Periodismo Cronopio

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Moralito

A MORALITO YA NO LE CAE LA GOTA FRÍA

Por Cristhian Ticona*

Postrado en su cama así, con el cuerpo rígido, los ojos bien despiertos y ese temblor que gobierna sus manos, Lorenzo Morales parece confirmar lo que dicen de él. Su lecho yace bajo una ramada de calaminas donde toma el fresco de la tarde. La primera imagen que proyecta es la de un anciano decadente, abatido, sin ganas de nada. En su casa del barrio Primero de Mayo, en los suburbios de Valledupar, el viento sopla con tal desgano que apenas consigue mover las ramas del mango que crece en el patio.

A pocos metros, el viejo descansa desparramado sobre la tarima, inmóvil, con la mirada perdida en el techo, como si estuviese concentrado en impartir órdenes a sus desobedientes extremidades. Desde que no puede valerse por sí mismo, acepta dócilmente las atenciones de sus hijos. No protesta si algo le disgusta. Con los años aprendió a sobrellevar esa incomodidad con el allanamiento de un reo resignado a su condena perpetua.

Por las mañanas lo visten con camisas livianas y pantalones de gabardina. A las nueve está listo para aguantar sin suicidarse, el tedio de las largas horas matinales y el asfixiante bochorno del medio día. Es apenas el anticipo del verano y la temperatura en esta ciudad del Caribe colombiano supera los cuarenta grados centígrados. Los taxis circulan con las ventanas cerradas para evitar que escape el aire acondicionado y en los autorradios no suena otra cosa que los últimos ‘hits’ de Jorgito Celedón o Peter Manjarrés. Decenas de familias se vuelcan al río Guatapurí buscando alivio para sus incendiados cuerpos.

A Lorenzo Miguel Morales Herrera los atardeceres le mejoran el ánimo. Lo sacan de su parquedad. Como ahora que parece haberme estado esperando hace tiempo, con sus recuerdos en ristre, listo para dispararlos.

—Todos me llaman Moralito —cuenta con voz lánguida y grave— así me decía mi compadre Emilianito y así me quedé.

En la tradición vallenata, el nombre de Lorenzo Morales se hizo leyenda por la rivalidad musical que mantuvo con Emiliano Zuleta durante diez años. Esta disputa de acordeoneros se sigue cultivando y se conoce como «‘piqueria’». Fue durante esa prolongada riña que Zuleta compuso el vallenato más conocido dentro y fuera de Colombia: La gota fría, canción en la que inmortalizó a su contendor como el cobarde que huyó de Urumita, pueblo del departamento de La Guajira, para evadir el enfrentamiento.

Acordate Moralito de aquel día

que estuviste en Urumita

y no quisiste hacer parada.

Te fuiste de mañanita

sería de la misma rabia.

Esta no solo es la composición más afamada del folclore vallenato, es también la máxima expresión de una costumbre que para los colombianos nació con el mito del duelo de acordeones entre Francisco Moscote y el diablo, hace más de 150 años. Gabriel García Márquez escribió en 1983 que los versos magistrales de La gota fría eran para su gusto los de una creación perfecta. La contundencia de sus estrofas demolió la reputación de Moralito. Nadie sin embargo puede asegurar categóricamente que hubo un ganador absoluto en esta ‘piqueria’. En Valledupar unos dicen que fue Zuleta, otros responden que fue Morales. El estudioso del vallenato, Julio Oñate, cree que venció el segundo, porque aunque sus versos no se hicieron tan conocidos, aventajaba a su rival en el acordeón.

En los años que duró la escaramuza musical, las cosas estuvieron bastante parejas. La gota fría era una canción más del repertorio de Zuleta, picante y graciosa, hasta que en 1993 fue grabada por Carlos Vives. Desde entonces las cosas cambiaron para Emiliano. Empezó a recibir importantes sumas de dinero por la autoría del tema, mientras que a la inversa, la fama de Moralito era sepultada en la fosa común donde van a parar los perdedores. Así quedó perennizado como el acordeonero follón que huyó cual gallina de una parranda a la que se había presentado como gallo matrero.

—Sin Vives, La gota fría nunca se hubiera conocido mundialmente, ni Emiliano Zuleta sería lo que fue —me dijo Julio Oñate, autor de «El ABC del vallenato», la vez que lo busqué en su oficina de próspero ganadero—. La música de Vives eclosionó en el gusto popular porque juntó al acordeón con las gaitas indígenas en una fusión exquisita y fresca. Ese sonido exótico y contemporáneo le dio trascendencia continental­.

Tenía razón. La primera versión de La gota fría fue grabada por Guillermo Buitrago a fines de 1940, con el título de «Qué criterio». Dieciséis años después fue actualizada por Colacho Mendoza y más tarde volvió a resucitar en la voz de Daniel Celedón. Pese a ello nunca fue una canción de antología. Pero Carlos Vives la elevó al parnaso de la música y fue grabada más tarde por Julio Iglesias, Paloma San Basilio, el Grupo Niche, e incluso por Ray Conniff. Hay más de cuarenta versiones de La gota fría. Esta tarde he perturbado la tranquilidad de Lorenzo Miguel buscando respuestas sobre la fama de cobarde que amasó por no tocar aquella mañana en Urumita.

—Siempre he sido un hombre de paz y mire usté, algunos lo confunden con cobardía. Un día yo me hice el valiente de verdá. Un farsante me hizo encarcelar dos días. Así que tomé mis ahorros, me compré una pistola y me fui a buscarlo para acabar con él­ —relata desde su tálamo. La suerte le daría la espalda, otra vez.

***

Lorenzo Morales nació pobre, el 19 de junio de 1914. Era verano en Guacoche, pueblo del corregimiento de Valledupar, hoy capital del departamento del Cesar. La prosperidad estaba en otra parte, en la zona bananera donde la United Fruit Company había levantado su imperio. Por eso cuando su hermano Agustín se hizo grande, buscó cualquier pretexto y se largó para allá buscando fortuna. Lorenzo en cambio se quedó junto a su madre Juana Morales. Cada vez que Agustín regresaba con su acordeón, Lorenzo lo envidiaba en silencio. Un día, el viajante Saturnino Romero se apareció por Guacoche con un acordeón de factura italiana. Moralito no demoró en imaginarlo desplegándose sobre su pecho, el aliento de los fuelles haciendo aullar los pitillos, y sus dedos transitando por los peldaños de las botoneras.

—Usté sabe que cuando uno es muchacho se pone necio. Yo me encapriché con ese ejemplar —cuenta ahora más animado, como si esos recuerdos le devolvieran la vitalidad que perdió con los años.

El viajante supo que la ocasión era inmejorable para cerrar un buen negocio y le propuso canjear el apetecido instrumento por el novillo que Lorenzo Miguel atesoraba como cimiento del prometedor porvenir de ganadero que nunca llegó a consumar por culpa de la música. El torete era todo el capital del adolescente, de modo que para hacer tan delicada transacción recurrió al consejo de su madre.

—Acepta el trueque —le dijo— no soporto verte como sapo en la orilla sin poder lanzarte al agua.

Cuando Juana Morales cayó en la cuenta que Lorenzo era un acordeonero respetado, comprendió recién que involuntariamente lo había arrojado a los brazos de la fama, enviándolo a los pueblos cercanos, a cumplir recados nimios como cobrar cuentas o comprar alimentos. El mozalbete no se despegó de su instrumento en ninguno de sus viajes.

Así se hizo conocido en toda la provincia, mientras que a la par Emiliano Zuleta ganaba reputación en los caseríos aledaños a La Jagua del Pilar, en la Guajira, donde nació dos años antes que Lorenzo. Con el tiempo perfeccionó su técnica de la mano de Chico Bolaños, uno de los acordeoneros más prestigiosos de la época. No había fiesta que Moralito no animara.

Como andaba de un lugar a otro, Rafael Escalona no pudo hallarlo el año que lo buscó para parrandear juntos. Escalona era un compositor exquisito. Sus versos finísimos son realismo mágico puro. García Márquez, hipnotizado por su raza poética, incluyó su nombre en Cien años de soledad. Carlos Vives grabó una novela inspirada en su vida y popularizó sus mejores canciones. Cuando yo escribí estas líneas, Escalona estaba internado en una clínica de Bogotá, resistiendo al cerco que le tendió la muerte hacía ya varias semanas. La vez que buscó a Lorenzo, 1945, decepcionado de no encontrarlo, escribió el paseo «Buscando a Morales».

Porque Moralito es una fiebre mala

que llega a los pueblos y en ninguno para.

Porque Moralito es un hombre andariego,

que cambia de nido ni el cucarachero.

Porque Moralito es una enfermedad,

que está en todas partes y en ninguna está.

Tengo la sospecha que estas conmemoraciones han puesto alegre a Lorenzo Miguel. Su esposa Ana Romero, que nos estuvo escuchando todo el tiempo, se acerca con disimulo en su silla de ruedas. Se acomoda a una distancia prudente, ni tan lejos como para escuchar con dificultad lo que me está contando su marido, ni tan cerca como para estropear el diálogo. Moralito se da cuenta enseguida y con la fuerza inextinguible de sus demonios internos, hace un despliegue de galantería insospechado.

—Uy si usté supiera lo bueno que fui pa’ las mujeres —me dice.

—¿Tuvo muchas? —lo interrogo.

—Uff si le contara —responde— yo sigo componiendo versos, y esta mujer de acá, es mi mayor musa.

Su sorpresiva acrobacia provoca tal cataclismo en Ana que casi salta de la silla. Se contonea. Y como tratando de disfrazar la erubescencia que colorea su piel lechosa, agacha lentamente la cabeza para sollozar despacito:

—Pero qué tonterías estás diciendo hombre.

Ese es Moralito. Un viejo zorro de 94 años. Un semental que suplió con maña las desventajas de su metro y medio de estatura. Por su tamaño, el diminutivo le sentó bien desde el principio. Sin embargo se agrandó con Zuleta y demostrando que no le tenía miedo empezó a llamarlo «Emilianito». Tuvo cinco hijos con Amparo Varela, su primera mujer, a quien compuso el son Amparito. Después se desligó de ella para darse gusto con Ana Romero, una jovenzuela a la que sedujo cuando tenía apenas 16 años y él 36. Le he preguntado cuántos hijos tiene con su segunda esposa. El viejo queda mudo, duda, parece haber perdido la cuenta.

—¿Cuántos tenemos? —le consulta a su mujer.

—Uy poquísimos —contesta mirándome fijamente— tuvimos trece sin contar los que perdí.

De los que nacieron entre parranda y parranda nadie llevó la cuenta. Hasta hace una década, Moralito asistía con frecuencia a las jaranas de Valledupar. En esta ciudad las parrandas son soberbias fiestas donde se sirven humeantes sancochos y arepas a destajo, se bebe whisky Old Parr durante días completos y se rinde pleitesía al acordeonero, que junto al guacharaquero y cajonero, conforman la trinidad de esa deidad llamada vallenato.

—Hay veces que Lorenzo se perdía varios días en las fiestas —asegura Ana Romero con una expresión que transita entre la burla y la ternura—.Yo lo buscaba hasta encontrarlo, me lo echaba al hombro y me traía a mi hombre a descansar.

—Pero al día siguiente ya descansadito, me volvía a parrandeá —replica Lorenzo avergonzado.

***

Mañana saldré con Moralito a dar un paseo por Valledupar. Hace siete años que el viejo no pisa las calles en un día festivo como este. Iremos a La Pedregosa, el complejo recreacional donde su nieto Jairo competirá en el ‘Concurso de Acordeonero Juvenil’ del 43 Festival de la Leyenda Vallenata. Allí me confesará entre merengues y paseos, que la historia difundida sobre el inicio de la ‘piqueria’ en Guacoche es inexacta. Son las nueve de la mañana de un miércoles de mayo de 2009. Mientras su hija Cecilia termina de hacerle el aseo, me he detenido a contemplar los cuadros de la sala. En una de esas pinturas al óleo, Lorenzo viste guayabera y pantalón blanco, a lo García Márquez, mientras le arranca melodías a su acordeón en medio de los matorrales.

Media hora más tarde viajamos en un taxi. Él va sentado en el asiento del copiloto, liberado de la silla de ruedas pero igual de tieso. Sus piernas están duras como dos troncos secos.

—Hubo muchas ‘piqueria’s—me dice—pero ninguna agarró color como la que tuve con mi compadre Emilianito.

El combate musical entre estos dos ídolos del vallenato empezó, según ha documentado Julio Oñate, cuando ambos eran ya músicos aclamados. Sus seguidores se encargaron de atizar el fuego. Los de Guacoche sembraron el rumor que Moralito era el mejor acordeonero de la época y que tenía de hijo a Emilianito. Los de La Jagua decían que la cosa era al revés. Ambos se vieron las caras por primera vez una tarde que Zuleta pasaba por Guacoche, camino a Valledupar. Este irrumpió en la parranda donde Morales era el indiscutible amo de la fiesta y solicitó con insistencia que lo dejaran tocar el acordeón. Lo hizo con tal destreza que a la siguiente ronda de tragos fue el primero en recibir la atención de los anfitriones. De acuerdo a la jerarquía parrandera solo el mejor tiene ese privilegio. Cuentan que a Morales le disgustó la osadía del intruso. Durante el resto de la fiesta no volvió a soltar el instrumento. No estaba dispuesto a ser humillado en casa.

—Eso no fue así —sentencia Moralito—, ahora en La Pedregosa. Llegamos justo cuando Jairo estaba en el tabladillo.

Su nieto dejó el acordeón siendo niño para dedicarse a la percusión. Prefiere la caja. Jamás podrá convertirse en «Rey Vallenato» porque ese es un título al que solo pueden aspirar los acordeoneros. El cajero y guacharaquero son el complemento. Acompañan, más nunca alcanzarán el estatus del que toca la concertina. Cecilia Morales confiesa que a Lorenzo Miguel le hubiese gustado que alguno de sus descendientes le siga los pasos. Ninguno pudo complacerlo. A Moralito le entristece pensar que un día su leyenda se apagará y teme que su huella desaparezca de las playas de la memoria colectiva. Cuando sopla el viento del olvido, no hay rastros perecederos en la arena. Hasta en eso tuvo mejor suerte Zuleta. Sus hijos y nietos prolongaron su presencia musical. Ya son una dinastía.

El episodio en Guacoche inauguró este conflicto juglaresco. No fue la única ‘piqueria’ pero sí la más fecunda en versos y la de más duración. Hubo otras como la de Víctor Silva y Octavio Mendoza, o la de Luis Villar y Escolástico Romero, o la de Guillermo Buitrago y Esteban Montaño, o la de Abel Antonio Villa y Luis Enrique Martínez. Estos últimos llegaron a las armas. Cegados por la cólera se retaron a duelo. Convinieron que la cita sería en casa de Rafael Díaz. Tuvieron que interceder muchos amigos para hacerlos entrar en razón y el pleito no acabara en desgracia. Villa desenfundó su revólver, apuntó al piso y jaló el gatillo. «Volveremos a pelear el día que alguien desentierre este plomo», dijo. Luego se abrazaron. Todo eso sucedía cuando Emiliano empezó a componer versos inflamados contra Lorenzo Miguel, a quien le llegó el rumor que Zuleta andaba diciendo que lo había vencido en su propio pueblo. Moralito contestó con el paseo El Borrador.

El borrador de Emiliano se lo mando,

para que aprenda la rutina de Morales,

para que escuche y se la pase analizando,

que mis sones se respetan por la calle.

La rivalidad fue creciendo proporcionalmente a la cantidad de fanáticos que se sumaban a cada bando. Los «piques» de estos dos juglares eran esperados por el pueblo. La respuesta no demoró con Contestación a Moralito.

Si Morales, si Morales saca uno

Zuleta, Zuleta, le saca dos

porque no, porque no me da la gana

hombre que ese negro venga a tocá más que yo.

(Continua página 2 – link más abajo)

3 COMENTARIOS

  1. No por nada grandes de las letras (García Márquez, Daniel Samper…) encuentran en el vallenato todo un mundo de maravillas al cual rendirle honores. El folclor colombiano es exquisito, el vallenato es grande, historias como esta y miles que desconocemos lo confirman.

  2. Mira que desconocia lo que significaba este vallenato, yo pensé que el composityor era Carlos Vives, la historia era mucho mas exquisitra.

  3. Gran crónica, felicito al autor porque cuenta la historia de Morales pero a la vez muesrtra un panorama amplio del folclor vallenato. Sigan publicando este tipo de historias.

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