Sociedad Cronopio

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LA LUNA DEL RAJASTÁN

Por Luis E. Prieto*

Habíamos subido en Delhi Cantonment, la antigua estación de la capital.

Olía a sándalo y a ese sabor pegajoso de humedad calurosa que se percibe en la India según llegas de Occidente y que ya nunca te abandonará, junto con el picante de los «bhiris» y el abrasivo curry, durante toda tu estancia en el Subcontinente.

«Cada vagón, un principado», rezaba la propaganda del Palace on Wheels (Palacio sobre Ruedas), para describir el fabuloso tren, compuesto por catorce vagones de ensueño, en el que nos disponíamos a realizar un viaje por las tierras íntimas del Rajastán durante una semana. Y a fe que no mentía la información que cayó en nuestras manos ojeando una revista de viajes meses atrás: nuestro vagón, que llevaba el nombre de Adaipur en recuerdo de uno de los príncipes de la antigua India, era un muestrario reconstruido y moderno de las exquisitas tradiciones y refinamientos de los maharajás de la época, con unos compartimentos con dos soberanas camas, mesillas de noche con flores frescas y olorosas siempre, un armario en rica madera tallada y con incrustaciones de madreperlas, y alfombras y terciopelos lujosos decorando suelos y paredes, junto con cuarto de baño de lo más moderno y sofisticado. Refinamientos que se completaban, en cada vagón, con un saloncito privado para tomar el té de la tarde o desayunar, o para una cena íntima al margen de los cuatro exclusivos restaurantes repartidos por todo el convoy.

Sultán Sagapuri, con su burka encarnado, sus pantalones de un blanco reluciente y su turbante de las tierras de Gujerat, en un granate jaspeado, y uniforme de todo el staff del hotel moviente, nos había dado la bienvenida al vagón minutos antes de que aquel palacio sobre ruedas comenzara a deslizarse por entre los suburbios de Nueva Delhi, mientras la noche descendía incipiente dejando sombras fugaces en la mínima iluminación de unas calles llenas de figuras silentes y con olor a hambre.

Inmaculado, juntando las manos a la altura de la barbilla conforme a la tradición hindú, y con una graciosa reverencia, nos dijo: «Sultán siempre a su servicio. Las 24 horas del día y todos los días de la semana. ¿Los señores desean un té, un refresco o un whisky a las 3 de la madrugada? No problemas. Tocar el botón (y nos señaló un refinado pulsador dorado a la derecha de la cabecera de la cama) y Sultán estar aquí a sus órdenes. Bienvenidos a nuestra casa que es la vuestra».

Porque en aquel palacio moviente nada parecía reñido con cuentos de hadas y príncipes: maharajás de tiempos remotos con nardos en las mesillas y lamparitas de bronce alumbrando las sábanas de hilo bordadas y colchas con motivos tribales que se derramaban sobre una moqueta roja sin la más mínima mancha o desgaste. La noche mecía nuestros sueños con el traqueteo bamboleante y tibio de un mundo de fábulas con lunas crecientes hasta la siguiente parada turística en Jaipur, o en Jaisalmer, o en Bharapur, o en el Santuario jainista de Politana…

Al tercer día habíamos declinado, a la llegada a Adaipur, un recorrido en barca por el Lago Pichola debido a una indisposición gástrica producida, probablemente, por un pollo con curry «a la occidental», que nos había obligado a echar llamaradas de fuego por todas las cavidades de nuestra anatomía, y decidimos quedarnos en el tren, saboreando, desde las ventanas de nuestro compartimento, el ajetreo continuo de gentes que poblaban la estación y que convivían entre los raíles con absoluta normalidad ante nuestro asombro.

En un momento mi mirada quedó fija en un personaje altivo, pero curiosamente humilde, con barba descuidada y vestido a la usanza de los campesinos de Adaipur, con un turbante crema zigzagueando su cabeza, y una especie de chal a cuadros sobre sus hombros. Portaba una raída cartera de piel de camello y se calzaba con unas babuchas gastadas y sucias. Su porte era elegante y esbelto, y un largo y canoso bigote adornaba su cetrino rostro, marcando surcos de gala por debajo de unos ojos vivos y expectantes. Llevaba tiempo observando el convoy, y había ido acercándose, poco a poco, hacia nuestro vagón al que recorría con la mirada fija y profunda. En un momento sus ojos se enfrentaron con los míos que desde la ventana de mi habitación les observaban con curiosidad. Me hizo un gesto reverencial, y, acercándose a la ventanilla, que abrí de par en par, me susurró:

—Sahib, ¿podría pedirle la gracia de poder visitar su vagón?

Me pilló desprevenido la petición, sobre todo viniendo de un hombre de aspecto humilde, pero con un léxico en inglés de lo más correcto y educado, por lo que intuí que algún enigma podría ocultarse detrás de tan insólito ruego.

Estuvo recorriendo el vagón —con la escolta imprescindible de Sultán, que, a pesar de su asombro, nada dijo—, en un silencio sepulcral, con los ojos atónitos y una sonrisa triste entre sus labios. Pasaba sus manos, suavemente, por los tapices, olfateaba con delicadeza los muebles, acariciaba las lámparas ‘art dèco’, se acercaba felino a las vajillas de porcelana y a los manteles bordados… Un silencio espectral y agudo nos fue acompañando por cada una de las esquinas del recorrido. Cuando sintió que ya lo había palpado todo, pidió permiso para sentarse en el saloncito de té:

—Gracias, sahib, —dijo—. Soy Baguani Gulabrai, biznieto del último maharajá de Adaipur, y necesitaba saber si todavía seguía vivo el fantasma de mi bisabuelo entre los rincones de este vagón que aún creo recordar…

Juntó sus manos a la altura de los labios y cerró los ojos indicando que no deseaba seguir hablando, sumiéndose en un trance semi–místico en el que permaneció durante bastantes minutos, aferrado a su inseparable cartera.

Convencí a nuestro fiel Sultán para que le permitiera acompañarnos durante el resto del recorrido como tributo a su rango perdido, y éste accedió con gesto algo contrariado, pero complaciente. Al caer la tarde Baguani desaparecía como por ensalmo, para volver a aparecer, hierático e inamovible, cada mañana al pie de la escalerilla poco antes del comienzo de la excursión del día. Nos saludaba inclinando su delgado cuerpo, sin decir palabra, y nos escoltaba por las distintas ciudades que visitábamos, siempre solícito y pendiente de todo, a unos cinco pasos detrás de nosotros, persiguiendo nuestras sombras, o atendiendo que el elefante de Jaipur fuera el más limpio y reluciente de todos, o comprobando con minucia el richshaw de Jaisalber antes de que tomáramos asiento, o apartando a los niños–mendigos de las ruinas de Chittogard.

Sólo una noche, poco antes de que el tren comenzara su marcha en dirección a Bharapur, y mientras tomábamos unos aperitivos antes de cenar en nuestro salón privado de té, pudimos ver al biznieto del Maharajá asomarse a la puerta del recinto, esta vez sin su famosa cartera, y con el rostro transido de asombros:

—Mira, sahib, —nos dijo, mientras señalaba con su mano agrietada una luna llenísima, cubierta de nubes brumosas y sucias.

—La luna.., —le comenté, luego de recrearme en una visión casi sobrenatural y misteriosa.

—No, sabih, ya no es la luna de Rajastán, el aire la ha vuelto negra.

Iba a preguntarle por qué ya no era la luna de Rajastán, pero Baguani había desaparecido en silencio dejando la pregunta en suspenso.

Desde aquella noche, antes de echar los visillos de seda de mi compartimento, observaba la luna, siempre rodeada de nubes brumosas y sucias, y me preguntaba: ¿qué le pasa a la luna del Rajastán?

Cuando llegamos de vuelta, luego de siete maravillosos días recorriendo el corazón de la India, a la Estación de Delhi, Sultán nos besó las manos y nos obsequió con unos collares de buganvillas que dejó prendidos de nuestros cuellos con una sonrisa infinita.

Estaba a punto de preguntarle qué sabía de Baguani cuando lo divisé en el andén, destacando con su figura de bambú por encima del gentío que ya poblaba la estación: siks cargando equipajes y mozos que se ofrecían por 10 rupias a llevarte a los hoteles más importantes de la ciudad.

Nos hizo una reverencia, y en su rostro divisé una mueca herida que atribuí a un sentimiento de tristeza por la despedida inminente. En esta ocasión Baguani comenzó a caminar, contra su costumbre, por delante nuestro, apartando al gentío para que nada nos importunase hasta la puerta de la estación. De pronto un sonido brutal resonó como un trueno con ecos de bomba. La gente se tiró al suelo asustada y se oyeron gritos confusos. Cuando volví la mirada a las vías comprobé, aterrado, cómo el vagón Adaipur, que hacía escasos minutos habíamos abandonado, volaba por los aires dejando una columna de humo grisáceo y turbio que ascendía hacia el cielo, ocultando una luna decreciente entre nubes de polvo y azufre.

En un instante recordé la cartera de nuestro amigo Baguani.

—¡Baguani!, —grité, intentando reencontrar la figura del biznieto del Maharajá de Adaipur.

Pero Baguani corría ya hacia la salida levantando los brazos al cielo y exclamando a gritos:

—¡La luna, sahib, la luna!

No hubo muertos ni heridos, sólo un vagón de tren pulverizado por una bomba casera que nunca se supo quién pudo colocarla ni porqué.

¿Qué le pasa a la luna del Rajastán?
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* Luis E. Prieto es director de la  Revista Literaria Palabras Diversas . Co–responsable general de REMES . Presidente para España de la Unión Hispanoamericana de Escritores (UHE). Miembro correspondiente por España del Círculo de Escritores de Venezuela. Seleccionado para el Diccionario de Autores Contemporáneos de la Cátedra Miguel Delibes. Tiene una sección fija en la Revista Arena y Cal. Fundador del Foro Sensibilidades y del Foro Archipiélago. El presente relato aparece en su libro Ditirambos: entre viajes y fantasías.

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