Literatura Cronopio

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TODO FUE TAN RÁPIDO

Por Orlando Arroyave A.*

Mariscal y Dientes Azules comprendieron, sin filosofías, de esa que da la cerveza o la marihuana, que todo estaba perdido. O eso se piensa cuando uno ha logrado robar un botín, hay un gordo uniformado tirado en la acera, con un tiro en la cara y una protuberancia en la cabeza por la caída libre, y llega la policía en un auto bien equipado con paranoicos. No había un callejón sin salida, pero como si lo hubiera. Estaban, como dicen en los telenoticieros, rodeados por la ley.
Dientes Azules disparó apenas vio la ley vestida esa noche de policía gordo y demacrado por el miedo de morir, y a punto de ser abuelo jubilado. Obviemos las líneas dramáticas sobre el abuelo armado que se estrelló contra el vidrio del auto y que horas después fue levantado en una ambulancia hacia la morgue. También excluimos la bandera y la nota necrológica de los diarios al día siguiente. Pura defensa personal, pensó o sintió Dientes Azules cuando descargaba el revólver. Eso entusiasmó a la policía. Al principio todos dispararon, como si nada. La Parca, sin embargo, tenía prisa —la ciudad toda la aguardaba con sus brazos abiertos—, así que dejó tendido en la calle (adornado con un chichón) a Dientes Azules con uno o varios balazos (la sangre no nos dejó contar bien) y dos policías agonizando.

Mariscal corrió por unas escaleras estrechas y oscuras que conducían hacia la muerte o la salvación o al azar. Subió como una ráfaga entre  sombras por esa escalera empinada y prolongada hasta encontrarse tocando o golpeando con fuerza una puerta. La puerta se abrió: una niña de ocho o nueve años, con cara de semirretrasada, lo recibió con una sonrisa. Una voz cansada por una larga enfermedad preguntó con desesperación desde un cuarto contiguo a la sala, «¿quién es, quién es, Catty?». «Un señor, abuelita», respondió la niña sin alarmas.

Mientras Mariscal entraba a la sala modesta, dispuesta con la estética semilujosa de una mujer de otro tiempo y empobrecida, escuchó los pasos de la policía por la calle. Se acercaban.

«¡Subió por la escalera!», gritó un policía, y cuando Mariscal escuchó los pasos de los cazadores que se dirigían hacia la reja entreabierta de la escalera sonaron unos disparos. «No se ha muerto ese gran hijueputa», chilló un policía sintiendo —no hay que verlo para saberlo; con la voz bastaba— que una bala o varias le penetraban el uniforme para venirse a apagar en el vientre o en la cabeza. Dientes Azules se despedía con disparos de adiós.

Un policía menos, pensó ridículamente Mariscal, como si el número disminuyera la cacería. Se descubrió a sí mismo rezando incoherencias, un Padre Nuestro o un Ave María intercalado por la súplica o mantra «no quiero morir, qué hago» y varias maldiciones.

A la entrada de la escalera se escuchaban todavía disparos; o Dientes Azules seguía disparando o en la calle había un rutinario despliegue de sevicia policial. Los ecos de los tiros subieron aprisa por la escalera hasta llegar a los oídos de Mariscal, a su desesperación.

Catty se acercó y le preguntó al hombre armado que se dedicaba a las oraciones en casa ajena, «¿qué le pasó?», señalándole la pierna empapada en sangre. Mariscal bajó la mirada y vio una pernera del jeans oscurecida por la sangre. Sintió un dolor preciso. Tuvo miedo. Se vio a sí mismo como una presa herida y desperada. Buscó dónde refugiarse. Afuera sonó un último disparo, seguido por unos pasos cautelosos que subían por la escalera.

«¡Váyase!», gritó sin gritar una mujer vieja afantasmada por la luz de un televisor que salía del cuarto sombrío y que le apuntaba con una pistola vieja, de colección. Mariscal quiso suplicar, llorar, decir es que tengo miedo, pero fue más rápido el revólver y un tiro le adornó la frente a la vieja, quien antes de caerse sobre la luz blancuzca del televisor disparó hacia esa presa acorralada en medio de su sala.

Mariscal se tocó el estomago. No dolía, pero sangraba. «¡Vieja hijuepueta!». Catty lloraba tapándose los oídos. La policía se acercaba a la puerta. Mariscal corrió por la casa desconocida. Pasó sobre el cadáver de la vieja; todavía ahumaba la vieja pistola. La casa era tan pequeña como una jaula. Se acercó a una ventana del único cuarto: enrejada. Corrió hacia un baño continuo al cuarto, apenas se podía uno mover; tenía un pequeño tragaluz en que solo escapaban escuadrones de polillas y polvos. Corrió por la sala. Catty estaba en un rincón llorando y gritando. La policía forzaba la puerta. La presa entró en pánico y disparó contra la puerta. Descargó todo el revólver. Los golpes y forcejeos en la puerta cesaron. La presa sintió que se desplomaba, que caía…

Todo fue tan rápido. Mariscal no sabía cómo había caído en mitad de la sala. No se escuchaba  sino el respirar quebrado de unos pulmones inundados de sangre. Un policía agoniza, pensó, a unos pocos pasos, separados sólo por una puerta. Por poco tiempo se espantó de esa agonía ajena. Un espanto mayor lo sacudió: Mariscal tenía los pulmones atorados por la sangre.

Se arrastró por el tapete. Escuchó unos pasos precipitados. Se arrastró. Los pasos se acercaron. Quería ver quién era. Su cuerpo borraba con sangre, al arrastrarse, el dragón azul zurcido en el tapete y que miraba un diamante gigante incrustado en un cuello de una princesa.

Distinguió la sombra de la cabeza. «¿Te llamas Catty?,¿no?». Distinguió el cañón con olor a pólvora. Distinguió el ruido del disparo, la bala al salir del cañón, veloz, llameante, perforadora…

LA FIESTA DEL MASTÍN

En un rincón del gran salón un perro bóxer se come a una mujer joven. Sabemos que es joven porque vemos salir la mano delgada y pálida entre el cuerpo lustroso del sabueso; una mano hermosa como el implante de un brazo de la heroína androide de ‘Blade Runner’. La mano desaparece. El bóxer se llama Rubenspierre. No requiere de un carnet visible para que todos convengamos que ese es su nombre. Nadie se mueve de su asiento o de la mesa en que están dispuestos muy elegantemente los licores, los pasabocas y la cocaína. Todos dejan que la fiera sacie sus entrañas. Que quede ahíta. Después de todo pocos conocían a esa mujer. Muy pocos. ¿Quién la trajo?, una voz prendió la llama del misterio. Los asistentes repasan la lista de culpables. Pronto éste es acorralado. Es un hombrecillo sin ‘sex-apple’, con una vejez prematura y manos de obispo o de gerente en ascenso. El joven anciano papable se defiende, sonríe, cazado por las miradas y el exceso de martinis, «¡Qué tiene de malo un polvo!».

La tensión se anima con esta última palabra. Alguien exige detalles. Erotismo. «No lo hubo; apenas iba por él». «Excusas, excusas», llora la anfitriona. En sus ojos estallan unos fulgores que crepitan en su encuentro inesperado con las lágrimas. «Todo ha quedado arruinado», llora. El collar de falsas perlas sabe que no hay nada que temer a las lágrimas, que sus fulgores, aunque dudosos, son fulgores. Algunos de los festejantes piensan que esa señora es una falsa anfitriona.

Todos quieren imitar al mastín y ensayar esta nueva innovación de las fiestas. ¿Con quién ensayar? Descartan a la anfitriona; ésta sabe a perla falsa, así tenga la cortesía de despedirse con fulgores entre los dientes ajenos. Además fulgores no se necesitan; los fulgores lo dejan a uno extenuado y con hambre. El candidato más fuerte es el obispo libidinal que se entusiasma con una lolita devorada por las circunstancias.

La más ‘vamp’ de todas las asistentes deja su trago en la mesa, toma la cucharita de plata y se sorbe dos euforias que entran por la nariz. Primero una, snifffffff; luego viene la segunda, sniffffffffffffffffffffff… Ya envalentonada por este leve entumecimiento de la angustia de ser una mierda, sorbe un trago por debajo de las dos euforias. Euforias mezcladas que pelean entre sí, hasta generar una ebullición química. Un calorcillo asciende, para luego ser un calor que se manifiesta en rostros con rubores y agitar de una palma que se improvisa como un abanico de anillos de falsa ágata. (Es imposible confiar en una fiesta en que todas las joyas son falsas).

«¡Dios mío, debe ser la menopausia! O la tiroides… Ojalá sea la tiroides». Y ya presa de tan súbitas agitaciones la vamp se lanza al brazo del gerente obispo. Hay gritos. Dos. Son tan simultáneos que un grito anula al otro. Un encuentro de gritos que danzan una tarantela, se reconocen, se besan, se despiden.

El gerente envejecido sin cargo predecible deja a un lado las nostalgias de braguetas y empuja a la vamp. Esta cae de rodilla junto a la mesa a pocas narices de la cucharita de plata. El grito deja paso a dos prolongados y ahogados sniffffffffffffffff…

Todos regresan a sus asientos; ser mastín cansa mucho. Es mejor ver el espectáculo de los dientes ajenos. Cada uno se ubica en su respectivo fortín, menos la anfitriona que llora y la vamp que continúa con su música nasal de contornos ‘down’. Del obispo o gerente todos se olvidan. Han entrado tres meseros trayendo más licor y cocaína; los pasabocas apenas se han probado.

El mastín lame los últimos jugos de los huesos de la ex pálida y escuálida Lolita. Hay que reconocer que es limpio. El obispo reconoce el cadáver ya sin ninguna esperanzas para su bragueta.

El mastín da un soplido final. Da media vuelta y contempla a los festejantes. Se queda sentado en sus dos patas traseras. No se le nota la Lolita. Tose. Carraspea. Atragantado el mastín se concentra en su garganta. Escupe. Todos esperamos un abrigo de piel de Lolita. Por el suelo rueda un pintalabios.
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* Orlando Arroyave Álvarez es psicólogo de la Universidad de Antioquia. Magíster en Filosofía de la misma universidad. Libretista del programa radial Rock U del Alma Mater. Director de la Revista de Psicología de esa institución universitaria. Gran conocedor de la obra de Foucault. Es autor del libro «Artículos de segunda necesidad» Se encuentra preparando el libro «Breve apología a las aberraciones y otros escritos», una recopilación personal de conferencias y escritos sobre psicología, psicoanálisis y filosofía.

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