Literatura Cronopio

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Palabra azul promesa

PALABRA AZUL PROMESA

Por Fabián Cristancho O.*

Se acomodó en su silla y cruzó las piernas. Poco había pensado en lo que seguía de su rutina, pero si ese también era un paso lo estaba haciendo bien. Poco también había sido el tiempo dorado en el que un reconocido dentista fue su avatar. De ello quedan fotos, fotos fantasma, fotos que nadie mira, fotos que ya no sabe el por qué, fotos recuerdo, fotos postizas, fotos polvo, mugre.

—¿Recuerdo qué? —se interrumpió.

Silencio. Se echó para adelante y la silla se meció sin ganas, la madera sucia por el tiempo gritaba, rechinaba.

—No está sucia, tampoco grita. Me desgasta, minúsculo punto divino.

Dejó los pensamientos que lo habían corroído por unidades de tiempo inciertas pero, eso sí, amargas. Pensó en ella. Recordó su aroma y el grosor de sus labios. Desde esa misma esquina, sentado sobre la misma silla la había visto preparar la misma cena adecuada tal y como la había mandado el mismo médico. Tenía a su derecha la cocina, estrecha y con el piso oscuro, luego un salón de bienvenida modesto y al fondo la puerta que daba a una calle no recordada. No habían espejos en casa.

—Sí recuerdo, después de la puerta me reciben tres escaleras por el desnivel hacia la acera, se volvió una incomodidad hacer un desembarco cada que salía a esa calle muerta.

Vagó entre sus incomprensibles palabras, al son del péndulo del reloj de su hermano del alma. No había abierto la boca desde que desayunó una naranja a mal pelar; según él lo dulce no debe ser del todo dulce, así como la vida es el camino más corto para la muerte.

Por inercia alimentaba el vicio de su mano izquierda, pulgar contra índice, entre la falange distal y media, iba y venía como un masaje desesperante en donde la fricción contra el pliegue de sus dedos bien podría servir para prender leños. Lo hacía mientras remembraba días en desorden, rostros borrosos, voces lejanas, olores fieles de momentos sin fecha. Recordar un olor implicaba sentir tibias lágrimas sobre su rostro, conducto divino entre nariz y pómulos, vía de innumerables tristezas y tan pocas alegrías.

Con retazos de tiempo construyó una tarde blanca que lo cegó por unos segundos; caminaba sobre el césped aplastado recién por una máquina. Amarillo desde arriba, delimitaba una figura cercana a un tanque de guerra. Sin dejar de mirar el cielo, vio un vencejo negro con las alas desplegadas, aquel ratón con alas violaba el blanco que imperó por unos minutos en su ceguera, el viento le acarició sus piernas y percibió un olor a guayaba madura, amarilla, guayaba vida, guayaba abuela, guayaba lágrimas.

Lloró. Recordar un olor diferente a la madera húmeda lo hacía sentir vivo, pero le abría un vacío profundo en el pecho, entre los pulmones se le iba el alma.

—Alma no tengo —dijo mientras se borraba la tristeza con la cobija de rombos rojos que mantenía sobre sus piernas. Hizo un sonido con su nariz que retumbó por toda la casa como si tratara de absorber el alma que se la había escapado.

—Alma no tengo, no soy huevo de cucaracha. Más que caparazón de un alma que no se siente, somos hogar del odio y la lujuria, esos sí que se sienten. Al alma se la inventaron unos barbados que no pudieron controlar el cuerpo, nos hicieron creer que después de la muerte hay otra vida. Pero cómo otra vida, ¿y los que queremos descansar? La vida carrusel me marea.

Ahora su perspectiva era oblicua y los débiles colores se saturaron. Dobló la cobija de rombos y se dio cuenta que también podían ser cuadros. Intentó pararse pero sus piernas no le dieron, la silla se fue hacia atrás como si no le dejase ir, se sintió inútil y con más fuerza se impulsó hacia delante, se paró encorvado y atinó a ponerse una pantufla, la otra no estaba a la vista.

Caminó con desgano hacia la cocina, la madera chillaba a cada paso. Abrió el grifo para lavar una olla para enanos curtida por miles de cafés que hirvieron y mancharon también la estufa. Esperando a que el gas subiera por los conductos, vio al gato sordo encima de unos periódicos rosados, dormía con toda tranquilidad. En un cajón buscó las pepitas negras que rara vez masticaba, no las encontró ni tampoco su nombre y para no perder el intento las reemplazó por astillas de canela.

Bebiendo el café al lado de la ventana que daba a una tapia gris, sintió que sus párpados se le hinchaban, le pesaban las noches que no había dormido, los alimentos que no había comido, abrazos negados, besos postergados, hijos incomprendidos.

—Gracias a la naturaleza no tengo hijos, los únicos son los libros que no escribí y ese gato Run–rún que ni siquiera sé si está vivo. «No haber nacido es, por encima de cualquier otro, el mejor premio» dijo el trágico poeta. El deseo de ver la extensión de mi existencia y mis gestos repetidos me los castró el afán de ver más gente que hormigas. Si Dios existiera lo hubiera controlado, hacedor del todo y receptor de todas las quejas cuya respuesta es nada, aquel Dios que en su infinita misericordia creó a los niños con sida y al séptimo día, se rió.

El viento de la calle, que aún no recordaba, se coló por debajo de la puerta, sintió el frío seco del medio día y la película de polvo que estaba sobre los objetos cambió de posición, estornudó, se rascó la cabeza y decidió ir a la cama.

Se sienta con dificultad, le duele la pierna izquierda pero como si le observaran contiene su queja. Acaricia las almohadas y observa las costuras por donde alcanzan a brotar algunas plumas, plumas de algún ave que tiene frío o que ya está muerta.

—Ojalá sintéticas, Isabella siempre cuidó a los animales y mucho más a los que tenían frío.

Isabella iba dejando un poco de ella por toda la casa, en la cama cuadrada que despedía un olor inmanente a pino encontró una, dos, tres hebras de cabello. Y así todos los días hasta que los dejó de ver, como los números del teléfono para pedir una cita que incumpliría con el oftalmólogo.

El cuarto sagrado de tres paredes era el cofre que los contenía, testigo de las tantas veces que llegó con su cabello mojado a contarle una historia, de esas tan minúsculas como la mirada de una mujer en el metro que, según Isabella, causó un accidente fútil en el que estuvo involucrado un vestido blanco y un té. Conversaciones impertinentes, nunca pedidas; irrumpía mientras dibujaba, leía o escribía. Solo la miraba como un perro con culpa que pocas veces recordaba el final de la historia. Ella notaba su disgusto y a veces se alargaba en detalles inventados, le encantaba verlo sentado ahí, con la pluma en la mano jugueteando con desespero.

Abre el armario en busca de algún recuerdo, periódicos, pantalones grises, cobijas. La echa de menos, no la encuentra, no está. Sus ojos recuperan el brillo cuando ve la manga de un abrigo semejante a las celdas de un panal escondido a la fuerza. El descubrimiento le refresca su garganta. Otra vez el mareo; abraza el pedazo de tela y ahí está ella en el parque de los árboles desnudos y morados por el frío, camina hacia él sobre un colchón de hojas secas, un reflejo dorado se posa sobre el rostro de Isabella, la amada, la valiente, la sonrisa, la lejana. Las alas las quebró el tiempo; la memoria, el cielo.

—No olvidarla es la única forma de sentirla, —piensa y ahora se conduele su garganta, «volare, cantare, nel blu, dipinto di blu, felice di stare lassù…»

Aquel día… Llegaron tiritando de frío, él empezó a mamar un cigarrillo mientras ella dándole la espalda se quitaba, con cuidado de no mojar la alfombra, el ropaje inútil que solía llevar. Se abalanzó sobre Isabella para darle calor, cada centímetro de la piel fría fue buscando el ardor que sólo da un amante, golpes contra el armario, un traspiés por la ropa en el piso, como animales se muerden entre sí, sangre, labios, sus manos con afán buscan abarcarla, los pezones rígidos, aún fríos dentro de la boca del hombre alterado, no hay cordura; exhalación divina, un abrazo ilógico, sin ganas.

El gato se asoma perturbado por los pensamientos de un hombre sentado con un abrigo encima, pasa indiferente, como Dios sigue su paso. Forcejean la puerta que da a la calle desconocida, se pone de pie y sin pantuflas sale mientras Isabella, cargada de paquetes, trata de cerrar la puerta con el pan que se asoma por una bolsa de papel amarillo. Por fin pronunció palabra.

—¿Por qué te demoraste tanto?

—¡Algo tenemos que comer!, contesta ella.

—Te he extrañado.

Ella lo sabe. Sonríe, le da un beso en la frente y ahora el viejo trata de abarcarla con sus débiles manos. A punto de desbordar en llanto se refugia en su cuello; recuerda a la amada, hija, madre, esposa, amante, a esa mujer a la que una vez sin exagerar, y con la memoria intacta, le prometió la vida.
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* Fabián Cristancho O. es Comunicador Social y Periodista en formación. Ha trabajado en la revista Ex-presión de la Universidad Católica de Pereira como redactor y editor en jefe. Autor de ‘Memorias de risa y tragedias’ (2009) homenaje a los 10 años del asesinato de Jaime Garzón. Ha publicado crónicas, columnas de opinión y cuentos en medios como Semana.com, El Clavo.com, Actuemos.net y El Galpón.com.

3 COMENTARIOS

  1. Te felicito Cristanchus, me gustó el cuento y más saber que manejas el género de ficción y periodismo me alegra. Te auguro muchos éxitos y te felicito de corazón. Un abrazo.

  2. Realmente no tengo palabras, para lo que me ha hecho sentir…
    Es una historia de múltiples sentimientos de nostalgia; algo que sentimos constantemente por todo lo vivido.
    Son pensamientos que estando tan sólo un minuto sólos se nos vienen a la mente, memorias de un pasado.
    Me encanta como describe cada detalle, cada olor y cada recuerdo (el recuerdo que tiene de Isabella, y la pasión que desribe)…
    Pero si no es suficiente el sentir todo eso, el final es lo mejor… luego de llenarte de nostalgia, te das cuenta que él no está sólo… que sigue con Isabella…

    En particular, me he identificado mucho… es hermoso y lo que me ha hecho sentir más allá de lo que ya dije, es indescriptible…

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