Cronopio inesperado

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juan ambrosio y los vampiros

JUAN AMBROSIO Y LOS VAMPIROS

Por Reinaldo Spitaletta*

1

Algunos compañeros que no eran de por esos lados le habían comentado con cierta impertinencia que las noches del barrio eran muy solitarias y, seguro por ello, peligrosas. Poco se sabía de asaltos nocturnos, aunque, pese a las blancas luces led de varias de sus calles, las sombras de los árboles, pronunciadas sobre el asfalto, daban una sensación fantasmal de oscuro nerviosismo. Se había convertido en una zona de conventos y asilos, de pocas casas residenciales, porque ya una buena cantidad de esas enormes construcciones estaban dedicadas a entidades de salud, de ayudas diagnósticas, de talleres de artesanía y, una que otra, de asistencia a niños desamparados. A Juan, estudiante de primer semestre de antropología, para nada le interesaban los rumores sobre su vecindario, al que conocía desde niño, y jamás, en sus 17 años, le había ocurrido nada espectacular ni catastrófico, distinto a que se había quedado sin compañías generacionales, porque casi todos los de las demás familias se habían marchado del barrio.

 A veces, llegaba muy tarde a casa, por reuniones de estudio y, claro, por alguna jornada de rumba, propia de su estado juvenil. Se había acostumbrado a ir y llegar a pie desde la universidad, que estaba a diez cuadras o un poco más, según si se andaba por las calles más planas, para eludir las de las faldas empinadas. Por donde se iba o venía, había variedad arbórea, pero eran los guayacanes, en especial los de floración amarilla, los que predominaban y se habían convertido en un referente del barrio. Juan Ambrosio, que así se llamaba en completo, aunque era el segundo nombre el que se había convertido en su identidad para los más viejos, vivía en la más solitaria de las calles del barrio, en Balboa al cruce con Urabá, en una casona de techos elevados, en cuyo antejardín había, como una divergencia vegetal, dos casco‘evacas y un erguido cactus.

El muchacho, cuyos padres eran profesores de secundaria, no tenía hermanos, y así, con tan nada numerosa familia, su casa, con dos patios y un solar sembrado de mafafas, resultaba inmensa, aunque lo que sí llamaba la atención eran varios cuartos con estanterías de libros casi hasta el techo de cielorraso y en el que, en otros ámbitos domésticos, había molduras con relucientes brillos dorados, y los mosaicos eran esmeralda y oro, con sutiles decoraciones de arabescos. En un tiempo, cuando todavía había juventud en el vecindario, le molestaban con «la carabina de Ambrosio», y un profesor de música, que vivió en Darién con Popayán, amigo de familia, le contó sobre los castrati, una suerte de invención de un santo con su nombre, un tocayo, activista del canto llano en el siglo IV, aunque, según se preocupó el muchacho por averiguar más tarde, no había ninguna fundamentación histórica en cuanto a lo del santo milanés y la castración a muchachitos para que, de adultos, siguieran cantando en las iglesias con su voz blanca.

Juan (para las muchachas universitarias) y Ambrosio (para algunos ancianos de un asilo enfrente de la casa, donde la madre del estudiante iba a narrarles historias), sentía amargas aprensiones con la vejez. No solo porque sus padres ya estaban entrando en una edad en la que ya la juventud ha quedado muy atrás, y se está convirtiendo en recuerdo remoto, sino porque en el paisaje del barrio observaba, en corredores, jardines y ventanas, en pasillos enrejados, decenas de vejestorios que ni siquiera podían moverse, algunos con caminadores, otros ayudados por enfermeros y por voluntarias de quién sabe qué sociedades benéficas y de caridad.

Cuando el estudiante pasaba por enfrente de alguno de los asilos, los viejecitos lo atisbaban con cierto interés, les brillaban los opacos ojos (según se pudo saber después), y no faltaba el que le hacía señas para que se acercara. Quería que le comprara un cigarrillo o, según algunas chanzas entre ellos, un cachito de marihuana. Juan ni miraba o lo hacía de reojo. A veces, saludaba, pero, en general, se notaba que quería pasar rápido por enfrente de esa montonera que le causaba no solo malestar sino unas ganas inmensas de nunca envejecer, o al menos, de no estar jamás en una entidad como aquellas, con tantas soledades y decadencias, como también se le escuchó decir.

Juan, con toda su fascinación por lo antropológico, le parecía que ya el barrio, que tuvo sus esplendores en otros días más prósperos y gozosos, estaba en un retroceso que daba grima. Tantas casonas de fascinación, ninguna parecida a la otra, cada una con su estilo, sus formas extranjerizantes, sus fachadas de buen gusto, sus ochavas y áticos, sus torrecillas y ventanales de cristal, su eclecticismo, todo un imperio de la ensoñación, se había ido a pique, como un barco sin timón y sin capitán, ah, y, sí, también había casonas, por lo menos dos, que semejaban, una de ellas, en Palacé por Urabá, un vapor de los que navegaron el río Magdalena, y otra, en Popayán con Belalcázar, que ya, tras tantas glorias pretéritas, lo habían dividido para inquilinatos. A esta última le decían (bueno, todavía le dicen) el barco.

El estudiante se sabía de memoria los portones y sus aldabas, dónde estaba la escultura del león dormido, en qué parte había claraboyas y rosetones, cuáles eran las casas con sótano, y tenía planos rústicos que él mismo había trazado para ser parte de una memoria, tal vez de una arqueología. Uno de los asilos, quizá el más grande de los del sector, estaba en la vieja casa que fue sede del Opus Dei. Se decía, aunque pocos lo podían demostrar, que se comunicaba por un túnel con la del otro lado de la calle, que había pertenecido a una familia judía y ahora estaba dedicada a una asociación de médicos. A Juan le habían contado de muchachos de otros días, por ejemplo, de uno llamado Alberto Naín, muy borrachín y guasón, que en sus beodeces se paraba frente a la casona de los opus y les gritaba, con rítmica sonoridad: «Culos dáis cacorrus Dei». Nadie salía a increparlo. Y entonces él, cansado de sus alaridos, se iba a dormir.

También supo de uno que era un conquistador irredento, ante el cual varias muchachas de barrio caían rendidas, más que todo vencidas en las escaleras de sus enormes casas. Y de otro que, con suma habilidad, como de mono urbano, se subía a las ventanas y lograba «gatear» a las chicas, voyerista consumado. En la casa que fue de la «divina obra», del Opus, al irse marchitando el barrio, se instaló tiempo después un asilo de ancianos. Lo bautizaron inicialmente como Sendero Luminoso, pero tuvieron que cambiarle el nombre ante tantas visitas de curiosos muchachos universitarios y de la policía secreta. Vaya a saberse por qué creían que todos esos viejecitos eran un tentáculo del terrorista grupo peruano. Senderos de luz, se quedó llamando, en definitiva.

Ante la proliferación de estas entidades, a Juan Ambrosio le dio por pensar que podría, al fin de cuentas, hacer su trabajo final sobre la vejez, pero, ante todo, como en un barrio que había sido tan elitista y elegante, las casonas de los más encumbrados habitantes de otras horas se habían erigido como amparo de vejentudes. Y si bien al muchacho le molestaba el paisaje melancólico que tantos viejos le daban al territorio, se decía que era una ocasión única para penetrar en ese mundo de la decadencia humana a la que él, se repetía, no quería llegar nunca. Se hizo a sí mismo, solo con lecturas de biblioteca, un «lavado cerebral» para no seguir repudiando a los que en esos espacios ya deteriorados, tanto como los que allí recalaban, se habían visto forzados a vivir sus últimos días en lo que antes fue un barrio de jóvenes y de señores y señoras muy elegantes y de buen tono. Ya miraba de reojo cuando pasaba por enfrente de algunos de estos establecimientos tristes, escuchaba con interés cómo lo llamaban para que les hiciera algún mandado o solo por molestar o llamar la atención de quien parecía despreciarlo por su forma de pasar sin ninguna curiosidad por lo que lo rodeaba. No los determinaba.

No se supo de las razones de fondo por las cuales entró un día a los Senderos de Luz, la mirada desparramada, y por donde iba andando había mesitas con prótesis dentales, algunas en vasos con agua, otras sin nada, desnudas, sonrosadas y blancuzcas. Tuvo la idea de que la vejez era perder los dientes, y entonces no había posibilidades que allí hubiera gente de buen morder. Incluso, según escribió en una libreta, que ninguno de esos viejos (curioso era que la mayoría eran hombres) podría ser un vampiro, primero porque salían al corredor y al antejardín en pleno día, y, segundo, porque con qué iban a perforar el cuello de sus víctimas.

2

Doña Vespasiana (los otros, incluidos los parientes, le apocopaban el nombre y le decían solo Vespa, y ella, al principio, se moría de la rabia, pero, luego, ante la inutilidad de su resistencia, lo aceptó con gracia), la mamá de Juan Ambrosio (ella en general lo llamaba Juanito), era muy allegada a los directivos de los Senderos de Luz, porque, además, ella, buena para la conversación y la narración de historias, iba cada tanto a participarles a los internos sus modos afables de contar relatos de otros tiempos. La síndica del asilo le decía a la señora, maestra en un colegio privado de clase media, no lejano a su barrio, de su extrañeza en cuanto a que, el hijo de ella, era huraño y miraba con cierto resquemor a los viejos del recinto cada que por enfrente pasaba y que le parecía que incluso se cambiaba de acera, en actitud despectiva y nada solícita, así dijo.

—No, qué va, deben ser aprensiones suyas; él es más bien tímido, pero muy atento —dijo la señora, con instinto maternal y la guardia en alto.
—Bueno, será que me parece, mi querida Vespa — respondió la otra.

La maestra de lengua materna solía contar cuentos muy viejos, como los de posadas camineras en medio de la noche, en las que, a ciertos huéspedes, cuando no dejaban dormir por sus alborotos, o porque clamaban que «ah, bueno una mujer para estos fríos», se les callaba con quejidos del más allá o con la aparición súbita de alguna vampiresa de largos colmillos y mucha sed sanguínea. Los ancianos, que ya no estaban para sentir miedos, reían y mostraban sus dientes, algunos; o su «muequera», la mayoría. Le pedían con su voz cansina que siguiera con las consejas y cuentos, y que de todos modos les gustaban mucho los que tenían que ver con tinieblas de miedo, brujas y otros aparecidos. Esto porque por lo demás, se solía hacer al caer la tarde, como una manera de diversión crepuscular para que los viejos, que según decía la síndica, lo mismo que la directora, una enfermera de cierta edad, que bien pudiera ser una de las internas, se concentraran en asuntos diferentes a la tristeza y al recuerdo melancólico de tiempos que ya no podrían vivir más.

Tanto a la síndica como a la directora, que eran las más allegadas, doña Vespa les decía aparte cómo era aquella casa hace tiempos, y que le había tocado ver la puerta del túnel que comunica, por debajo de la calle, con la casona del otro lado. En algunas partes del enorme sótano, oloroso a humedades, y ella, que era buena lectora de historias góticas, le parecían propicias para ser escenario de venganzas, encerramientos con cadenas y grillos, o, como en Poe, de emparedar a alguien en cumplimiento de una vindicta bien pensada e irremediable.

—Vos sí que nos querés asustar siempre —decía la síndica, en medio de risas, sin dejar de sentir en su piel un escalofrío que la recorría como mal presagio.
—Contanos más historias de este caserón. Me parece que, muy entrada la noche, parecen brotar gemidos de la tierra —dijo la directora.
—Vean, le he referido historias a Juanito sobre los sótanos y los gemidos que siempre han dicho, o decían en otros tiempos, que se escuchan en sus profundidades, y me dijo que eran supersticiones, pero que algún día le gustaría excavar por ahí. —dijo doña Vespa, con una voz que parecía tener un acento de nerviosismo.

Entonces, después de un silencio que fue interrumpido por un «qué bueno un cafecito», pronunciado por la síndica, doña Vespa narró lo que, a ella, en otro tiempo, cuando ni siquiera vivía en el barrio, le habían dicho sobre una especie de mazmorra que hubo allí y en la que llegó a encadenarse a penitentes o tal vez a acusados de alguna falta grave contra la moral y las buenas costumbres. Eso decían. Ella poco crédito le había dado a tanta «rumoriadera», pero que, quién sabe por qué razones, la gente contaba esas leyendas, a lo mejor, como se decía de las brujas, que las hay, las hay, ja, ja, según soltó la carcajada como una especie de exorcismo.

De esas cosas, antes o después de las narraciones a los ancianos, hablaba doña Vespa con las funcionarias del asilo. Era, según también lo expresó, una diversión muy sana y que a ella le encantaba, porque a los estudiantes de hoy día nada de esas «pendejadas» les gustan.

Hacía días que no estaba de visita por el asilo, y ya la extrañaban tanto los de logística y dirección, como los que allí pasaban los que podrían ser los últimos tiempos de su existencia. En todo caso, ante la ausencia de la relatora y buena dama de caridades, la llamaron a su casa y entonces supieron que había enfermado, pero que, mientras se reponía, podría mandar a su hijo a visitar a la vejedumbre, según utilizó esa palabra. «Hablaré con él y les cuento», dicen que dijo. «Pero si a él no le gusta ni pasar por enfrente del asilo», contestó la síndica.

El caso es que, días después, se apareció en el asilo el joven estudiante y fue cuando, en su caminar inseguro por los pasillos del caserón, tuvo visiones que dejó consignadas en una de sus libretas, adminículo que entonces ya él denominaba diario de campo. Anotó acerca de prótesis dentales, de algunas que le parecían se reían en vasos de agua, y según contaron luego la síndica y algunos viejos, estaba un poco asustado en ese ambiente de decadencias que le hacía sentir un vacío en el estómago y unas ganas inmensas de salir corriendo de ese lugar de asfixias y pesares.

Le contó a su mamá que era deplorable ir a esas casas y que no sabía cómo ella se amañaba tanto en ese mundo sin esperanzas. Doña Vespa, tras recuperarse de sus dolencias, volvió al asilo a proseguir con sus historias y a conversar con el café humeante de la síndica y la directora. Su hijo, en cambio, dijo que ya poco le interesaba estudiar la vejez y que más bien cambiaría de tema en su trabajo de final de carrera.

3

Juan Ambrosio se desentendió por un tiempo de los viejos del barrio, de las visitas que al asilo realizaba su mamá, de las fiestas estudiantiles y se dedicó a leer y hacer anotaciones sobre oscuros cuentos de vampiros. Lo veían en la biblioteca de la universidad cargado de libros sobre ese tema, y en la de su casa, había un tratado sobre Transilvania y sus leyendas. Le dijo a su madre, mucho tiempo después de sus pesquisas, que le gustaría atravesar el túnel entre el asilo y la residencia médica a ver si, en esa penumbra, captaba ambientes para ambientar su tesis que si bien seguía siendo en esencia sobre viejos, o sobre la vejez, no descartaba la inclusión de relatos de misterio que él mismo se pondría a escribir como una especie de anexo de su trabajo final de la carrera. Fue entonces cuando decidió volver a Senderos de Luz.

Desarrolló insólitas simpatías por los ancianos, que antes le repugnaban y fue encontrando sentido por esa etapa de la existencia, la última, la definitiva, en la que se está cada vez más cerca de la muerte. Así escribió en su diario de campo. Y también acerca de las cajas dentales, que le seguían impresionando, aunque en ellas, de acuerdo a sus anotaciones, no encontraba una destacada «colmillería». Habló con la directora y la síndica a ver si le permitían una exploración en el sótano, pero no era fácil que accedieran, porque estaba «terminantemente prohibido» el acceso a esas cavidades, a no ser, le dijeron, que se tratara de reparaciones de urgencia e imprescindibles en grado sumo. No pudo conseguirlo. Su mamá le dijo, con voz trémula, que lo mejor era no atreverse por esas oscuridades donde, se decía en otras témporas, que allá en desusadas mazmorras se azotaban pecadores y se realizaban actos de penitencias, crudos y crueles.

Algunos viejos, cuando observaban los merodeos del muchacho, se intranquilizaban y no faltó quien le pusiera la alerta a la directora, que solo sonreía al recibirlas, porque, seguro, su tranquilidad se basaba en la convicción de que era imposible que el muchacho, o un viejo, o cualquiera otro habitante del asilo pudiera hacerlo.

—Juanito, la directora me ha puesto quejas tuyas sobre tu obsesión de entrar al sótano —fueron las palabras de la madre. —Olvídate de eso, yo sé por qué te lo digo —acentuó a modo de advertencia doña Vespa a su hijo.
—No hay problema, no insistiré, mamá, tranquila —Las palabras no eran muy convincentes, pero había que creerlas, como dijo tiempo después ella.

Y, como se ha dicho en distintas esferas familiares, las mamás tienen unas antenas invisibles, muy sensibles, capaces de detectar lo más recóndito de sus hijos, lo que estos simulaban o intentaban guardar en secretas cavernas de su interior inexplorable. Sabían leer muchas cosas que ni psicólogos ni otros especialistas de la mente podían descubrir. Y doña Vespa supo, con los días, que algo raro estremecía a su hijo, que lo comenzaba a notar muy intranquilo, con ideas fijas como las de que el asilo estaba pleno de vampiros, y que por eso él, en otros tiempos, se cambiaba de acera y sentía repulsas por los ancianos. En una ocasión, él le narró algunos de sus sueños, más bien parecían pesadillas, acerca de apariciones de viejos de caras enormes, que volaban por encima de la cama en que él reposaba, se elevaban y luego caían en picada, como aviones de guerra, según dijo, y era inútil cualquier defensa, lo asediaban hasta el cansancio, hasta la inutilidad de resistencia alguna, y él tenía que rendirse ante el ataque a su cuello, agujereado por los colmillos inusuales de los fantasmas o cualquier cosa que aquello fuera.

Cada vez era más preocupante, según doña Vespa, también según comentarios de algunos de sus compañeros de universidad, que ella pudo entrevistar en distintas ocasiones, la obsesión de Juan Ambrosio, de Juanito, de Juan, por intervenir de distintas formas en el asilo, donde él, de acuerdo con sus notas y declaraciones, estaba convencido de la presencia de seres destructores, de vampiros de la antigüedad disfrazados de ancianos y pensaba que los más jóvenes del barrio peligraban, aunque, como era fama, pocos jóvenes quedaban en la barriada vieja, así que él se consideraba «objetivo militar» (así dijo varias veces) de aquellas manifestaciones siniestras, extemporáneas, porque, también advertía, cómo es posible que todavía haya vampiros, y en una ciudad, y en un barrio catalogado como el más bello, el de tantas historias contadas y por contar, el de las arquitecturas disímiles y de fantasía. Entonces fue cuando se declaró, de modo increíble para los que así lo escucharon, como el salvador, el aniquilador de la amenaza.

Doña Vespa les dijo a las directivas del asilo que ni riesgos fueran a dejar entrar allí a su hijo. «Queda terminantemente prohibido», les dijo, y luego les imploró de que ayudaran con su actitud a ver si el muchacho volvía por sus fueros, porque todo indicaba que estaba «rayado», y quizá tantas lecturas, como ella descubrió no solo en la biblioteca universitaria, sino también en la enorme que ellos tenían en casa, de novelas, cuentos, historias, consejas, todas relacionadas con vampiros, que él decía se habían originado en la India, y que apenas en tiempos del romanticismo se hicieron célebres en Europa. «Se quedaron con las ganas de llegar a América, porque negros e indígenas supieron todos los secretos y conocieron todas las contras, incluidas las de espantar vampiros, que no eran ajos y cristos, sino palabras secretas, mantras, plantas ocultas, mágicas…», según se encontró en sus apuntes.

En efecto, no lo dejaron entrar más al asilo, que, cosas del destino, como también se escuchó decir, él detestaba en otros días y, como si fuera un castigo (dicen que dijo uno de los viejos), o una maldición, él, tan joven y bello (parece que son palabras de la síndica), comenzó a añorar, a desear, a tener como objeto de sus obsesiones. Por las noches, hubo que contratar un guardián, porque alguna vez lo pillaron subiéndose a la cerca de hierro, alambrada en la parte alta, y pudieron convencerlo de que se bajara y no fuera a hacer una locura. Se negó y entonces, antes que llamar a la policía, los del ancianato llamaron a la madre del estudiante. Solo así volvió a casa y estuvieron en un «tira y afloje» madre, padre e hijo, este resistiéndose a quedarse allí encerrado, y ellos clamando unánimes para que se acostara y dejara de estar poniendo en riesgo a los habitantes del asilo, a él mismo y a la vecindad, que cada vez era menor en las noches. Y fue cuando se acordó el muchacho de lo que le habían contado del vecino escandaloso en sus borracheras que la emprendía contra «los cacorros del Opus», frase esta última acuñada por Juan.

Salió a las dos de la mañana, hora que se supo porque, el celador que lo vio, miró el reloj y le pareció muy extraño ver al muchacho salir de su casa, doblar por Urabá y llegar hasta la vieja casona de los ancianos, en la que se puso a gritar en un desvarío insólito y de escándalo «Culos dáis, cacorros del Opus, jopus, chupasangres hijueputas». Los que se despertaron pensaron que estaba loco, trabado, enmarihuanado o quién sabe qué diablos había consumido para quedar en ese estado sin gracia y perturbador. Cuando aparecieron sus padres, empiyamados y con caras de angustia, el muchacho desató risotadas sin sentido y, en medio del desconcierto, nadie atinaba a llamar a organismos de socorro, o incluso a la policía, para llevarlo a alguna urgencia. (…)

En Palacé, entre Darién y Urabá, se levanta una colosal casa de fachada neomudéjar, con un aviso de letras doradas en fondo oscuro, con marco de madera: Clínica Psiquiátrica de las Hermanas Hospitalarias. Allí condujeron a Juan Ambrosio, el muchacho que había adquirido el extraño mal de las ideas delirantes, monotemático, que desde entonces no deja de afirmar (como ya lo saben los ancianos y todo el asilo) que un vampiro lo había atacado cuando él, sin ajos y sin cruces, descendió a los socavones y túnel secreto de la antigua casa del Opus Dei.

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* Reinaldo Spitaletta. Comunicador Social-Periodista de la Universidad de Antioquia. Es columnista de El Espectador, colaborador de El Mundo, director de la revista Huellas de Ciudad y coproductor del programa Medellín Anverso y Reverso, de Radio Bolivariana. Galardonado con premios y menciones especiales de periodismo en opinión, investigación y entrevista. En 2008, el Observatorio de Medios de la Universidad del Rosario lo declaró como «el mejor columnista crítico de Colombia». Conferencista, cronista, editor y orientador de talleres literarios. Coordinador de la Tertulia Literaria de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín y el Centro de Historia de Bello. Coordinador desde 2010 de seminarios de literatura en Comfenalco-Casa Barrientos.

Ha publicado más de veinte libros, entre otros, los siguientes: Domingo, Historias para antes del fin del mundo (coautor Memo Ánjel, 1988), Reportajes a la literatura colombiana (coautor Mario Escobar Velásquez, 1991), Café del Sur (coautor Memo Ánjel, 1994), Vida puta puta vida (reportajes, coautor Mario Escobar Velásquez, 1996), El último puerto de la tía Verania (novela, 1999), Estas 33 cosas (relatos, 2008), El último día de Gardel y otras muertes (cuentos, 2010), El sol negro de papá (novela, 2011) Barrio que fuiste y serás (crónica literaria, 2011), Tierra de desterrados (gran reportaje, coautor Mary Correa, 2011), Oficios y Oficiantes (Relatos, 2013), Viajando con los clásicos (coautor Memo Ánjel, 2014), Escritores en la jarra (ensayos literarios, 2015), Las plumas de Gardel y otras tanguerías (crónicas, 2015), Historias inesperadas (crónicas, 2015), Macabros misterios y otros ensayos (ensayos, 2016), Tango sol, tango luna (crónicas, 2016), Sustantiva Palabra (ensayos literarios, 2017), Balada de un viejo adolescente (novela, 2017) y Tiovivo de tenis y bluyín (2017).

En 2012, la Universidad de Antioquia y sus Egresados, lo incluyeron en el libro «Espíritus Libres», como un representante de la libertad y de la coherencia de pensamiento y acción.

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