Literatura Cronopio

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EL OTRO PÚBLICO LECTOR

Por Benjamín Wiensenburg*

“Hauser” sobre la literatura colombiana de los años noventa

Caso más interesante es el de finales de siglo XX pues se repitieron algunos fenómenos típicos del cierre de siglo en la literatura latinoamericana y, particularmente, en Colombia.

La reforma agraria había quedado embolatada en los proyectos del Frente Nacional, el crecimiento industrial del país fortaleció a una oligarquía acomodada que mantuvo sus garantías políticas a través de un sistema que pasó del bipartidismo al multipartidismo. Aunque aparentemente el multipartidismo significaba una ruptura en la monotonía del poder la verdad es que las mismas oligarquías se las arreglaron para trasladarse de un partido a otro para así seguirse eligiendo. Y si el país antes había vendido el Canal de Panamá y también buena parte de los dividendos del petróleo, se preparó para vender lo poco que le quedaba: su biodiversidad y sus recursos naturales propios.

Los países desarrollados que buscaban biocombustibles o reservas mineras no faltaron y los dirigentes estaban dispuestos, como siempre, a venderse al mejor postor. Tanto la venta de recursos naturales, como la expansión de los monopolios y la penetración de algunas empresas extranjeras eran necesariamente consecuencias de la expansión del capitalismo tardío. El revisionismo literario se hizo patente y la reconfiguración de figuras centrales del canon nacional como García Márquez y Álvaro Mutis que fueron absorbidos con beneplácito por la literatura “mundial”, eran sólo la contracara de este proceso. Y en cuanto a esta “literatura universal” hay que tener en cuenta que ya no era el sueño de unos advenedizos irreverentes e ilusos desadaptados, como lo había sido el “Sturm und drag” alemán y, en general, el sueño de la literatura universal romántica. La verdadera literatura universal se consolidó -cómo lo habíamos visto anteriormente en otros países- con los monopolios editoriales que primero absorbieron los proyectos de editoriales independientes y, luego, se contentaron con tener la mayoría del negocio de éstas y generar una ilusión de libertad en el mercado. Incluso un periódico como El Tiempo no dudó su entrega a las editoriales españolas que tenían accionistas en todo el mundo.

Tal situación, sin embargo, no significó una pérdida de libertad de los escritores. Las editoriales publicaban entonces casi cualquier cosa que pudiese venderse y aquel que, como Efraín Medina o Mario Mendoza, era capaz de acopiar lectores se convertía en el escritor del momento. Poco les importaba censurar sus novelas porque sabían que el sistema de capitalismo tardío hacía prácticamente inofensivas las protestas, siempre contradictorias, de los distintos autores en sus textos. Además, las burguesías del nuevo siglo se hicieron muy indiferentes en acción política real, por lo menos si los comparamos con la tradición que los precedía. Domingo Faustino Sarmiento, Andrés Bello, Rafael Pombo, Rafael Núñez, Martí e incluso García Márquez eran autores vinculados directamente con la praxis política. Tal praxis siempre se amalgamó, contradictoriamente, con el desarrollo de las literaturas latinoamericanas y, particularmente, la colombiana. Pero los nuevos escritores creían afectar políticamente a través del texto y, pronto, encontraron corrientes teóricas que los justificaron y los siguieron en toda una re-evaluación de la tradición.

Curiosamente las elites que proclamaban el valor político de la literatura no cambiaron radicalmente la estructura política que les permitía los beneficios para tales empresas. Incluso un autor de estirpe distinta, como Borges, se convirtió en las manos de estas tendencias, en un arma política autorizada. Y así los grandes poetas como José Manuel Arango, se cercaban de silencio.

Pero no era nueva la relación entre literatura y política, tal como pensaban las últimas corrientes de “teoría” literaria que habían “redescubierto”, como tampoco era nuevo el problema de los autores que se vendían mucho siendo malos. José María Vargas Vila, como lo vimos en el capítulo del fin de siglo XIX en Colombia, había sido idolatrado por muchos y luego, también, desdeñado por sus facilismos editoriales. Y, aunque antes habían existido profesores universitarios que escribían, sólo hasta el año 1985 se consolidaron los departamentos de literatura en el país, separándose difícilmente de las carreras de lingüística, filosofía y filología. Orientados primero bajo una perspectiva academicista fueron lentamente cediendo a las tensiones del mercado. Pronto las discusiones rememoraban las de la academia de pintura inglesa, cuando Sir Joshua Reynolds creía tener las reglas definitivas que todo artista podía seguir para ser un gran pintor. Tales reglas podían inferirse del estudio de Rafael o de Tiziano. De la misma manera, en la maestría de escrituras creativas de las universidades bogotanas se leía a Joyce y a Carrasquilla para “aprender del maestro”.

La posición y la tensión fueron fuertes en ese momento. Algunos consideraban que el oficio de la escritura era personal y aducían, naturalmente, prejuicios románticos como el conocimiento del yo o la imposibilidad de cultivar un estilo que no fuera el propio. Pero otros, interesados en enseñar, muchas veces, su propio estilo, poetas y novelistas de oficio, se sentían mucho más abiertos a compartir sus experiencias creativas y lentamente estos ganaron, sobretodo porque las mismas corrientes teóricas como ideología de las clases privilegiadas terminaron por justificar la posibilidad de la “enseñanza de la escritura” que no era “la enseñanza de la literatura”.
Los datos pueden no ser tan precisos, pero se dice que en 2020, se revisaron al menos 140 novelas y 80 libros de poemas que pertenecían solamente a las universidades más grandes del país. Esto, sumado al increíble número de textos producidos por los escritores no profesionales, fue creando una superabundancia en el mercado. Obviamente las editoriales se beneficiaron pero también, en ese momento, surgen los círculos de “outsiders” que no han estudiado literatura pero que escriben con “potencia e imaginación” para publicarse por Internet. Y aunque al comienzo son calificados de “interadictos”, cretinos poco profundos y disonantes, lentamente estos grupos consolidaran escrituras subversivas que penetraran con tranquilidad la academia falsamente politizada. Se dice que la mejor literatura del siglo XXI, desde Limo hasta Devon23, no es escrita por autores sino por nicks. A Devon 23 se le deben los mejores poemas del periodo siguiente y lo único que se sabe es su correo electrónico. Limo escribió “la vorágine del siglo XXI” y al parecer la mitad del material fue un chateo con sus mejores amigos.

Este era, también, un seudo-anonimato puesto que los grandes círculos de capitalistas poderosos seguían sabiendo quien publicaba y cómo y por qué lo hacía.
No faltaron, por supuesto, las agrupaciones de retrógrados que defendían una literatura con valores tradicionalistas y se refugiaba en autores clásicos que por entonces comenzaron a llamarse “canónicos” haciendo eco de las discusiones similares que abordamos en el capitulo norteamericano. Pero ellos no sabían de la relación entre canon y romanticismo, ellos no comprendían que atacaban el canon de Vergara y Vergara y no el lejano libro de uno de esos hombres que se negó a escribir en computador: Harold Bloom. Pero, aún así, sin prácticamente conocer o leer lo que llamaban su canon, estos círculos conservadores lo defendían de los ataques de las nuevas corrientes que, acaso, parecían más confundidos que los otros.  Creían insensato que un crítico norteamericano lleno de tabús proclamara a los cuatro vientos cuales eran los mejores escritores sin incluir más que un colombiano premio nobel. La verdad es que tampoco ellos conocían el canon, pero reaccionaban a las reglas y encontraban molestos a los escritores tal y como algunos enfermos encuentran un jarabe feo sólo porque es prescrito.

El ambiente se hizo confuso y pocos entendían que peleaban por un público lector que habían perdido. Con la  parcial disolución de la novela realista clásica de las vanguardias europeas, como lo vimos en el capítulo de Beckett, Céline y Perec, la nueva corriente de novelas de superación personal allano primero del espacio norteamericano y, luego, el de todos los mercados que sus monopolios multinacionales se apoderaron. Y los que no eran norteamericanos siguieron las mismas estrategias porque las consideraban de éxito. Al finalizar el siglo, la novela de superación personal, -lo que los academicistas llamaban con desprecio “literatura de autoayuda”- dejo de ser el otro público lector para convertirse en el único público lector realmente decisivo  y fuerte.
Tal vez la academia, pese a todos los problemas, produjo novelistas excelentes y grandes poetas o dramaturgos pero, finalmente, sólo quienes negociaron apropiadamente con su público salieron avante. Como Balzac o Dostoievski, los escritores hicieron lo que pudieron por no “vender su arte” mientras vendían su arte para vivir. Lejos estaban las aventuras de Giovanni Quessep o Gomez Jattin a quien algunos dieron limosna en el centro de Bogotá durante los años ochenta. Ahora los escritores que se pagaban una carrera no estaban dispuestos a aventurarse por insensateces en un mundo que no sólo dejo de creer en el genio, sino que quiso acabar con el mismo concepto de autor.
La crisis de disolución del sujeto y la cosificación se hicieron patentes como nunca antes. Se habló de textos que leían textos, de lenguaje que hablaba lenguaje. Frente a tales argumentos, las discusiones de Adorno y Heidegger en la segunda parte del capítulo “Bajo el signo del cine” parecían una broma. Y, pronto, los textos escribieron textos cuando los “ciberatletas” publicaron una novela hecha de pedazos de otras novelas que un computador había seleccionado al azar a través de un algoritmo que los nostálgicos “ciberidiotas” llamaron el algoritmo León de Greiff. La obra, Los ciberpanidas, fue galardonada con el premio Rómulo Gallegos y sólo el cambio del sistema operativo en los computadores pudo silenciar la efectividad creativa del algoritmo de Greiff.
Sería injusto afirmar que con tal situación la academia no era diversa. En la mayoría de las universidades, como en las editoriales, la importancia de vender el producto imperaba y se veían obligados a tener maestros y escritores de todas las tendencias. En un mismo departamento se encontraban el insensato medievalista, el contradictorio-vulgar romántico y el poeta de oficio.

Buena parte de la poesía del periodo puede reducirse a tres dogmas de escuela que favorecieron muchísimo las dispersas cabezas. Se sabe que Giovanni Quessep y José Manuel Arango fueron profesores pero con ellos no se trataba solamente de hacer escuela. Después de ellos se trató precisamente de hacer escuela. Así muchos se convirtieron en modelo de un modelo- por su obsesión con los Haikus- y siguieron, tras tablada cuarenta años después, la ilusión de que el agotamiento de occidente podía ser solucionado en oriente.

Lo mejor de la poesía de este tiempo, la palabra mesurada y el decir filosófico que se disfraza de poético, fue aplaudido por una sociedad que gustaba de la profundidad pero sólo bajo la condición de que fuese disfrazada de levedad.

*Escritor y profesor de literatura en Bogotá.

4 COMENTARIOS

  1. Textos que leían textos y lnguaje que hablaba de lenguaje…y lo que nos espera. La parodia deja ver la crisis que atraviesa la literatura en la sociedad debido a la academia y mercado editorial en nuestro país.

  2. Su artículo también me conecta con Bolaño. Un vaticinio sobre una historia escrita, o más bien, que aún no ha sido escrita.

  3. Buen artículo. Esperamos los capítulos restantes.Respecto a la producción del 2020 no toma ud. en cuenta los progresos en Vix-com (comunicación visual) sobre las formas de comunicación no lingüisticas y las novelas sin texto; además de las imagenes que producen imagenes, y las novelas en imagenes que escriben imagenes pos-novelisticas, destruyendo definitivamente el viejo imperio del signo.

    david.

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