Literatura Cronopio

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Almas gemelas

ALMAS GEMELAS

Por Javier Moro Hernández*

Desde el principio supo que no eran almas gemelas y que nunca lo iban a hacer. A ella le gustaban el ron y las piñas coladas, a él las cervezas y los mariscos. Se soportaban, hasta que hablaban de política. Ella era del viejo partido y él solo podía votar por la izquierda.

Se conocieron después de que él regresara de un viaje extraño a Colombia. Había ido a enterrar a su madre y a enterarse que a su verdadero padre no le interesaba conocerlo. Ella, por su parte, estaba pasando por una etapa de lesbianismo, que después negaría.

No fue amor a primera vista, ni mucho menos. Se conocieron, platicaron un poco, intercambiaron emails y no se vieron hasta seis meses después, cuando ella lo invitó a ir al centro de la ciudad, a una exposición de un famoso pintor español.

Ella llegaría dos horas tarde y no recordaría cómo se llamaba él. Aún así, le dijo con desparpajo, que quería invitarlo a comer a casa de una muy buena amiga suya, a la que él por supuesto no conocía.

Ahí bebieron tequila y se pelearon por primera vez.

No fue una pelea violenta. Solo fue una discusión amena sobre las aspiraciones que cada persona podía tener y lo que quieren hacer. Para ella este mundo no tenía remedio, estaba jodido y así era. Los ricos eran ricos y los pobres eran pobres porque querían. Nada más. Para él las cosas nunca eran tan simples y con educación las cosas podían cambiar. Ella le dijo que creía que él era un soñador. Él le dijo que trabajar para que este mundo fuera mejor no era ser un soñador, que trabajar para que las mujeres no fueran agredidas no era ser un soñador. Además, le dijo, yo trabajo, me pagan por lo que hago. No soy ni un hippie ni un soñador. Estaba indignado, enojado y un poco borracho. Algo que a ella le gustó.

Le dijo que mejor fueran a otro lugar, para platicar más tranquilos.

—¿Un bar? —Preguntó él cuando ya estaba en la calle.

—No, mejor un hotel. —Le contestó ella mientras detenía un taxi. —Uno lindo y que esté cerca de aquí. —Le dijo cuando se habían subido al taxi.

Él no se lo esperaba, la propuesta lo tomo desprevenido, pero alcanzo a reaccionar rápido y le indicó al taxista como salir a Tlalpán y enfilar hacia el sur. Hizo cuentas mentales y decidió llevarla a un lugar en el que había estado años atrás con una amiga que le gustaba morder y dejar moretones en el cuello. Era un lugar amplio, limpio, con espejos en las paredes y una cama enorme.

A ella le gustó, aunque le dijo que nunca había estado en un sitio así, que era su primera vez. A él no le importó. Pagó y compró cervezas.

Después ella le dijo que la cama era hermosa, que le gustaría acostarse en ella.

—Adelante, es toda tuya. —Le dijo él, recordando una frase de una mala película de los años ochenta.

Ella se acostó: vestía un pantalón beige, con bolsas a los lados y un pequeño hoyo a la altura de su nalga derecha, blusa negra, corta, que dejaba ver el nacimiento de sus pequeños senos. Tenía los ojos verdes, felinos. Él se acercó lentamente y se acostó al otro lado de la cama.

Ella era rara, pero tenía unas piernas interesantes, fuertes, que terminaban en unas nalgas duras, majestuosas.

Ella estaba acostada de lado, en el filo de la cama, pero lo observaba a través del espejo. Él acerco su mano lentamente hacia su espalda, la acarició, primero con miedo, con temor a que ella reaccionará de una manera equivocada. Dejó que su mano le acariciará el cuello lentamente. Ella reaccionó: un pequeño gemido le indicó que podía continuar. Su mano avanzó, bajó por su espalda, que se movió al ritmo de la caricia. Un movimiento felino, que él siguió con sus ojos y con las manos.

Se acercó a ella, ahora sin miedo, inflamado y su mano izquierda le rodeó la cintura, levantando en su movimiento la playera y dejando al descubierto su piel acanelada y caliente.

Beso su cuello. Un beso leve que la inflamó. Sus caderas se acercaron, se tocaron. Las de ella hicieron un movimiento hacia atrás y las de él se acercaron, hasta chocar su pelvis con sus nalgas, que ahora se ofrecían, se movían.

La sangre ardía y el alcohol bebido hasta el momento se destilaba en besos que empezaban a ir y venir: primero en el cuello, después en los labios, que ahora se reconocían, se afanaban.

La ropa sobraba. El sexo de ella palpitaba, olía.

El tiempo se había detenido, se les escapaba de las manos. El tiempo era agua y saliva. Al final se encontraron, se perdieron.

Nunca pensó que ella se entregara de esa manera. Ella se retorcía, gozaba, jugaba, se detenía y volvía a empezar. Él se dejaba hacer y acariciaba. Jugaba con sus manos, apretaba, mordía, besaba, palpaba.

Su cuerpo era hermoso, macizo.

Lo hicieron un par de veces más, hasta quedar exhaustos. Él nunca pensó que la noche terminaría así. Nunca, ni en sus mejores sueños hubiera pensado en terminar en la cama con una mujer como ella. Con todo lo que eso implicaba. Porque era hermosa y salvaje, pero al mismo tiempo, peligrosa y grosera. Una niña caprichosa. Una mujer con la que nunca se hubiera imaginado despertar, pensaba, mientras el sueño y la bebida lo tumbaban.

Cerró los ojos y dejó que el cansancio lo venciera. Sintió ese cuerpo recién descubierto a su lado, esa piel caliente, que ahora parecía descansar.

Sin embargo ella se levantó de improviso y le dijo que ya era hora de irse, que no podían quedarse ahí.

Él observó su reloj: eran las tres y media de la mañana. No entendía ¿Por qué no podían quedarse ahí? Le preguntó.

—Porque no. No podemos. Tengo que llegar a mi casa.— Le espetó ella con su característico tono de mando.

No había cosa que él odiará más que le ordenaran qué hacer, no lo soportaba. Así que le dijo: Pues vete tú, y se dio vuelta en la cama, con la intención de seguir durmiendo.

Nos tenemos que ir los dos, le grito ella.

—Mierda, no tengo porqué irme a ningún lado, estoy cansado y quiero dormir. —Le gritó él, poniéndose de pie. Pero en cuánto la vio ahí, desnuda, solitaria, se arrepintió. —Está bien, vámonos —dijo al fin.

Pero ella no solo quería que salieran juntos del hotel, también quería que él la fuera a dejar a su casa. Y no dejó que se bajará del taxi que tomaron juntos hasta que estuvieron en la esquina de su calle. Ahí se despidió de él.

Él vio como el taxi se alejaba, se dio la vuelta y empezó a caminar.

Definitivamente esa mujer estaba loca, pensó él, mientras atravesaba una colonia de clase media, un poco venida a menos: loca, pensaba él, mientras le daba un trago largo a la lata de Corona, que había rescatado del cuarto de hotel antes de que tuviera que abandonarlo.

Tan bien que estaría en esa cama, pensó, y se puso a recordar cuántas veces había ido a ese hotel. Dos o tres, no muchas, pero siempre con las peores mujeres.

Tenía que empezar a buscarlas en otro lado, se dijo, antes de darle un trago a la cerveza. Un día de estos lo iban a matar alguna de ellas.
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* Javier Moro Hernández es poeta y periodista cultural. Poemas suyos han aparecido en las antologías Recital Chilango Andaluz de 2007, 2008 y 2009, en los libros Cupido Internauta (Generación Espontánea, 2009) y 40 Barcos de Guerra (Versodestierro y Editoriales Independientes). También participó en la Antología de Cuentos Palabras Malditas (2009). Es colaborador habitual de la revista por Internet www.palabrasmalditas.net y del programa de radio por Internet www.tripulacionnocturna.com. Su libro de poesía Los Espacios Vacíos, se encuentra actualmente en prensa. Es miembro del Colectivo Dos10 y de PLACA (Plataforma de Artistas Chilango–Andaluces). Forma parte del Comité Organizador del Recital de Poesía Chilango Andaluz. Su blog es: https://javiermoroh.confabularia.org

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