Filosofía cronopio

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Insomne

LA MÁQUINA INSOMNE

Por Gonzalo Portocarrero*

En una escena del film Matrix, Neo es confrontado con la opción de tomar la pastilla azul o la pastilla roja. La pastilla azul representa el regreso al mundo de las fantasías programadas donde, sin saberlo, vive la mayoría de la gente. Optar por la pastilla roja es decidirse por la libertad, por la posibilidad de construir una vida propia. Ahora bien, en el film esta segunda opción no se abre para todos. Implica, además, enfrentarse a una verdad dura, pues es tomar conciencia de que la vida que estamos llevando es solo una fantasía impuesta por una súper computadora. Por último, tomar la pastilla roja significa comprometerse con la lucha ya que no es posible ninguna construcción alternativa, si antes no se resiste la permanente asechanza de esa máquina de producción de ilusiones, la Matrix, que pretende engullir los últimos reductos de libertad.

En esta época, nos plantea el film, la libertad es una opción abierta para unos escogidos, pues la mayoría vive atrapada, sin haberlo decidido, en una existencia irreal, en un mundo que existe solo en el letargo de sus fantasías. De un lado, son cuerpos que alimentan de energía a la máquina, y del otro, son mentes que viven en un mundo alucinado que Matrix ha creado para ellos. Un mundo que no es feliz pero tampoco trágico. Hecho, aparentemente, a la medida de las necesidades de la gente.

Se trata de un simulacro de realidad donde se entretejen sueños tan vívidos que resultan casi enteramente convincentes, pero no del todo, pues la programación tiene sus fallas, el azar es incontrolable, de manera que en el mundo programado por la Matrix se presentan incongruencias, situaciones insólitas, que la gente prefiere ignorar, reafirmando de esta manera su deseo de vivir en la fantasía y la irrealidad.

No llega a ser evidente la razón por la cual los escogidos se deciden por la libertad. En todo caso podemos suponer que se inquieta en ellos el rechazo a ser manipulados, a perder su condición humana, y, quizá también, la promesa de una vida mejor. Pero esa posibilidad no está garantizada. Es dudosa y requiere de una lucha incesante. Es razonable suponer que si algunos prefieren la promesa incierta, la pastilla roja, es porque dentro del simulacro se vive arrastrando una vaga sensación de irrealidad. Sea como fuere hay gente que escoge la libertad. Prefiere abrir sus ojos, enfrentar lo desconocido y luchar bajo la bandera de la autenticidad.

II

El éxito que ha tenido el film, tanto en la crítica especializada, como en el gran público, nos pone en la pista de que en la narrativa de Matrix hay una verdad que nos interpela y nos moviliza. Es decir, reconocemos en el film una representación plausible de la actual condición humana. Y, de otro lado, se despierta en los espectadores la aspiración a una vida más propia, acorde con deseos que quizá no conocemos, pero que presentimos como conducentes a una realización personal. Entonces el film nos deja con una pregunta: ¿qué debemos preferir, acaso la facilidad de dejarse arrastrar a una vida mediocre, o, quizá, la posibilidad de resistir en función de una promesa mítica e incierta, pero que abre un panorama más vasto?

III

En el panorama de esta época el film reactualiza la posición existencialista de mediados del siglo XX; posición que, a su turno, representa un retorno parcial a la idea utilitarista de un yo soberano, un sujeto capaz de conducir su impulsividad en función del logro de un mayor placer o felicidad. Pero claro, entre el utilitarismo hedonista, que era la visión dominante de la criatura humana a fines del siglo XIX y, de otro lado, el existencialismo de la segunda post–guerra, media la crisis de la subjetividad occidental. Crisis precipitada por el descubrimiento y la puesta en contacto con lo maquinal que nos habita.

Creo que el texto que mejor registra esta situación es Más allá del principio del placer de Freud. Texto que marca la ruptura definitiva con la creencia en un sujeto soberano que pone su razón al servicio de su felicidad. Gracias a Freud hemos venido a saber que estamos colonizados por automatismos que nos sirven para conjurar el vacío al que hemos sido arrojados al ser expulsados del dominio del «nosotros originario», del vínculo con nuestra madre. Roto el vínculo, advenidos al lenguaje, y a una conciencia que no hemos deseado, nos vemos prisioneros de la incertidumbre. Entonces la repetición compulsiva aparece como una opción, no exenta de sufrimiento y angustia, pero, al menos segura. Mucho más segura, por cierto, que el abismo que se nos abre si no renunciamos a la libertad. La compulsión es el dominio de lo que Sartre llama lo práctico–inerte. Gracias a la compulsión cambiamos una libertad que nos promete y aterra por una seguridad que nos limita y protege. Y la compulsión no es otra cosa que la captura de la inquietud vital, de la expectativa de goce, en un mecanismo que la satisface y la defrauda al mismo tiempo.

Y en el mundo moderno la compulsión dominante ha sido, desde luego, el trabajo. Capturar la vitalidad en un mecanismo que ofrece la salvación del sentimiento de absurdo y de la aterradora posibilidad de tener que tomar decisiones. Es la ética protestante. El trabajo se presenta como un llamado de dios [sic] que nos urge a una racionalización productivista del tiempo. Cada instante debe ser justificado, cerrado a la incertidumbre y la angustia, mediante su eslabonamiento, en una cadena de sentido que nos encamina a la salvación ultra mundana y, quizá, y sobre todo, al establecimiento de una buena conciencia, de una suerte de estado de gracia que resulta de aferrarnos a nuestra cadena, al sacrificio que nos condena a la repetición pero que nos redime de la ansiedad del absurdo.

A la luz de esta compulsión constitutiva de la subjetividad moderna, la idea de una criatura soberana que sigue el rumbo de su placer es solo una figuración mítica, quizá al alcance de las clases aristocráticas o rentistas. En realidad, como señala Hannah Arendt, la especie antropológica que funda la modernidad es el «animal laborans», el hombre o mujer absorbido por esa labor rutinaria que no deja ninguna huella. Estamos pues domesticados por la idea de que la rutina es la trinchera en la que se puede estar a salvo de las acechanzas del mal, de las tentaciones y excesos que, supuestamente, nos llevan al pecado y la eterna condena; o en la versiones más secularizadas, al desequilibrio y la muerte prematura.

Cualquier actividad puede convertirse en eje de una compulsión. Entonces vivimos como el burro de la noria dando vueltas en torno al mismo centro, produciendo sufridamente, pero aligerados o consolados por la idea de que estamos cumpliendo con nuestro deber. Y que, finalmente, estamos mejor así, dando vueltas en torno a lo mismo, que extraviados sin saber qué hacer.

IV

En el campo de las Ciencias Sociales, la figura del sujeto soberano se asocia con una historiografía donde el drama a narrar es la relación entre personas que tratan de llevar a cabo sus deseos. Se trata, por ejemplo, de la historia política, o del análisis de coyuntura, que se concentra en los individuos y en sus estrategias, en sus colaboraciones o luchas. Esta es la sustancia de la que estaría hecha la vida colectiva.

Pero esta visión de lo social pareció ilusa y superficial. Muy pronto, con el positivismo, lo social deja de ser visto como relación intersubjetiva para ser definido como hecho o cosa. Algo trascendente, que está fuera de los individuos y que los constituye. Entonces comienza a dominar la idea de que habría leyes o estructuras a las que, sin acaso saberlo, estamos sometidos. Entonces, la conciencia es sobre todo una ilusión, un teatro interior engañoso.

La intuición de estar determinados, que todos eventualmente tenemos, llega a la condición de certeza absoluta con el estructuralismo. En el horizonte estructuralista no hay margen para el sujeto, ni para lo contingente. La historia es un proceso sin sujeto, decía Althusser. Los hombres y mujeres concretos somos solo soportes de dinámicas que nos trascienden enteramente. La conciencia es una ilusión pues en la realidad estamos programados por lo que Bourdieu llama un «habitus», una suerte de Matrix que regula nuestra espontaneidad dentro de los estrechos límites dados por los mandatos que nos constituyen. Es decir, estamos mecanizados.

Es claro que el estructuralismo más ortodoxo tenía supuestos muy discutibles y, además, que llevaba a consecuencias éticamente desastrosas. En efecto, si todo resulta determinación, entonces los conceptos de libertad y responsabilidad, de mérito y sanción, se quedan sin fundamento. Quedan reducidos a la condición de espejismos o señuelo, que permiten la coexistencia de una conciencia ilusa e intrascendente con una realidad inflexiblemente condicionada. También se termina por abdicar de cualquier acción, pues bien vistas las cosas nada de lo que podamos hacer significa realmente una diferencia. El estructuralismo es la locura de un cientificismo que reduce a los hombres a la condición de cosas.

El estructuralismo no podía desarrollar sus supuestos hasta sus últimas consecuencias. Tenía que hacer compromisos, hacer un espacio para lo contingente y azaroso, e, igualmente, para lo deliberado, para la acción inteligente o praxis. En la sociología de Bourdieu, por ejemplo, se rescata, con cierta renuencia, esta dimensión a través del concepto de estrategia o agencia. O sea que no estamos totalmente pautados por el habitus sino que podemos modificarlo.

V

Creo que en las reflexiones de cualquier persona se alternan diversas concepciones de la vida. Pero antes de refugiarme en la vaguedad de «cualquier persona», me parece más trasparente hablar de mi propia experiencia. Tengo 62 años y siento que no puedo estar seguro sobre si realmente de decidido realmente algo. A veces pienso que soy simplemente un producto de mi medio. Habitado por una máquina y consolado por una falsa conciencia. Este pensamiento corresponde a un temple pesimista que a veces me asalta. A la idea de que haga lo que haga, igual estaré. Otras veces, sin embargo, creo que he tomado decisiones importantes, que en mi vida se me han ido presentado diferentes opciones, y que he ido escogiendo las que me han llevado a lo que ahora soy. Es decir, alguien que trata de sostenerse en un rumbo inspirado por las ideas de no molestar a los demás y hacer lo que puedo por modular mi obsesión por el trabajo, resistiendo la seducción que me despierta la belleza del sacrificio, la idea de convertirme en medio útil para un fin trascendente. Pero mi rumbo ha sido también marcado por el rechazo a la amargura que me asedia y por la búsqueda del compromiso y del vínculo con los otros.

Quizá no sea mucho, pero en relación al lugar donde partí, no creo que sea poco. Entonces es como si varias veces hubiera tomado la pastilla roja. Y en este peregrinaje, mi experiencia del psicoanálisis ha significado una capacidad de objetivarme, de tomar distancia respecto de mi sufrida inmediatez, para saber, entonces, que existen otras posibilidades, que la situación de reo inocente, en la que suelo colocarme, no es justa ni conducente. Es decir, una experiencia habilitante, a la que debo la mayor tranquilidad en la que ahora estoy instalado.

Comparto mi perplejidad. Puede que el determinismo sea cierto. O puede también que las cosas ocurran totalmente al azar, como lo insinúa Borges en su cuento sobre la lotería de Babilonia. Es curioso, pero tanto el determinismo cientificista como el fatalismo de azar, terminan destruyendo el sentido de la vida. Pero se trata de malas apuestas, pues dejan sin fundamento cualquier acción afirmativa. Es mejor creer que algún grado de libertad tenemos. Y es aún más conveniente pensar que la libertad puede ser cultivada, que sus márgenes pueden ampliarse, que tiene sentido aspirar a una vida mejor.

VI

La vivencia de la libertad, de una indeterminación que se abre camino desde las entrañas de nuestro ser, es patente en la conversación creativa, aquella que no está prisionera de guiones, sino que fluye de maneras inesperadas en una atmósfera que encanta y aterra al mismo tiempo. De repente, estamos habitando un nuevo espacio, estamos más allá de las certidumbres que nos definen, y estamos abiertos al otro y a lo que viene de nosotros mismos. Entonces, hablamos y escuchamos, sin tratar de convencer ni de enjuiciar. No hay subtextos ni agendas secretas. Es solo el deseo de acercarnos al otro y descubrirnos a nosotros mismos. En la conversación sin propósitos ni rumbo, se desata la creatividad y emerge lo nuevo. Lo impensado.

De repente me equivoco pero creo que la conversación, así entendida, está en decadencia. Es un tipo de vínculo que subvierte la máquina insomne que nos pretende poseer. Lo que ahora veo en las conversaciones es, sobre todo, gente que quiere hablar, reafirmarse ante un otro que es relegado al papel de escucha, de notario que valida las pretensiones del hablante. El que habla no quiere escuchar pues, en verdad, no le interesa saber del otro. Y ese otro, claro, se aburre y termina por perder el interés, entonces simula una escucha mientras esconde su aburrimiento. Es solo un simulacro de comunicación. Creo, además, que esta situación se ha acentuado en los últimos años pues con el triunfo del «individualismo exitista» todos necesitamos el reconocimiento que cada vez nos resulta más difícil de conceder al otro. Andamos exigiendo lo que no podemos dar y, por tanto, tampoco recibir.

Si me remito a la historia del Perú constato que las creaciones culturales más importantes tienen su fundamento en el arte de la conversación, en la tertulia. Ricardo Palma acudía al salón de Juana Manuela Gorriti. Allí se conversaba de cualquier cosa: literatura, política, vida cotidiana. Valdelomar congregaba a sus amigos periodistas en el Palais Concert para charlar sobre lo serio y lo frívolo. Para explorar el mundo de la vida. Más tarde, Mariátegui reúne a los intelectuales de su época en el «salón rojo» de su casa. Allí no se trataba de imponer sino de compartir. La libertad y la ausencia de un discurso pastoral eran la base de las conversaciones. Y me imagino que será difícil entender la evolución de Vallejo sin referirse al grupo Norte. Como también fue importante para Arguedas la peña Pancho Fierro.

Pero en algún momento el gusto por conversar parece haber declinado. Quizá no solo el individualismo y el aburrimiento. Puede que, también, la omnipresencia de la televisión.

VII

En la sesión psicoanalítica, como lo ha recordado Eduardo Montagne, la presencia de la libertad es el hecho básico. El analizante, o paciente, tiene que asociar libremente, decir sin inhibiciones lo que va pasando por su cabeza, mientras que el analista sigue su flujo discursivo desde una escucha marcada por la «atención libre flotante». Se trata de una conversación peculiar, pues uno habla sin pretender nada específico y el otro escucha aquello que le resuena. Y desde la elaboración de esa resonancia el analista es capaz de producir una interpretación que pone en evidencia lo no dicho que subyace a lo dicho. El analizante toma entonces conciencia de algo que acaso lo define pero que realmente no conoce. Va objetivándose a sí mismo gracias a escucharse y reconocerse en los comentarios que el analista le devuelve.

El psicoanálisis funciona desencadenando la creatividad a través de la superación del miedo que tenemos respecto a lo que pueda haber dentro de nosotros mismos. Es una manera de alertar la conciencia, de hacer dormir a esa máquina insomne que nos habita.

“¿Pastilla rojo o pastilla azul?”. Una de las escenas más famosas de “Matrix” de  Andy Wachowski y Lana Wachowski. Pulse para ver el video:
[youtube]https://www.youtube.com/watch?v=bCUhFZnxoBU&feature=related[/youtube]

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* Gonzalo Portocarrero nació en Lima en 1949. Estudió Letras en la Universidad Católica del Perú y sociología en la Universidad San Marcos. Magister en la Flacso de Chile. Doctorado en Essex, Inglaterra. Profesor del Departamento de Ciencias Sociales de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Blog: gonzaloportocarrero.blogsome.com

El presente texto fue su ponencia presentada en el coloquio Psicoanálisis y libertad, organizado por la Maestría de Estudios Teóricos del Psicoanálisis.

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