Literatura Cronopio

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teatro de la escala

CAE EL TELÓN EN EL TEATRO DE LA SCALA

Por Rafael Miranda*

El escenario estaba listo. El primer acto había acabado y la soprano inmortal, María Callas, había terminado una hermosa versión de «Sempre libera». El público de La Scala se había puesto de pie para aplaudir su interpretación, llena de emoción. Había capturado a la perfección el deseo de Violeta Valery de vivir siempre libre y sin ataduras, en un mundo de placeres efímeros que pudieran durar hasta que llegara el momento de su muerte, que ella intuía ya sería bastante prematura.

Su tuberculosis consumía sus pulmones y su salud, y las promesas de Alfredo Germont de amarle eran una locura. Violeta se sentía dividida entre su decisión de liberarse y sencillamente entregarse a una vida de placeres, y su deseo de ser amada de manera profunda y romántica, como Alfredo decía amarla. Esa división había sido representada magistralmente por Verdi al introducir las palabras de amor de Alfredo, que irrumpen de manera insistente en el aria de Violeta.

Ovidio estaba listo para el segundo acto, en el que podría entrar a interpretar su rol de Giorgio Germont, un papel perfecto para un barítono con una voz poderosa y madura. Era por fin su momento. En el segundo acto, Alfredo cantaba feliz porque ya llevaba unos meses viviendo con su amada Violeta en una casa de lujos increíbles que ella se encargaba de pagar. Eso era un pequeño misterio para todos. Por ser una cortesana parisiense, no era una mujer de clase que pudiera llevar a su familia para presentarla como su amada. El padre de Alfredo venía a exigirle a Violeta que abandonara a Alfredo, para no manchar el honor de su familia. Esta conversación se torna bastante dramática, ya que Giorgio Germont entiende en medio de su conversación que Violeta realmente ama a Alfredo y que está dispuesta a entregarlo todo por él.

Ovidio se había preparado para interpretar su papel durante toda su vida. Él, un paisa oriundo de Medellín, de familia tradicional, había crecido como un joven bastante tímido. Nunca había sido el alma de la fiesta. Para eso estaban sus hermanos Alberto y Amparo; extrovertidos y llenos de vida. En las fiestas de los Jaramillo siempre había música. Allí era donde él había brillado siempre. Su hermosa voz de barítono había llamado la atención de sus padres y le habían llevado, a él y su hermana Azucena, a estudiar canto en la Fundación Bellas Artes.

Se habían formado, con paciencia y cariño, como cantantes líricos. En la sala Beethoven, habían dado conciertos en los que el público había aclamado sus nombres y aplaudido sus interpretaciones de hermosos pasajes de la ópera. Ovidio con su voz dulce y fuerte había interpretado a Malatesta, a Enrico Ashton, a Iago, a Rigoletto, al picaresco Fígaro, al Conde de Almaviva en las Bodas de Fígaro…

Azucena, su hermana, había brillado como Carmen. Su Habanera había sido seductora, cadenciosa y fuerte, aunque ella se había mostrado siempre dulce y tímida. Sin embargo, en el escenario, mostraba una fuerza y sensualidad incontenibles, como la musa de Bizet. Ella también había hecho preciosas colaboraciones para interpretar Barcarolle, o el dueto de las flores de Lakme y Delibes.

Juntos, los hermanos Jaramillo, dos seres tímidos y de personalidades tranquilas y serenas, habían brillado en la ópera de Medellín entre 1930 y 1940. Ellos dos cantaban juntos en las reuniones familiares, causando admiración y alegría entre todas las personas que los escuchaban.

Ovidio había llamado la atención de una muchacha, oriunda de Titiribí, de una familia profundamente católica. Helena era una mujer fuerte y de voluntad férrea. Ella iba a la iglesia todos los días a atender la eucaristía. Ovidio la había visto en la distancia y se había propuesto enamorarla.

Su hermano Arnulfo había sido su cómplice en esta conquista. Le animaba a buscarla y a enfrentar su miedo. Alberto, su hermano menor, se burlaba de él y le llamaba «cobarde». A su manera, esto también le animó a buscarla. Un día, a la salida de la misa, Ovidio se acercó a Helena, rodeada de sus hermanas, y le entregó una flor. Era una gardenia. Sus hermanas Amparo y Azucena, que eran las expertas, le habían dicho que esta flor le hablaría de su amor secreto. Él había pensado darle una rosa roja, pero ellas le dijeron que sería inapropiado; le hablaría de deseo y pasión. La familia de ella se enojaría y lo apartaría.

Ovidio recordó desde su camerino en La Scala, cómo había logrado enamorar a Helena. Ella se había rendido ante su voz. Entonces él le había cantado cuanto bolero de amor había encontrado. La invitaba a las reuniones de su casa, en las que siempre había guitarras, bandolas y tiples, y allí le cantaba con su hermosa voz; una voz que casi siempre estaba reservada para los grandes escenarios, pero que en esos momentos cantaba sólo para ella, y ella lo sabía.

Se casaron en una linda ceremonia. Ella llevaba un vestido blanco níveo con un hermoso velo, y él, ataviado con su corbatín, la había llevado al altar. Fue un día muy feliz. Recordaba mucho la sensación de felicidad que le invadió aquel día.

«De’ miei bolenti spiriti» estaba llegando a su final. El tenor Alfredo Kraus había entregado una magistral presentación en este rol, como siempre lo hacía. Había cerrado esa aria frenética y llena de ardor y pasión. Kraus había ido del pianissimo al fortissimo, siguiendo las corcheas de las cuerdas, mientras los cornos tocaban sus notas largas y sostenidas. Kraus cantó el la bemol que marcaba el clímax del aria, mientras decía que para él vivir al lado de Violeta era casi como vivir en el cielo. Ovidio aplaudió tras la última nota junto con el público. Entraba Violeta a escena para seguir con el segundo acto. Pronto sería su momento. Ovidio siguió haciendo unos ejercicios de vocalización para que su voz estuviera lista cuando llegara su entrada.

Helena fue una madre muy especial. Una mujer fértil y fuerte, convertida en una dulce matrona antioqueña. Primero nació María Clara, una niña voluntariosa, juguetona e inquieta que alegró sus vidas de una manera impensable. Ovidio, emocionado, lloraba de amor por ella y por su esposa. Escribió una canción para ella, Helena, su musa.

Nunca había compuesto nada más, pero el sentimiento que inflamaba su pecho le dio la inspiración necesaria. La canción se llamaba «Misteriosa mujer» y contaba cómo ella había llegado a su corazón.

Fueron llegando los demás hijos: Aurora, Andrea, Alicia, Adriana y Humberto. El hogar se alegró con las voces de todos estos niños, tan diferentes y hermosos, cada uno a su manera, y la felicidad era palpable. Ovidio en su timidez, gozaba en silencio mientras ellos lo usaban como uno de sus juguetes favoritos.

Las familias antioqueñas siempre disfrutan de sus fiestas. Los Jaramillo no eran la excepción. En toda fiesta había música, aguardiente y bastante alegría. En sus fiestas, la música iba por cuenta de Ovidio y Azucena. Era común que todos terminaran la noche embriagados bajo el efecto soporífero del aguardiente. Cuando Ovidio bebía más de la cuenta, casi siempre se quedaba aún más callado y en su esquinita, siendo testigo del resto de la fiesta.

En términos de su carrera como cantante, Ovidio empezó a perder algunos roles por su incumplimiento. Las juergas habían minado la confianza de los empresarios y directores. Tuvo que empezar a considerar trabajos en los que movía mercancía como zapatos, cinturones y chaquetas por Antioquia. Empezó a trabajar en algo que no era para nada su pasión; esto sólo agravó su alcoholismo.

Helena, a pesar de no tener una educación avanzada, era una mujer muy inteligente. Ella vio cómo su marido había empezado a derrochar bastante dinero en alcohol, así que decidió hacerse cargo de las finanzas del hogar. Cada vez que él recibía su pago, ella guardaba algo para su vejez y pagaba lo que hubiera que pagar. Tenían todos sus hijos por sostener, así que no podían darse el lujo de malgastarlo. Su sentimiento de soledad empezó a crecer en esa época. Helena empezó a distanciarse emocionalmente de Ovidio, y él no sabía cómo volver a ser el que había sido antes… antes del alcohol.

Su hija Andrea, llegó un día a casa, después de un largo día en el colegio, sintiéndose un poco débil. Helena se sintió preocupada. Era sólo una debilidad, pero ella, como madre que era, sentía que algo no andaba bien.

Este recuerdo llegó a la mente de Ovidio en su camerino, en medio de un ejercicio de calentamiento. Ya casi era su entrada en la ópera. Andrea… Nunca lo vio venir.

Violeta ahora cantaba acerca de la invitación que Flora le hacía a su fiesta. Giuseppe diría que un hombre estaba allí para verla. Luego entraría Giorgio Germont a cantar su «Madamigella Valery». Ovidio se paró en las piernas del escenario listo para entrar. Era el momento.

Las notas de las cuerdas le dieron la entrada y él caminó lentamente hacia el centro del escenario, mirando a Violeta. De reojo distinguió los rostros de su familia en la platea, mirándole con orgullo y expectación. Sintió una oleada de cariño dirigida hacia él. Cantó su línea de manera decidida interrumpiendo con sus agudos las palabras de Violeta. El personaje sentía desprecio por esta mujer que manchaba el honor de su familia, así que tenía que mostrar su desdén por ella.

El público de La Scala les miraba asombrado. Las voces de este barítono y la soprano eran preciosas y el momento de profundo drama era bastante doloroso. En medio de este intercambio, cuando Violeta lograba ganarse el corazón de su suegro, él le contaba la verdadera razón de su visita. Venía a rogarle que abandonara a Alfredo para que su otra hija pudiera casarse. El prometido no lo haría si en la familia había un escándalo como el que estaban causando Violeta y Alfredo con su relación. Germont cantaba el inicio del dúo «Pura, siccome un angelo» y hablaba de las virtudes de su hija. Ovidio pensó entonces en Andrea, su hija que llegó del colegio una tarde sintiéndose débil. Las notas, ligadas y tiernas del barítono mostraron su amor por ella.

Al llegar al agudo, no era fuerte y descontrolado. La tensión de la melodía cargaba un ruego creciente que Germont hacía a Violeta. Las cuerdas lo seguían, como animándole en su pedido. Los violines en pizzicato le ayudaban a pedir cuidadosamente, eligiendo bien las palabras. Luego las flautas entraban a darle un sentido de urgencia. Ovidio puso aquí todo su sentimiento y su ruego, a lo que la soprano responde con un «Jamás» fortissimo.

Helena llamó al pediatra amigo de la familia, el doctor Alberto Jaramillo cuya  familia fundó un famoso laboratorio hematológico. No era parte de la familia de Ovidio, pero compartía su apellido. Todos creyeron que tal vez se trataba de una exageración de una mamá sobreprotectora, pero el médico no estuvo de acuerdo. Unos exámenes de sangre nombraron la sentencia. «Leucemia».

La familia no quiso decirle nunca a Andrea, una muchacha hermosa de unos 15 años, que su vida estaba por terminar. Se armó una conspiración de silencio alrededor de ella. Andrea, que era bastante inteligente, nunca preguntó, pero siempre supo que algo tenía y que este algo le iba a costar la vida.

«E’ grave il sacrifizio», cantaba Germont, diciéndole a Violeta que entendía lo doloroso de su pedido. Le pedía que sacrificase su amor y su esperanza. No estaba dispuesto a ceder en su pedido, así como Germont. Lloró mientras cantaba su dúo con Violeta. En ese momento, la hija de Giorgio Germont fue su propia hija. El dolor que sentía Giorgio era el suyo. Su ruego por la protección de su hija, le pertenecía hoy a él. Las lágrimas de Giorgio Germont en ese momento fueron tan auténticas que la soprano se conmovió y también las lágrimas acudieron a sus ojos.

La emoción de la escena fue tan clara, que el público de La Scala también se conmovió hasta las lágrimas. Ovidio siguió cantando. Sabía que esta era la presentación de su vida. Miró a Violeta, y cuando Germont le rogaba que hiciera el sacrificio de dejar a Alfredo, en su corazón Ovidio le rogaba que no se llevara a su hija.

La escena era tan vívida que su mente revivió la palidez de Andrea, los interminables exámenes de sangre, la quimioterapia que parecía debilitarla cada día más, las noches en vela cuidándola, Helena llorando en secreto para que sus hijos no la vieran. María Clara, la mayor, se volvió también una roca para ellos en esos momentos tan duros.

Las mujeres mayores de la casa tomaron el mando y se encargaron de ser la fortaleza cuando las fuerzas de Ovidio y Helena flaqueaban.

El público de La Scala sabía que algo muy profundo ocurría allí. Los cantantes habían entrado tanto en la intensidad de la escena que se habían olvidado del carácter ficticio de la ópera. La historia de la dama de las camelias había tomado vida en este escenario, más que nunca.

Violeta cantaba ahora su dolor. Era imposible que Giorgio Germont supiera la magnitud del sacrificio que le pedía. Ella estaba a punto de morir, así que pensar en abandonar al único hombre que la había amado, era renunciar a poder morir a su lado, feliz y amada.

Ovidio sintió su dolor. Fue tan intenso que notó el temblor ligero de su mano fuera de su control. El temblor se hizo cada vez más fuerte. Estaba mareado, falto de aire. Cerró los ojos por un momento y cuando volvió a abrirlos, estaba acostado en una cama. Se sentía débil y cansado. Miró sus manos, llenas de manchas de vejez, delgadas y con una vía intravenosa. Una máscara de oxígeno dominaba casi todo su cara. Intentó hablar, pero apenas un hilo de aire se asomó. Le costaba mucho. Miró a su alrededor y vio a María Clara. Sabía que era ella, pero no era la muchacha que recordaba. Era una mujer madura y de mediana edad. A su lado una grabadora reproducía música de Agustín Lara.

En un susurro, Ovidio alcanzó a decir, «Mija, ¿dónde estamos?».

María Clara le miró con un poco de tristeza, pero con mucha dulzura. Dijo: «Papá, estamos en un hogar».

Ovidio miró hacia la puerta de la habitación y vio afuera enfermeras arrastrando sillas de ruedas con ancianos en ellas. Sintió su mano temblar. Recordó que venía sufriendo de Parkinson desde hacía ya bastantes años. Este mal se había llevado su vitalidad y su fuerza, pero el peor golpe de todos era que se había llevado su voz.

Cerró los ojos de nuevo, y Violeta terminaba por decirle que no tenía amigos ni parientes. Alfredo le había jurado que encontraría amigos y familia en él. El sacrificio que él le pedía era demasiado grande. Cantaba su lamento en notas largas, seguidas por sforzattos de los cellos. Giorgio Germont le rogaba en notas bajas junto al contrabajo que fuera el ángel consolador de su familia, casi como un mensaje subliminal. Le dijo que una vez pasara todo, él mismo la abrazaría como una hija.

Violeta finalmente accede a su pedido y decide abandonar a Alfredo, con el juramento de romper su corazón para salvar a la familia Germont. Ovidio salió de escena, dejando a ese dúo inmortal de Alfredo Kraus y María Callas, dando vida a los personajes de Alejandro Dumas hijo.

Al salir de escena, Ovidio sintió de nuevo temblar su mano. No quería volver a ese hogar de su ancianidad. Estaba débil. Se aferró a este momento, su sueño al que alguna vez renunció por miedo. El sueño de cantar en los escenarios de Europa, junto a los grandes. Se mantuvo allí. Al parpadear veía las paredes blancas del hogar geriátrico, pero logró ponerlo a un lado.

Recordó entonces la muerte de Andrea.

Ovidio había cantado siempre a sus amores. A Helena le había dado serenatas que se escuchaban a varias cuadras de distancia. A María Clara le había dedicado «Muñequita linda», causando así que sus hermanas Azucena y Amparo la llamaran «Muñeca» por el resto de su vida. A Aurora le había cantado siempre «El día que me quieras». Escuchó en su mente en ese momento la música de Guty Cárdenas, que bellamente había interpretado a Rafael Hernández, cantando la canción que él había elegido para Andrea, y la cantó para sí, en ese momento íntimo que siempre tiene un cantante cuando sale del escenario. Cantó esas palabras que como puñales le arrancaron lágrimas.

«Era un rayito de sol, un lirio blanco lleno de amor
era su boca un coral eran sus dientes perlas del mar.

Era un ángel que del cielo Dios me lo envió
pero el cielo me lo arrebató

Yo presentía que aquel capullo jamás vería la luz del sol
porque el misterio de aquel idilio nadie en el mundo lo comprendió

Pálida y mustia cual blanco lirio
perdió su aroma, perdió su amor».

Al tiempo que él cantaba esto para sí, en el escenario, Alfredo y Violeta cantaban. Violeta trataba de calmar la ansiedad de Alfredo, pero al mismo tiempo se sentía morir, porque sabía que debía abandonarle. Giorgio Germont tendría que volver a entrar en unos segundos a intentar convencer a Alfredo de volver a su lado, al seno de su familia.

Recordó entonces a su hijo Humberto, que había tenido que crecer en un hogar lleno de mujeres. Ese mismo hijo que había sido siempre retador. Muy inteligente, pero travieso y desobediente en su infancia. Ese hijo que en su adolescencia había caído presa de una fuerte adicción a las drogas. Ese hijo que se había descarriado en un momento de su vida y había sucumbido a sus vicios.

A ese hijo le cantaría ahora. Una vez que volvió al escenario, lo hizo para rogarle a su hijo que volviera a casa, al seno de su familia. Él, Giorgio Germont, lo hacía con seria pasión en su aria «Di Provenza il mar, il suol», pero Ovidio lo hacía vivir en su memoria. Rogando que su hijo no hubiera tomado el ejemplo de caer en vicios como el alcohol o las drogas. Quería volver a tenerlo a su lado y protegerlo mejor.

Una vez más las lágrimas corrieron por las mejillas de Ovidio, mientras ponía sus manos en los hombros de Alfredo Kraus, hoy vestido de Alfredo Germont, y en su rostro veía a su hijo Humberto, luchando con sus demonios, luchando con sus adicciones. El dolor en la voz de Giorgio Germont conmovió una vez más hasta las lágrimas al público de La Scala.

Ovidio abandonó el escenario entre lágrimas y con las manos temblando sin control. Era el Parkinson. De nuevo se le escapaba el teatro de La Scala, y volvía a ver su cama en el hogar geriátrico.

Ahora sus hijos estaban allí. Se sorprendió de reconocer también a sus nietos. Estaban todos. Por un momento lo recordó. Sus nietos Jorge, Juan, Manuel, Diana, Carolina, Ramón, Felipe y Mateo. Varios de ellos habían heredado sus talentos y le habían hinchado el pecho de orgullo. Era una hermosa familia y le querían. A pesar de sus errores y sus fallas, le querían sinceramente.

Al abrir los ojos de nuevo, en el teatro de La Scala, se acercaba el final. Era el tercer acto y Violeta yacía en su lecho de muerte.

Giorgio Germont salió al escenario para el reencuentro con esa mujer a la que había prometido abrazar como a una hija, para descubrir que estaba a punto de morir. Él gritaba de remordimiento por ser un viejo necio que había arruinado la posibilidad de esta mujer de ser feliz al lado de su hijo.

Ovidio recordó a Helena. Esa misteriosa mujer que le había acompañado con amor y abnegación durante tanto tiempo. Estaba seguro de que si se hubieran casado en otra época, ella probablemente lo habría dejado. No por ser un hombre abusivo ni nada por el estilo. Lo habría dejado por su hábito de beber y no ser el proveedor que ella necesitaba. En otra época, ella hubiera trabajado y se hubiera independizado. Ella se lo hizo sentir muchas veces.

Él la escuchaba con una serenidad y una paciencia increíbles. La razón por la que nunca se rompía su paciencia era porque sabía que ella le decía la verdad. Él no había sido el esposo que debía ser. Sin embargo, ella lo amaba. Eso también se lo hacía saber.

Los violines se entrecruzaban dulcemente en una armonía celestial, como un coro de ángeles que llamaba a Violeta, pero los cornos interrumpían como fanfarrias anunciando el final.

En sus momentos finales, Violeta le pedía a Alfredo que volviera a amar. Que si alguna vez una joven pura y bella se cruzaba por su vida, supiera que en ella tendría un ángel que desde el cielo les sonreía a los dos. De nuevo los cornos bramaban con la fuerza del destino fatal que la enfermedad traía sobre ella.

Ovidio vio cómo Violeta hacía su pequeño canto del cisne, clamando con extrañeza que los espasmos del dolor habían cesado. Dice que en ella renace un vigor insólito. Corre por el escenario mientras las cuerdas la siguen en un tremolo frenético, que llega a un punto altísimo justo cuando por fin alcanza los brazos de Alfredo. Ovidio parpadeó por un segundo, y su parpadeo lo llevó al hogar geriátrico, donde sentía que su corazón empezaba a cansarse y a volverse cada vez más lento. A su alrededor, su familia le miraba y le hablaba con cariño. Le decían que estarían bien y que él podía ahora descansar.

Violeta finalmente cae en brazos de Alfredo y la orquesta llega por fin a un arpeggio lapidario en re menor. Cae el telón, y lo recibe un aplauso ensordecedor del teatro de La Scala. Salen al momento del aplauso, primero Alfredo Kraus, luego María Callas, todavía conmovida hasta las lágrimas por el papel que acaba de interpretar.

Cuando llega su turno, Ovidio sale al proscenio, para encontrar que el teatro está prácticamente vacío. En las primeras sillas ve a Helena, hermosa como el día de su boda. Ve a sus hermanos y hermanas, ve a sus hijos, todos grandes y felices. Su hijo Humberto, sano y sin vicios, con una familia bien formada. Sus hijas María Clara, Aurora, Alicia y Adriana, quienes le aplauden con alegría y lágrimas en los ojos.

Ve a su hija Andrea, que con una corona de flores se acerca al escenario a entregarle a él un ramo de gardenias. Andrea estaba llena de vida, como antes de su leucemia. Luego ve a sus nietos, con sus propias familias, y junto a ellos a sus bisnietos que le aplauden con cariño. Ve que esta es la presentación de su vida. Que su camino, aunque lleno de dificultades, también fue un sembradío fértil de amor.

Llora como un niño y hace una última venia. El monitor cardíaco en un hogar geriátrico se detiene en una línea plana, mientras cae el telón en el teatro de La Scala.

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* Rafael Miranda nacido en Medellín, Colombia. Psicólogo, con una maestría en Lingüística aplicada a la enseñanza del inglés como segunda lengua, cantante lírico, profesor y escritor. Publicó en Amazon un libro llamado «Historias desde el olvido», en el que recopila cuentos y canciones de su autoría. Es también uno de los autores del libro «Cuatro noches entre sábanas», publicado por la editorial «Con M de mujer». Enseña inglés y literatura en un colegio en Colombia y su mayor interés como escritor es la profundidad psicológica de los personajes que crea. Fundador y uno de los panelistas del podcast «Historias al diván», en el que cuatro escritores analizan películas de todo tipo.

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