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Notas sobre la supremacia

NOTAS SOBRE SUPREMACÍA, MINORÍAS Y NERVIOSISMO

Por Pedro Adrián Zuluaga

“Autores, autoridades”. En esta escueta convención la escritora aragonesa Irene Vallejo comprimió el saludo protocolario de su discurso inaugural en la más reciente Feria Internacional del Libro de Bogotá. Las dos palabras escogidas por Vallejo, y relacionadas entre sí, resumen también el sentido de la cultura letrada y su intrínseca relación con el poder político. En sendos libros, Del poder y la gramática y La ciudad letrada, sus autores, Malcom Deas y Ángel Rama respectivamente, señalan los laberintos de poder que dependen de la legitimidad —y la legibilidad— del documento escrito.

El uruguayo Ángel Rama muestra cómo en la ciudad colonial se formó un núcleo —la ciudad letrada— que articuló su relación con el poder mediante leyes, reglamentos, proclamas, cédulas, propaganda. Ese núcleo, asociado a las funciones de gobierno —es decir, un funcionariado y una burocracia—, estaba constituido por una pléyade de religiosos, administradores, educadores, profesionales, escritores y múltiples servidores intelectuales. No solo sabían escribir, sino interpretar lo escrito. Controlaban el orden de los signos. Eran autores y autoridades, o viceversa.

Ese control del poder por una segunda o incluso tercera línea de mando tiene amplias semejanzas con lo que hoy muchos llaman “conocimiento técnico”. Al contrario de muchos comentadores actuales, Rama entendió que esa burocracia tenía, en sí misma, una función ideológica: sustentar y legitimar al poder. Para llevar a cabo esa función era necesario que el poder (y la cultura letrada que lo respaldaba) fuera distante, incomprensible o, en otras palabras, reservado para unos pocos. Cuando, con el paso de los años y debido a los cambios sociales y políticos, la alfabetización creció y la educación formal llegó a círculos más amplios, sectores conservadores buscaron asegurarse que ese aprendizaje de las letras diera como resultado que “el pueblo aprendiera a respetar los artificios literarios y la posición social de la clase alta” (Raymond L. Williams, Novela y poder en Colombia: 1844-1987).

“Autores, autoridades” no es, sin embargo, una fórmula inamovible de condensación de poder. Desde muchos lugares al mismo tiempo se está disputando la “idea” de que la palabra escrita es la única fuente de legitimidad. La academia, el arte, los movimientos sociales y la política se abren poco a poco (o se apropian a veces con descaro) de otras formas de conocimiento, valores, experiencias y saberes. Quienes venimos del viejo mundo (del mundo de la palabra escrita, de su producción e interpretación), que ocurrió apenas ayer, sentimos, por supuesto, nerviosismo. Nuestro propio lugar, la autoridad asociada a nuestra voz, tambalea. ¿Qué hacer? Se puede uno endurecer  y reclamar antiguos fueros. Es decir, reservarse el destino trágico y ejemplar de los mártires o los apóstatas (el Vallejo colombiano es uno de los que ha decidido quemarse en ese fuego). O puede aceptar algo más prosaico: comprender, negociar, escuchar, transigir.

Una columna publicada el 19 de mayo  en El Espectador por la escritora Piedad Bonnett, generó un importante debate sobre el sentido de las acciones afirmativas y las políticas de inclusión: https://www.elespectador.com/opinion/columnistas/piedad-bonnett/o-guetos-o-inclusion/. Bonnett cuestionó la convocatoria a un taller literario ofrecido por Letras de vanguardia, con el apoyo de la Corporación Manos Visibles, el Grupo Sura y el Fondo de Cultura Económica. La escritora centró su crítica en que el taller fuera dirigido exclusivamente a personas afrodescendientes y se permitió un pequeño pero significativo (y, ante todo, indolente) desliz retórico al usar la palabra gueto, tan cargada de un sufrimiento histórico concreto.

La columna fue contestada de manera contundente por Giussepe Ramírez, escritor y director de Letras de vanguardia: https://cerosetenta.uniandes.edu.co/fantasia-gueto-respuesta-columna-piedad-bonnet/. Ramírez da en un punto central: qué es lo universal. Detrás de esta asignación de valor (lo local y lo universal) hay una larguísima historia que, si se olvida, puede llevar a la idealización de la literatura, condenada a la función “accesoria” de las “cosas espirituales”: la literatura como algo separado del mundo y de las condiciones materiales de existencia.  ¿Por qué la presunción de que la literatura griega o Las mil y una noches son universales, en el sentido de que le pertenecen a todo el mundo, pero no ocurre lo mismo con los libros centrales de otras culturas, tratados como saberes locales y periféricos? Para entender el por qué de estas desigualdades hay que volver siempre a las relaciones de poder (dentro de las que, inevitablemente, se desenvuelve la literatura, incluso en las democracias del mercado) y no verlas como un hecho dado sino como un espacio en disputa.

Para ser un lector en el mundo, y no aislado de él, es útil reconocer los efectos de la imaginación imperial y colonial, que recorre la historia con letras de sangre, y también las estrategias para burlar su dominio. Para deshacer los efectos de mirar o ser mirados con ojos imperiales, no basta con hacer como que esa mirada no existe, pues, aunque lo neguemos, siempre terminaremos ante las puertas de su ley. Si bien la gran literatura permanece en una zona de misterio o extrañamiento que ningún contexto puede dilucidar del todo, el conocimiento del contexto no contamina necesariamente el acto o el placer de leer; es un nivel adicional de lectura que permite constatar también los triunfos de la literatura, la conquista de su autonomía y de su libertad.

Hace un par de años fui profesor de un posgrado ofrecido por una universidad privada bogotana. Los contenidos de la clase estaban enfocados en memoria cultural y políticas de representación. Lo distinto, esta vez, fueron los estudiantes; eran mayoritaria, pero no exclusivamente, personas afrodescendientes: un grupo becado por la Corporación Manos Visibles que lidera la exministra de Cultura Paula Moreno, que también facilitará el taller de Letras de vanguardia. La experiencia me mostró, en la pequeña escala de un aula de clase, la presunción autocomplaciente de un saber universal que, visto en el espejo retrovisor de la historia, aparece invariablemente como la imposición de unos saberes sobre otros.

En esa clase, los criterios de valor para acercarse a la producción cultural fueron puestos en discusión. El camino de la incertidumbre terminó por mostrarse como un llamado a la aventura mucho más prometedor que las certezas del canon. No hay literatura universal o todas pueden aspirar a serlo. Las literaturas etiquetadas como afro, indígena, femenina, LGBTIQ por supuesto que es deseable que, en un futuro cercano, circulen sin sesgos identitarios. Pero antes de eso es urgente dinamitar las distribuciones convencionales de saber y poder; esta es una lucha estética y también política. Los grupos minoritarios —o minorizados—, que en muchos casos han tenido barreras de acceso a la cultura escrita, disputan el sentido de las palabras y buscan arrebatarle el poder de su producción e interpretación a la élite letrada que lo ha usufructuado. ¿Reemplazar una élite por otra? No es tan simple, señores. Los viejos órdenes tienen siempre un margen de acción, adaptación y supervivencia.

Desde afuera, las identidades y sus luchas se ven como bloques monolíticos. Una mirada a lo que ocurre dentro de estas luchas muestra, por el contrario, su riqueza e intrínseca conflictividad. Los estudios culturales latinoamericanos (García Canclini, Carlos Monsivais, Jesús Martín-Barbero) probaron que en nuestra experiencia cotidiana éramos capaces, o incluso, estábamos obligados a entrar y salir de la modernidad. Que los compartimentos de alta cultura, cultura popular o cultura de masas iban camino a estarlo o siempre estuvieron desuetos. Hoy, podríamos ver todas las iniciativas emergentes, afirmativas y activistas como formas estratégicas de entrar y salir de las identidades. Así funciona en la vida práctica (lo que antes llamé las condiciones materiales de la existencia). Y así en la práctica estética y política.

El nerviosismo actual de las élites, en todos los campos, es entendible. De un lado, algunas de ellas han perdido, temporalmente, el control del Estado central. Esta movilización de fuerzas ha rebotado en la vida cultural e intelectual de la nación, y abierto el campo para debates elocuentes y sintomáticos. Lo que queda claro es que en Colombia las luchas territoriales no pertenecen solo a campesinos, indígenas o afrodescendientes. Los intelectuales de Bogotá, por poner un caso, tienen su propia noción de capital y territorio, y también están en pie de lucha.

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* Pedro Adrián Zuluaga es Comunicador Social Periodista y Magister en Literatura. Ha publicado, entre otros, los libros Literatura, enfermedad y poder en Colombia: 1897-1935  (2012) Qué es ser antioqueño (2020), y Todas las cosas y ninguna. En busca de Fernando Molano Vargas (2020).  En 2018, ganó el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar en la categoría de Crítica en prensa. Actualmente es docente universitario, programador de cine en la Muestra Internacional Documental de Bogotá-MIDBO y columnista del portal Razón Pública.

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