Literatura Cronopio

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La propina

LA PROPINA

Por Mateo Muñoz Uribe*

Esa noche era fría. Bajé del auto y entré por la puerta trasera del restaurante. Mi turno comenzaba a las ocho. Cuando estaba en mi casillero, sacando mi uniforme, Sam salió a despedirse.

―Por ser la noche de Halloween, recuerda que cada vez que puedas, debes estar al frente repartiendo dulces a los mocosos. Nos vemos mañana, Val ―me dijo al salir por la puerta.
―Nos vemos mañana ―le respondí.

Me dirigí a la caja a saludar a mi jefe y me dispuse a trabajar. Cafés, pancakes, hamburguesas, sonrisas y muy pocas propinas. La noche transcurría como cualquier otra, con la variable de que cada cinco minutos debía interrumpir el pedido de un cliente para poder ir a dar dulces a los pequeños monstruos. Afuera del restaurante había toda una multitud de personas disfrazadas, pero con el pasar de las horas fueron cada vez menos.

Limpié un par de mesas, organicé sillas y doblé servilletas. Se acercaba la medianoche y la calle estaba vacía, solo de vez en cuando pasaban adolescentes, que por la manera en que caminaban, sabía que ya estaban borrachos. En el restaurante solo había tres personas: una pareja y una señora que se estaba quedando dormida en la mesa. De repente, unos niños se hicieron en frente del restaurante y mostraron sus calabacitas de plástico. Querían dulces. Me dirigí a la puerta, les di los últimos que quedaban y les pregunté:

―¿No está muy tarde ya para ustedes?, ¿y sus padres?
―No, no lo es. Nuestros papás están en una fiesta, en la plaza del pueblo. Y, además, jugábamos con ese hombre que está ahí ―el pequeño señaló a un hombre que se encontraba junto a una lámpara.
―Nos ha perseguido toda la noche ―dijo otro niño―, es como un juego de escondidas. Dice que, si nos atrapa, nos dará tantos dulces que nuestros dientes se caerán.

Dejándome sin oportunidad de decirles algo, los niños salieron muy de prisa, riendo y gritando. Pero el hombre se quedó mirándome fijamente. Entré al restaurante, un poco incómoda, pero no presté atención. Le di la cuenta a la señora que se estaba quedando dormida y serví un último café a la pareja que seguía allí. Pasó poco tiempo para que en un abrir y cerrar de ojos, solo estuviéramos mi jefe, que se encontraba en la bodega, y yo, en el restaurante. Me puse a limpiar unas tazas y la campanita de la puerta sonó anunciando un nuevo cliente. Era aquel hombre, que, por cierto, al tenerlo en frente, se veía más viejo de lo que pensé.

―Buenas noches. Quisiera un café, por favor ―dijo mientras se sentaba en la mesa tres.
―Claro que sí. Se lo llevo en minutos ―le respondí.

Mis manos sudaban. El aire se puso frío y pesado, pues la presencia del tipo era inmensa. Vestía lo que creo que es un overol blanco con manchas de sangre. Le llevé su café.

―Y, ¿de qué es su disfraz? ―Le pregunté con una sonrisa que trató de ser amable, pero creo que resultó ser más una mueca de terror.
―Ah, estoy disfrazado de persona que se escapa de un manicomio ―me respondió y llevó sus labios al café.
―Qué curioso. Está bien, disfrute su café ―y esta vez sonreí como una persona normal.
―Qué bonita sonrisa tiene usted, señorita ―me dijo―. Muchas gracias por el café.

Me dirigí al baño un poco asustada. Cuando salí, fui en busca de mi jefe a la bodega para que me acompañara arriba, pero al entrar en la habitación, vi que él estaba tirado en el suelo, bocarriba, inmóvil. Me acerqué lentamente y vi que tenía sus ojos abiertos, y su boca también lo estaba. No tenía dientes y estaba lleno de sangre. Su boca parecía un pozo de sangre. No grité, no lloré, solo me quedé ahí. Vomité.

Subí de nuevo. «Tengo que llamar a la policía, tengo que llamar a la policía», me dije a mí misma. Este hombre me puede ayudar. Pero cuando llegué a donde se suponía que estaba él, solo vi la taza de café y unas monedas. Y en el frasco de propinas de esa mesa, de la mesa tres, unos dientes. Muchos dientes ensangrentados.

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*Mateo Muñoz Uribe es estudiante de Comunicación audiovisual y multimedial de la Universidad de Antioquia.

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