Vida Cronopia

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el grito de socorro

EL GRITO DE SOCORRO

Por Catalina Franco Restrepo*

«Porque ahora sabemos que
cuando las palabras defraudan,
defrauda la historia.
Y se convierte de nuevo
en el horror»
(Radu Vancu).

No repetiré cifras ni analizaré el conflicto. Solo dejo en estas páginas cronopias algunas ideas sobre el dolor de Gaza, que es el reflejo de la profunda herida de la humanidad entera pues, como dice Richard Powers en El clamor de los bosques, «aquello de lo que cuidemos será a lo que nos parezcamos. Y aquello a lo que nos parezcamos nos sostendrá cuando ya no seamos nosotros».

Escribía hace poco Pau Luque Sánchez en una columna que un intelectual público era aquel que ponía «peros» en público a los suyos. No se puede asumir un desgaste del tema de la masacre de Gaza ni hay que temerle a lo espinoso que es criticar a Israel, por indescriptible que haya sido el sufrimiento del pueblo judío y por el antisemitismo histórico y presente, que no son ni excusas para convertirse en los autores de sufrimientos indecibles ni lo permean todo. Hay que seguir hablando de Gaza, de que hoy Israel masacra a una población acorralada ante los ojos del mundo, no solo sin que nadie lo detenga, sino con el apoyo de los países más poderosos, con esos que dicen ser la brújula moral de la humanidad. Hay que meterse en el terreno de espinas y ponerles peros a los nuestros, porque si los espacios de letras no nos sirven para eso, no sirven para nada.

Dijo el filósofo francés Edgar Morin que frente a la impotencia ante el horror de Gaza, solo nos queda atestiguarlo. Y hablaba el embajador palestino ante las Naciones Unidas, con la voz cortada y conteniendo las lágrimas, de «un futuro en el que los niños palestinos sean tratados como niños y no como una amenaza demográfica». Lo oía —oía el silencio de la espera mientras él retomaba la fuerza para continuar hablando y no llorar— y pensaba en el mundo hoy: un mundo que ha pasado por guerras autodestructivas y sangrientas que le han dejado lecciones monstruosas de las que habla en pasado, como si le fueran ajenas y pertenecieran a un antepasado ingenuo, pero se empeña en repetirlas llamándolas de otro modo, como si no fuera siempre su sangre derramada por sus propias manos, como si no conociera ese camino.

Dijo la historiadora y experta en derechos humanos Lyndsey Stonebridge que a Hannah Arendt «se le habría partido el corazón. Y habría dicho: ‘Os lo advertí’. No creía en un hogar judío, pero sí en un Estado binacional. Había acumulado la experiencia previa de una Europa dominada por el fascismo, el etnocentrismo y el nazismo que le llevó a la conclusión de que las naciones-Estado basadas en una etnicidad concreta no funcionan. No puedes basar una nación en la exclusión, aunque solo sea por el mero hecho de que acabarás rodeado de naciones hostiles. […] Creía en Israel, pero no era sionista. Hoy ni siquiera se puede afirmar sin problemas esa distinción, lo que da una idea de lo lejos que han llegado las cosas. Cuando intentas borrar a un pueblo, como ocurre con los palestinos, no solamente usurpas su identidad nacional, sino que estás atacando a la pluralidad del mundo. Estás atacando la mera idea de que diferentes personas puedan vivir en el mismo sitio. Así, todos perdemos».

Llamar antisemitas a quienes condenamos las acciones de Israel para expresar el dolor de Gaza cada día es solo una manera de despojar la palabra «antisemita» de sentido. Si no fuera porque el Gobierno del estado democrático de Israel está cometiendo una masacre sin precedentes, quienes no cesamos en nuestra súplica para que la masacre en Gaza se detenga —porque nos es insoportable el dolor de cualquier ser humano—, estaríamos hablando exclusivamente de los rehenes de Hamás. Son sus acciones las que han cambiado el enfoque de nuestro discurso.

¿En qué estamos convirtiendo el mundo? ¿Quién puede defender el bombardeo permanente de familias a quienes el azar puso en un territorio? ¿Estamos confirmando que, definitivamente, unas vidas valen más que otras y que las naciones poderosas deciden cuáles son esas vidas y las defienden a costa no solo de las que menos le interesan, sino de los valores de la humanidad? ¿Cómo volver a mencionar la palabra esperanza en un mundo que se rige por esas reglas y que no aprende?

Escribe Mircea Cărtărescu llegando al final de su descomunal Solenoide: «Entonces supe que mis ojeras, las arrugas de mi entrecejo, la febrilidad de mis ojos enrojecidos, mis labios pálidos mostraban el mismo aspecto de duelo profundo, de duelo inconsolable. Una humanidad sumida en un gran aprieto, con los valores disueltos, sin razones para seguir viviendo… Una humanidad reducida a su grito de socorro. ¿Qué nos esperaba durante el resto de la vida? […] ‘¡Abajo la muerte!’, pero la muerte estaba arriba, en el cénit, brillando con toda su fuerza como un sol negro. ‘¡No a la locura!’, pero, si quedaban aún dioses sobre la faz de la Tierra, eran los dioses dementes de la paranoia, de la esquizofrenia y de la depresión. ‘¡Detened la carnicería humana!’, pero los hombres seguían matándose, era lo único que habían sabido hacer desde el principio, eso en lo que se mostraban cada vez más diestros. No morían ya de uno en uno, atravesados por el filo del acero y de las flechas, sino en masa; pueblos enteros inyectados con la sustancia del odio universal…»

Si algo aprende uno a medida que avanza la adultez, es que no puede dar nada por sentado: ni su propia salud, ni a la gente que ama, ni la cama en la que duerme, ni los árboles que le regalan belleza y esperanza, pero tampoco la democracia, la racionalidad y sabiduría de los líderes que moldean los caminos de los pueblos. Por una mínima tranquilidad, la nuestra pero también la de los otros, que son el nosotros, debemos luchar sin falta, para poder seguirnos llamando humanidad, para que no nos alcancen las tragedias que florecen ante la indiferencia, para que pueda haber algo que siga componiendo la esperanza.

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* Catalina Franco Restrepo es periodista e internacionalista, y es la autora de la novela distópica El valle de nadie (Amazon, 2018). Nació en Medellín, Colombia, en 1984 y ha vivido en Montreal, Atlanta y Madrid, en donde estudió un máster en Relaciones Internacionales y Comunicación en la Universidad Complutense. Ha trabajado en medios como CNN y W Radio Colombia, y asesora a empresas en comunicaciones estratégicas. Viajera y lectora, ha recorrido alrededor de sesenta países que, junto con su amor por la naturaleza y todas las formas de vida, se han convertido en su gran inspiración para contar historias y le impiden perder la esperanza.

Escribe una columna semanal en No Apto y presenta el podcast mensual Universo No Apto.

Twitter e Instagram: @catalinafrancor

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