BISEXUAL OCASIONAL
Por Maria Paz Ruiz Gil*
Marcelo era el último capricho de mi menú de amores y horrores. Un hombre de RH parmesano, bastante asimétrico en las formas de su cara, con una nariz enorme que nacía entre unos ojillos estriados del color del agua turbia, y una frente hermosa sobre la que se podía escribir el capítulo de una novela. No se parecía a nadie; y eso en definitiva lo convertía en un deleite del diseño humano.
Me atraía su acento, y recordé que en otro idioma siempre se vive y se piensa peor; pero su castellano empapelado de italiano transparentaba una inteligencia rápida y un fecundo sentido del humor. Empecé a soñar con que nos guiaríamos el uno al otro por esa Roma que imaginaba estrafalaria y dulce; porque yo intenté conocer aquella ciudad en un fin de semana con un novio infame que tuve a los diecinueve, y la recordaba como un ingrato lugar en el que nunca dejamos de discutir después de que nos robaran las mochilas. Después de esa triste escapada italiana nuestra unión recibió el tijeretazo final.
Concluí que los viajes sirven para casi todo, porque son micro proyectos de vida, algo así como hipótesis de lo que seríamos si viviésemos en aquellos sitios; plantean preguntas inéditas, exigen pensar distinto y son en sí mismos pequeñas pruebas de convivencia. La comida, la salud, la higiene, la hora, y el clima se convierten en asuntos vitales; y esa forma consciente de vivir es la paradoja perfecta a la que desde entonces me gusta someter a mis parejas.
Después de cada viaje evalúo si mi compañero de aventuras es o no la tesela que le falta al mosaico que guardo en el alma; tan intrincado que no se sabe qué figura tiene, si es la de un animal o la de una verdura, y que sólo toma forma cuando llega la pareja correcta. Mientras tanto, con cada equivocación, con cada decisión errónea, con cada viaje que culmina en desastre, y con cada amorío fruto de la distracción, se van cayendo más y más teselas, desfigurando aun más el mosaico que llevo dentro, dejándolo con la apariencia de una ecografía nebulosa.
No tengo más que dos amigas a las que les cuento cada uno de mis caprichos amorosos; y por lo tanto, cada uno de mis viajes: una se llama Coral, y la otra Ana Cecilia.
Mientras viajaba a Roma casi drogada por el traqueteo incesante del tren, observaba a Marcelo quitarse los zapatos para acostarse en ese extraño invento al que llamaron litera. Él iba a dormir debajo de mí, situación que me dejaba en ventaja para espiarlo de noche, por si me atacaban las irrefrenables ganas de ver su cara, que parecía fugada de un cuadro cubista. Pensé que faltaría poco para que nos besáramos de nuevo, o para que durmiéramos juntos, aunque fuera en una ridícula litera en movimiento.
Para destapar el diálogo le hablé de mi amiga Ana Cecilia, la creadora de una frase poco común: soy lesbiana, pero a veces dudo si debería acostarme con hombres.
A Marcelo esta frase le incitó a saber más, y quiso saber cómo era su novia.
Le expliqué que Coral lo había probado todo. Con los hombres no era tan selectiva, pero tenía clarísimo que su pareja femenina debía mostrar un cuerpo simétrico al suyo: delgado, con un pecho casi plano, y vestido con gusto. Compraba ropa casi todas las semanas, y esto a Ana Cecilia empezó a parecerle un problema serio, el primero de muchos que terminó por enfrentarlas, porque también estaban los excesos de angustia que Coral rebajaba comiendo rábanos picantes, sus preocupaciones por la densidad poblacional en China, y lo peor: los arrebatos de culpa por haber nacido dentro del diminuto dos por ciento de los terrícolas que podían hacer submarinismo en el mar de su dinero, drama que solucionaba instalándose en las aceras para regalar a los peatones lo mejor de su exclusivo armario.
La millonaria Coral reconocía a kilómetros a las muchachas con orientaciones homosexuales, y era experta en hacer que adolescentes que jamás se habían atrevido a besar a ninguna mujer, terminaran enamoradas de ella, enfermas de deseo y sindicadas como lesbianas hasta la vejez. Al final, para disculpar su comportamiento, decía sin pudores que todas las mujeres podían ser más felices si aprovechasen su oculta pero perenne tendencia homosexual.
Mientras Coral había dedicado más de mil noches a la cópula insatisfactoria con hombres de todas las edades, por lo general de buena posición y vestidos a la última, Ana Cecilia era virgen en el sentido más estricto del término, pero además le perdonaba todas sus infidelidades porque sabía que Coral terminaría por aceptar la monogamia, aunque fuera por físico agotamiento. Ana Cecilia, por su parte, nunca había tocado un pene, no sabía qué textura tenía, y sólo había besado a un hombre en su vida, a mi primo, lo más parecido a una chica que encontró, y a quien se lo pidió para saber si se sentía aún mejor que entrelazar lenguas despacito con una mujer.
—¿Nunca les gustaste?—me preguntó Marcelo fascinado con esta historia.
—Creo que no —le respondí con un rayo de ignorancia. —Pero Coral asegura que algún día terminaré probando. Esta es su predicción, pero mi amiga desvaría.
—Es fantástico que tus dos confidentes sean pareja —dijo Marcelo mirando por la ventana unos luces que titilaban amarillentas—. Te hacen la vida más fácil.
—¡Claro! —Los amigos son ampliaciones de tu cerebro. Son los más capaces de imaginar y producir tu película, aparte de ser los más indicados para criticarla.
—Me gusta escucharte, y creo que ya puedo compartirte algo de lo que has estado hablando.
Marcelo acercó su nariz titánica, sentí su pelo sobre mi piel, puso su boca en mi oreja y dijo entre susurros algo que volvió a transformar mi viaje a Roma en un sobresalto.
—Me están entrando ganas, no sé cómo decírtelo. Pero creo que necesito volver a tener sexo con mujeres.
Sólo hay un sitio más incómodo para hacer el amor en un ascensor; y ese sitio es la litera de un tren. Sé que jamás volveré a doblar mi cuerpo en esas posturas que hasta un yogui hubiese aplaudido, pero todavía celebro que existan los bisexuales ocasionales.
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* María Paz Ruiz Gil es periodista y escritora bogotana. Estudió periodismo en la Universidad de Navarra. Máster en Estudios literarios de la Universidad Complutense de Madrid. Candidata a doctorado en Creatividad Aplicada de la misma universidad. Profesora de microrrelatos y artista sonora. Narradora de microficción, ha publicado un libro y varios microrrelatos. Más publicaciones suyas en La nave de los locos, en el diario El Espectador (diario nacional de Colombia), en Palabra Abierta, suplemento cultural del diario Hispanic L.A. de Estados Unidos, en el periódico Tribuna Complutense, en la revista literaria Letralia, y en diferentes blogs especializados en el género de la microficción del mundo (Gaceta Cariátide de México, Piso12 de Argentina y Culturamas de España). La Universidad Complutense de Madrid expuso cuarenta de sus microrrelatos en la Biblioteca María Zambrano en su Primera Semana de las Letras Complutenses. Graba microreelatos como piezas de radio. Trabaja enseñando a escribir microrrelatos en el Centro de Formación de Escritores la La Piscifactoría y el Centro Hispanocolombiano de Madrid. El autor Fernando Valls la invitó a participar en la Antología del Microrrelato Español, que prepara la editorial Páginas de Espuma para el 2011. Es autora de dos novelas: Memorias de Soledad, Una colombiana en Madrid (finalista del Premio Joven de Narrativa U. C. M. 2010) y De padres y otros fantasmas (concursando actualmente para un Premio de narrativa). Sus blogs son:
https://lacomunidad.elpais.com/historias-de-una-cronopia/posts
Estimada María: Me agradó tu trabajo literario. Te felicito por él y por tus logros profesionales. Te invito a leer: Los colonos, en esta misma revista. Besos, Chente.