les quita porque está cansado de que lo traten mal.

Me encuentro con historias, miles, que llenarían páginas enteras de un libro, me encuentro con rostros alegres, llenos de vida, con rostros cansados, llenos de desilusión, con rostros confiados, llenos de esperanza, con rostros asustados, llenos de miedo, con rostros, tantos rostros que se quedaron en mi memoria. En La Playa se mezcla todo: la alegría de vivir, con el miedo a la violencia y lo oculto, eso que antes nadie veía pero que ahora camina por la tierra y la arena sin temor ni vergüenza, las ganas de salir adelante con las pocas oportunidades para hacerlo, el deseo de aprender con la incapacidad y la falta de recursos para enseñar, el sueño de salir con la imposibilidad de moverse, el anhelo de ser para el cambio, con la realidad de no volver para hacer la diferencia. Se mezclan el amor y el arraigo con el desamor y la apatía.

Es un pueblo en el olvido que se sorprende con la llegada, que hace miles de preguntas porque está ávido de conocer eso que está más allá, pero que se mantiene calmo con lo que tiene, tal vez demasiado, que quiere más algunas veces, pero la violencia, la falta de educación, la humedad, las condiciones de salubridad, las tristezas de años, la desilusión, las luchas perdidas, los desastres naturales como el maremoto-terremoto de 1979, le impiden avanzar. Un pueblo en el olvido que quiere ser parte de esta historia, que necesita que lo miren, que le den un empujón, que lo hagan visible, que sienta que pertenece, que tiene presente y que tiene futuro. La Playa, una tierra de esperanza.

Inicio el regreso, otra lancha, otro conductor, otros viajeros, la misma lluvia persistente que se niega a cesar, un poco de miedo porque no se ve nada, ni la brújula encuentra el norte, nos perdemos en alta mar, las olas levantan la lancha que se niega a arrancar, voces que se chocan en la angustia y no encuentran quien las escuche, el motor despierta y nos mueve otra vez, tratamos de encontrar el rumbo, vemos otras lanchas a lo lejos y respiramos, ya casi se ve tierra: Tumaco, pero la lancha no quiere llegar, nos quedamos sin gasolina, el miedo es menor porque estamos cerca, nos auxilian, la lluvia no cesa, estamos tan mojados que dejamos huellas de agua. El tiempo pasa lento en Tumaco, tantas cosas en la cabeza, tantas imágenes, silencio interior que te recuerda lo vivido, tratas de capturar los momentos, llevas tu cámara fotográfica, pero ahí no están los sentimientos. Tumaco-Bogotá, a lo lejos queda La Playa, te traes un poco de arena pegada en el alma, encuentros que te hacen diferente, te sientes diferente. Bogotá tan distinta, no miras a nadie, esperas el vuelo para Medellín, sigues recordando lo vivido, nada de lo que te habían contado supera lo que sentiste, agradeces la experiencia, la sientes tuya y de tantos, no sabes si algún día volverás, pero sabes que La Playa te marcó para siempre.

NOTA

[1] El arrullo es un género de la música afro del Pacífico (Ecuador y Colombia) que es cantado por las madres. Se caracteriza por ser interpretado con voz y percusión y por tener armonías que generan calma. (Nota del editor. Fuente: elcomercio.com).
[2] Atarraya (Nota del editor).

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* Gigliola Zuliani Arango es Comunicadora Social y Periodista, con especializaciones en Sociología de las Comunicaciones de La Sapienza en Roma, y en Televisión en la Universaidad Pontificia Bolivariana de Medellín. Trabajó en el periódico El Mundo, el Seguro Social, la Asociación de Televisión Educativa Iberoamericana (ATEI), el ICFES, la Universidad Cooperativa de Colombia y actualmente en la Compañía de María, en la Provincia del Pacífico (Colombia, Estados Unidos y Perú).

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