PARÍS
Por Sara Palacio Gaviria*
Hace una semana volví a la que ahora es mi casa. Cansada de caminar guiada por la Recherche (así bautizamos al libro de ‘Paris Pratique Par Arrondissement’ que meses antes le habíamos robado a un amigo) llegue a Madrid después de sentir la magia de París. La idea de estar allí, ese lugar tantas veces leído, querido y deseado, me desvelaba. Aún hoy me cuesta poner en palabras lo que toda mi vida había sido un sueño, muy, muy lejano.
En Barajas, y mucho antes cuando me estaba bañando, sentía que las piernas me temblaban y una cierta emoción, como cuando calentaba para jugar un partido de volley, no me dejaba estar del todo tranquila. Allí todo se simplificó: filas, pasaporte y a la entrada del avión, la azafata diciendo: «Bonjour mademoiselle». Un «bonjour» casi entre dientes salió de mi boca que todavía no estaba preparada para ejercitar el poco francés que había aprendido en Medellín.
Sentada en la ventana del lado izquierdo, esperé con ansias. La Torre se ve preciosa desde el avión. Desde allí ilumina con su luz de faro ese París de mis anhelos. Y así fue, oyendo en el Ipod al Torito de Cortázar, con su jerga argentina casi imposible de entender, junto a una luna que no podía ser más grande y cuyo reflejo acompañaba el paso del Sena, la vi: torrecita pequeña de maqueta, torrecita pobre, sola y admirada; torrecita que más tarde conocería haciendo un picnic en Le Parc du Champ de Mars, con vino, une baguette (aclaración que tantas veces me repitieron en las boulangeries) y un queso que no olía nada bien pero que estaba casi a la altura de la Torre.
Los Campos de Marte, nombre que sin duda envuelve de gracia ese parquecito que está al frente de la Torre Eiffel, fue el escenario perfecto para ver cómo se derramaba el vino en mi ropa mientras el sol empezaba a jugar con sus colores. El francés repetido de la gente era casi un lenguaje desconocido que ambientaba una tarde perfecta y una noche, que con luna llena, vio encender las miles de luces que esporádicamente iluminan la Torre.
Los primeros días me negué hablar, no me salía ni el ‘merci’, ni el ‘de rien’. Después, cuando Gabriel con su mezcla de inglés y francés decía: «Give me two crepes, s’il vous plaît» me desesperó, entendí que debía ser yo la que hablara y poco a poco dije cualquier cosa, hasta que el último día pude hablar sin miedo un rato larguito con un vendedor de crepes. Inolvidable el ‘crepe de poulet et fromage’ con mucha pimienta y sal, y el típico nutella et banane que era el postre prometido cada día, cada noche. Los mejores son los de un puestico en Saint Michel al que íbamos todos los días. Allí, en una de las esquinas más concurridas por los turistas, la francesa que atendía se reía al reconocernos.
No sabía yo, en mi terrible ignorancia del mundo, que cerca a Sacre Coeur estaba anclada la comunidad africana más grande que he visto y la única en realidad. Un día sin rumbo, caminando por el Boulevar Rochechouart, al que con cariño le decíamos rochechuá y que a veces se confundía con el recheché, fuimos entrando al barrio. Las telas de los vestidos de las mujeres, largos y coloridos, el desorden natural de una comunidad en la calle (algo así como el Centro de Medellín) y la constante de la piel negra, hicieron que nos miráramos sintiéndonos extraños. Los únicos blancos en el corazón del barrio africano. Llegamos allí buscando un restaurante casero senegalés que la noche anterior nos había recomendado Lucca, el italiano encantador de la casa en la que nos hospedamos, en el Canal Saint Martin. Después de darnos por vencidos, de camino otra vez al metro, vimos un letrero naranjado que anunciaba el famoso senegalés. Entre el francés–africano del mesero y mi francés–americano pedimos dos platos difíciles de olvidar: pescado con base de cuscús con vegetales exóticos y un pollo con rodajitas de plátano maduro (¡oh, sorpresa!) y una salsa agridulce deliciosa.
También hice el respectivo turismo: Louvre gratis porque un señor nos regaló las boletas: el Pompidou que nos regaló la delicia de conocer una banda de instrumentos de juguetes OMP (Orchestre Miniature in the Park) y una exposición de Kandinsky que me dejó sin aire; Sacre Coeur que, por ser verano, estaba repleto de turistas famas, y ya saben que eso a los que nos creemos cronopios nos mata; Notre Dame que aunque es preciosa, me parece el colmo que sea un negocio tan lucrativo. Siento que no hay derecho para que sea así. ¿O sí? Más tarde supe, por una de historia de viaje, que en la Biblia, en los Evangelios, Jesús expulsa a los mercaderes del templo: «—¡Saquen esto de aquí! ¿Cómo se atreven a convertir la casa de mi Padre en un mercado?» Me pregunto ahora qué pensaría si viera lo que son todas las iglesias europeas famosas.
Hice algunas visitas a las tumbas famosas en los cementerios de Père-Lachaise y el de Montparnasse: Mèliés, Morrison, Nerval, Edith Piaf y Balzac y, por último, una copa de vino en el bar donde se grabó Amelié, Les Deux Molins en Montmartre.
Sin embargo, mis dos mayores felicidades parisinas, tuvieron que ver con Julio. Parecerá una tontería, pero para mí París es él ante todo: si bien durante mis veintidós años soñé con conocer el Moulin Rouge (que es otro negocio patético), la Torre, el Sena, todo lo lindo y majestuoso que tiene París, inclusive el Palacio de Versalles que lo disfrute desde afuera haciendo una siestica en el lago junto a los jardines, nunca pensé que significara tanto estar en los rincones que Cortázar trazó en Rayuela.
Todo empezó en el cementerio de Montparnasse donde está enterrado al lado de Carol, su última esposa. El día había sido muy agotador y sólo queríamos ir allá a ver la tumba y ninguna más. La verdad, todo el tiempo me pregunté qué sentido tenía visitar un cementerio como si fuera una obra de arte y, mucho más, qué significaba visitar a los famosos que, como Oscar Wilde, tienen un altar simbólico en su tumba. Frente a la foto de Wilde y al lado de mil besos, yo también besé esa piedra carrasposa, y fue como besarlo a él y a todos los que habían dejado la huella de los labios en un pedazo de cemento. Sin embargo, en Montparnasse todo fue un caos. No encontrábamos la tumba de Julio y yo ya estaba pensando que me tocaría volver al mapa en la puerta del cementerio para verificar el número, porque no me podía ir de allí sin verlo. Alcancé a pensar que visitar la tumba iba en contra de la voluntad de Julio y que él no quería que yo viera ese no–lugar. Así que, guiada por la voz de Gabriel, me dejé convencer para irme de allí. Con la cara vencida me fui acercando hasta donde él estaba y cuando vi que sonreía, entendí que algo pasaba. Allí estaba la tumba de algo que debe ser una piedra lisa, llena de cosas que recordaba por un video: cigarrillos, notas, dibujos, piedras, tiquetes del metro, caracoles. El letrero casi no se podía ver y lo único que sobresalía era la pequeña escultura hecha por Julio Silva, uno de los seres que vive en Silvalandia, el pequeño libro, por cierto muy desconocido, que un Julio escribió a partir de las ilustraciones del otro Julio. No sé qué me pasó, pero sentí que quería llorar y traté de evitarlo tomando fotos y leyendo las cartas, casi todas en español, que le había dejado la gente. Ahí estaba ese hombrecito gigante, al lado de su único amor y yo no podía hacer nada. En un tiquete del metro, le dejé una nota que hoy me parece tonta y que ya no se debe leer por el paso de la nieve que cubrió a París ese invierno.
Había dicho que eran dos mis grandes felicidades y que ambas tenían que ver con Cortázar. La segunda es quizá la que más me importa. Antes de viajar, y cuando ya teníamos comprados los tiquetes para irnos a París, Gabriel me dijo que me tenía una sorpresa, algo que quería hacer conmigo. Cuando llegamos abrió su libretica gastada, en donde anota versos, direcciones, calles, teléfonos, y entre las páginas me dijo: «Quiero que hagamos algunos de los recorridos que hicieron la Maga y Oliveira en Rayuela».
Escogimos algunos y así caminamos por el Pont Des Arts, el puente de la Maga, por la Rue Cherche-Midi donde ya no queda ni la sombra del café del que salía la Maga, y que ahora está llena de galerías y tiendas modernas. Allí compramos un lindo patopatopatopato que hoy le hace compañía a nuestro troll, a la ranita, al caracol y al gato que viajaron desde América. Bajamos por la Rue de Seine, sin ver el arco que da al Quai de Costi, por el Boulevard Sébastopol desolado de vendedoras de papas fritas; pasamos por la Rue Reaumur y sin lluvia empezamos a desearnos como ellos dos. Así llegamos a la Place de la Concorde, que fue el único sitio que trajo una señal del buen camino, pues en uno de sus basureros vimos un paraguas estropeado. Más tarde, en el Carrefour de l’Odéon tratamos infructuosamente de buscar un puesto de hamburguesas y nos imaginábamos un París que debía ser muy distinto a esta metrópolis comercial y monumental. Lamento no haber ido al famoso Parc Montsouris y haberme vencido a la inmensa distancia que me separaba de la Rue de la Tombe Issoire donde vivió Oliveira y seguro que Cortázar también, pero así es París, no se acaba nunca, como Vila-Matas lo dijo alguna vez.
Ahora que vuelvo a leer Rayuela y después de vivir el capítulo ventiocho tal cual y con policía incluida, porque este vecino sí que la llamó, siento que ese es el París que me gusta. El París que Cortázar me contó cuando yo apenas tenía 12 años. El que conocí este agosto, es un París distinto. Es un París para adultos y famas. Un París donde bailan salsa al lado del Sena pero a lo cubano y a lo puertorriqueño, una salsa aprendida en escuela dando vueltas sin parar, un París al que no le cabía un turista más, un París sucio y un poco desordenado, un París donde el sol no sale nunca a pesar de estar en verano, un París donde el amor es difícil de encontrar, un París majestuoso, ostentoso, ladrón y rico.
Paris según Cortázar (Cortesía de Televisión Española Internacional). Clic para ver vídeo
[youtube]https://www.youtube.com/watch?v=JDfYG0BIsjA[/youtube]
_________
* Sara Palacio Gaviria es estudiante de Comunicación Social y Ciencias Políticas de la Universidad EAFIT. Pertenece al grupo literario Letras de EAFIT con el que publicó esta misma crónica en el libro Meridiano Letras, compilado y editado por Lucía Donadío. Además escribió una crónica en la Revista Boulevard con la que ganó el premio a la Mejor Crónica en el concurso Periodistas en la Carrera 2009. En próximas fechas publicará un artículo que escribió para la cátedra UNESCO de la Universidad Javeriana y otro para el Cuaderno de Ciencias Políticas de la Universidad EAFIT. En 2009-2010 fue becada por el Centro Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) en España donde realizó una investigación en Antropología Política y en Historia de las ideas y los valores morales. Contacto: cronopia.azul@gmail.com – spalac17@eafit.edu.co
Por lo general, no acostumbro a escribir en la sección de comentarios (cuando leo un artículo). Pero este relato, es realmente hermoso, cargado de emociones, me sentí tan en la historia de Sara Palacio Gaviria, ese desdoblamiento, ese revivir el París de Rayuela (de Cortázar), es realmente mágico. Y claro que se queda una con el París de Rayuela.
nada ha cambiado en paris … desde cuando la vi por ultima vez.. los simbolos se remontan a la vida de cronopios……..salvo en la superficie la ciudad no es la luz que pregona .. solo en el subte.. vive el alma espejo de cortazar…
Gracias por el texto…
propuesta de parada «técnica»:
https://blogs.elespectador.com/elmagazin/2011/03/02/visita-a-la-biblioteca-rilke-de-paris/