Literatura Cronopio

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Zague

EL QUE MATÓ AL ZAGUE

Por Mario Chávez–Campos*

En memoria de Andrés Escobar Saldarriaga.

Fue mucho antes de que «el que mató al Zague» dejara de ser el Warrior. Fue antes incluso, de los errores económicos de diciembre en México y antes sin duda, de que la selección mexicana de fútbol dejara de ser el gigante de la Concacaf para convertirse en el equipo que enciende veladoras para no enfrentar en octavos a la selección de los Estados Unidos.
Recuerdo que la historia que voy a contar fue antes de que el Warrior, en un arranque de ‘hoolligan’, tomará la pistola escuadra de su padre para dispararle al Zague justo cuando estaba en medio de la pantalla de televisión, como venganza por fallar dos veces los remates de cabeza en el encuentro que los verdes jugaron contra Noruega en el Mundial de Estados Unidos 1994. Algo verdaderamente increíble; no lo del disparo del Warrior, sino los de los errores del fútbolista. El guardameta noruego vencido y la portería sola, Zaguiño se avienta de palomita y estrella el esférico en el poste izquierdo del portero. El balón rebota y Luis Roberto nuevamente remata de cabeza y la vuelve a fallar. Y lo recuerdo porque entonces yo tenía catorce años y era alumno de la escuela secundaria número 21 en Ciudad de México.

La historia ocurrió en un verano largo, como para entonces eran nuestros veranos. Vacaciones de hasta tres meses que solíamos ocupar en jugar canicas, balero, bote aventado, mirarle las piernas a las vecinas que se atrevían a ponerse falda, pero sobre todo a jugar mucho, pero mucho fútbol callejero. Ninguno de nosotros tenía zapatos de fútbol, a veces ni tenis, pero ni falta que nos hacían. Los zapatos y las botas de hule son imprescindibles para jugar en el asfalto, son resistentes y a medida que se van calentando se adhieren chiclosamente al suelo. Eso sí, tienen un inconveniente, no hay quien resista una patada en la espinilla. Lo bueno, es que en general el fair play la rifaba en los encuentros, y cuando las cosas se ponían calientes, mejor de una vez se cantaban tiros al final del partido. Pero no tiros de penales, porque los memorables encuentros terminaban hasta que hubiera un ganador o hasta que la noche confundiera el balón con las piernas de los jugadores.

Huelga decir que desde entonces el alumbrado público era una verdadera calamidad en el barrio, y vale la pena explicar en descarga del Ayuntamiento de la ciudad, que en cuanto cambiaban un foco daban inicio los torneos de resortera. Pero los tiros que se cantaban entonces, eran de guamazos. Así, dos adversarios rodeados por un círculo de curiosos dirimían sus diferencias entre labios y narices rotas. Tampoco teníamos en nuestros reducidos guardarropas la camiseta de nuestro equipo favorito, ni mucho menos habíamos visitado el estadio Azteca. Algunos lo conocimos hasta que fuimos a hacer el examen para entrar a la preparatoria de la UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México); pero así, sin aficionados tomando chelas y sin veinticuatro semidioses pateando el balón, no fue, la verdad, gran cosa haber estado en el coloso de Santa Úrsula. Todos, eso sí, mirábamos los juegos de la liga mexicana en una televisioncita en blanco y negro a la que había que echarle unas porras para calentarle los bulbos. Y cuando eso no funcionaba había que palmearla vigorosamente para darle ánimos. Bueno, eso lo hacíamos antes de que el Warrior le disparara al Zague.

Nos preocupaban muy poco las estadísticas deportivas, de hecho la única anécdota que todos recitábamos de memoria era la de que Pelé había empezado a jugar fútbol descalzo y pateando pelotas de trapo, algunos aseguraban que cocos, pero la verdad eso es algo que todavía hasta ahora, no me lo puedo creer. Este era el argumento elegido para utilizar en casos de emergencia. En el entendido que los casos de urgencia eran cuando nuestras furiosas madres nos gritaban desde la puerta de casa que ya estaba bien de andar todo el día en la calle, que no sacábamos ningún provecho de estar corriendo detrás de un baloncito, bueno cuando baloncito había, si no teníamos que conformarnos con unas pelotas de hule anaranjadas con rayas negras, que inevitablemente terminaban volándose a la casa del vecino que nunca regresaba los esféricos y que, leyenda urbana, todos aseguraban que los domingos llevaba un costal de pelotas para venderlas en los puestos de usado del mercado de Becerra.

Lejos también estábamos de las canchas de fútbol, ni siquiera de las llaneras. Nuestro estadio consistía en un espacio de cinco metros de ancho por cien metros de largo, limitado por banquetas de metro y medio a cada lado. Las porterías medían tres pasos medianos y se delimitaban con piedras, que más de una vez ocasionaron que se raspara alguna tapa del cárter de los autos de los vecinos. Afortunadamente los motores no estaban fabricados de aluminio, como los de ahora, si no se hubieran roto varias veces. El espacio descrito era para los juegos oficiales, para los de práctica utilizábamos como porterías el ancho de las rejas de las alcantarillas que se encontraban en el canto de las banquetas; es decir que el espacio se limitaba a cinco metros de largo y en los encuentros solamente participaban dos jugadores. Ese era nuestro espacio de usos múltiples y el límite se encontraba justo donde la reja recién pintada de la casa de los chicharroneros se levantaba altiva.

De ahí para allá, el barrio era otra cosa. Esa mitad de la calle Paloma estaba habitada por los borrachos, los facinerosos, los desobligados. ¡Újule el que se juntara con ellos! En la cuadra no había muro de la vergüenza, pero ni faltaba. Todos sabíamos que quien se internaba en territorio hostil corría el peor de los peores peligros. Y a la distancia, no es que los de arriba de la cuadra fueran ni más ni menos vagos que nosotros, los de abajo. O que los de abajo fuéramos ni más ni menos borrachos que los otros, los de arriba. Su único defecto era en realidad que no eran de abajo, es decir de la casa del chicharronero hacia nuestro territorio. Y la casa del chicharronero era una frontera de altura. Era la única casa que rompía con la arquitectura de los cuarentas que se quedó perenne en el diseño de las construcciones de la calle Paloma. Era una casa moderna, de dos pisos, con jardín al frente. El chicharronero verdaderamente freía cueros de cerdo, y a juzgar por el tamaño y diseño de la casa, los chicharrones de su carnicería eran eso sí, de los que tronaban.

Una tarde en que los dos bandos jugábamos fútbol, las piedras de nuestras porterías se encontraron a no más de un metro de distancia. Cualquiera de los dos hubiéramos podido hacernos o más para adelante o más para atrás en nuestro propio territorio, pero como luego la coincidencia devino en cuestión de honor, ni unos ni otros nos movimos un solo centímetro. Los guardametas quedaron espalda con espalda y si entre ellos no hubiera existido la rivalidad, pues se hubieran echado hasta una buena platicada. El lector comprenderá que en esas circunstancias era cuestión de esperar para que el conflicto estallara.

No había mucho que predecir, era evidente que, cuando las delanteras de los equipos cercanos a las metas siamesas dispararan, los balones se iban a internar en territorio enemigo con consecuencias impredecibles. Pero cuando uno espera las desgracias, se demoran. Y así fue. Hubo muchos goles pero en las porterías alejadas. Ya para cuando las niñas del barrio salieron muy peinadas para apoyar a sus respectivos equipos, vino entonces la jugada que a la postre desencadenaría el último y definitivo encuentro por la supremacía de la cuadra. El Roñas se coló por la banda izquierda dándose hasta dos autopases con el canto de la banqueta. Ya cuando estaba en posición de tirar a la portería decidió, en un alarde de colectividad, pasar la bola al Warrior, y este, que para todo era medio desesperado, apenas le llegó la pelota y soltó un zapatazo directo al arquero.

El portero hizo cuentas y un solo gol no iba a afectar los más de quince que su equipo había metido y además el Rostro, como le apodaban al guardameta, no pensaba parar el pelotazo con la cara para arruinar su popularidad con la muchachada, así es que se agachó. Sí, se agachó para esquivar el balón, que fue a estrellarse justo en la espalda del guardameta que defendía la portería de uno de los dos equipos que disputaban un partido en territorio de arriba. El balonazo sonó timpánico en la espalda del portero que sólo alcanzó a decir alguna obscenidad que nadie escuchó y cayó al suelo.

Como sucede en estos casos los dos bandos se encontraron justo en la frontera y sin pasar de la raya imaginaria comenzaron a gritarse cualquier cantidad de maldiciones. Obvia decir que el portero permanecía en el suelo sin que nadie se acercara a preguntarle siquiera cómo se sentía. No fue hasta que las niñas de su mitad de la calle lo rodearon y le hicieron la pregunta obligada, a lo que él respondió con una voz que ahora sí escuchamos todos: ¿por qué carajos se ponen short las muchachas que usan minifalda? Provocando que las preocupadas jovencitas que se arremolinaron junto a él, salieran despavoridas haciendo gestos de fastidio.

Pero eso fue sólo el principio, porque después que se puso de pie preguntó quién diablos le había dado el pelotazo. El Warrior le dijo que él sólo había tirado a la portería, pero que pues ni modo le había tocado. Hubo amagues de bronca entre más de uno. Se hizo la pelotera que alguien contuvo con la propuesta de por qué no mañana a las seis de la tarde no vemos aquí, cada uno pone la portería en su territorio y arreglamos esto como los hombres. Todos miramos al de la propuesta con cara de qué, cuando afirmó: los auténticos hombres arreglan sus diferencias en una cancha de fútbol. O alguna tontería así que no recuerdo bien, pero como ya era tarde y la verdad es que todos teníamos ganas de dedicarnos a otras cosas, aceptamos de buena gana la proposición.

Así que al día siguiente, luego de que nos reunimos por la mañana para discutir cuál era la mejor manera de acomodar a nuestros once hombres en territorio tan pequeño, y de acordar por unanimidad que mejor El Gelatinas se quedara en la banca porque nomás estorbaba, estuvimos listos para presentarnos al desafío vespertino.

La hora llegó y todos nuestros rivales saltaron al asfalto con zapatos tenis y camisas blancas a las que les habían escrito con marcador Sterbruck la leyenda: «Los de arriba somos los más chingones». Se juntaron en su cancha iniciando una consabida y no menos ridícula porra. Nosotros parecíamos el equipo resto del mundo. Cada uno tenía la playera que más le acomodara y hasta hubo quien jugó con camisa de mangas y pechera de primera comunión. Al Licuados, que era muy avispado, se le ocurrió que con cinta de aislar fabricada de plástico pusiéramos en nuestras camisetas la palabra «Ja».

El juego se mantuvo durante mucho rato sin anotaciones. A mitad de la cancha la refriega era intensa entre los jugadores. El Ronchas hizo un par de «ronchiñas», jugada que consistía en apretar el balón con los dos pies y empezar a saltar y saltar con éste burlando rivales, lo que le ganó un par de patadas en las espinillas que lo hicieron caer al suelo. En el tiempo del Ronchas no había más Cuauhtémocs públicos que el legendario héroe azteca al que le quemaron los pies y otro, que era gobernador de Michoacán y andaba queriendo salirse de su partido. Así que esa jugada fue colocada después en la palestra del fútbol mundial cuando el Cuauhtémoc Blanco, la elevó del barrio a nivel profesional.

La oscuridad comenzaba a convertirse en frío y las metas se mantenían vírgenes. De hecho el Chulo, guardameta de los de arriba, había empezado a echar novio con una chava de los de abajo, anticipando que era muy probable que ambos bandos pactaran un armisticio.

Cuando el encuentro estaba a punto de detenerse el Warrior se quedó sólo frente al Chulo, que estaba totalmente fuera de posición por andar de enamorado. El Warrior en su desesperación por soltar el zapatazo, impulsó su pierna izquierda con todas sus fuerzas pero no midió el lugar de la bola así es que su pie se estrelló directamente en el asfalto, lo que desató sonoras carcajadas de todos los concurrentes.

Fue entonces que el Warrior, aprovechando la desconcentración de la defensa, le pegó un zurdazo a la pelota que fue a estrellarse directamente en la cara del Chulo. El partido terminó cuando la sirena de la ambulancia hizo ulular toda la calle. El Chulo tenía fractura de nariz y estaba conmocionado pero había salvado su meta. Desde entonces el Warrior ya no fue el Warrior nunca más, sino el Pata Loca y eso ocurrió antes de que fuera «el que mató al Zague». Desde entonces también las niñas de arriba visitan a los chavos de abajo y las niñas de abajo novian con los chavos de arriba, demostrándonos que eso de que la pasión nos une, nos es solamente un slogan publicitario del fútbol.

Y todo esto sucedió mucho antes, pero mucho antes, que las calles de la ciudad se empezaran a despoblar. Mucho antes, de que los niños se encerraran en una casa y frente a un televisor disputaran torneos virtuales de fútbol moviendo frenéticamente la palanca de un X–Box. Yo, por sí las dudas, cada que regreso a la Paloma procuro no cruzar nunca la frontera imaginaria, y sólo me interno en territorio enemigo cuando, a bordo de mi automóvil, tengo que abandonar de nuevo el barrio.

Morelia, Michoacán,México, septiembre 2010.
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* Mario Chávez–Campos es médico ecografista por la UNAM, narrador por vocación. Polifuncional; disfruta igual escribiendo novela, cuento y poesía. Ha sido becario del Consejo Estatal para la Cultura y las Artes del estado de Hidalgo (CECAH) en el área de cuento y novela, y en 2003 fue considerado Creador con Trayectoria. Su trabajo en las comunidades rurales lo llevó a escribir el ensayo, Medicina Tradicional y Resistencia Cultural, proyecto ganador del Programa de Apoyo a las Culturas Municipales y Comunitarias (Pacmyc), 1999 y que forma parte del catálogo de libros del programa. Ganador del primer concurso de cuento de contenido social en la Escuela de Lengua y Literaturas Hispánicas de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo y del primero convocado por la Ciudad Cooperativa Cruz Azul en el estado de Hidalgo. Una de Vaqueros (2000), es su primer título publicado por el CECAH que forma parte de la colección de escritores noveles de América Latina de la biblioteca Chappel Hill de la North Carolina University. Muros de Sed (De raíces, fronteras y otros espejismos) es su más reciente novela y en su primera edición fue impresa por la Secretaría de Cultura de Michoacán (SECUM) (2007). En el 2008 por decisión del consejo editorial de la SECUM le publicaron el libro de cuentos De cautivadoras a cautivas. En marzo de 2011 y bajo el sello editorial Pelicanus y del Colectivo de Trabajadores del Arte y la Cultura de Michoacán, A.C. publicó el testimonio Gerardo, morir en los sistemas de salud en México. Participa afanosamente en revistas, diarios y proyectos culturales diversos. Fue coordinador editorial de la Universidad de La Ciénega del estado de Michoacán de Ocampo de 2008 a 2010. Guarda bajo el brazo dos novelas en espera de editor valiente o de certamen literario. Desde hace un lustro vive en la capital de la Tierra de Pescadores, otrora jardín de la Nueva España, en el occidente mexicano.

2 COMENTARIOS

  1. Muy jovial, muy auténtico, me trajo recuredos de cuando de niña-adolescente salíamos con las amigas a ver a los niños a jugar en la calle.

  2. Bastante bueno deberías hacer un libro de tacubaya y paloma que algo tiene que siempre hay historias sobre esta calle y como no voy a saber eso que mi papá siempre me cuenta de historias de su cuadra. Saludos y bastante bien.

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