Escritor del Mes Cronopio

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Bogota

LA CIUDAD Y LAS PALABRAS

Por Gonzalo Mallarino Flórez*

Ya nadie escribe novelas o cuentos que transcurran en el campo. Todo eso lo llamamos literatura bucólica o literatura pastoril. El Quijote es pastoril. Claro que es también una novela de caballería. Y también tiene de lo que llamamos novela picaresca. Pero casi toda sucede en el campo. Y así pasó con frecuencia en el resto del siglo XVII. Y en el XVIII y en buena parte del XIX. Tal vez la cosa cambió con la Revolución Industrial, todos empezaron a venirse para las ciudades. Dejaron los campos.

La vida moderna sucede mayormente en las ciudades o alrededor de ellas. Y por eso los escritores escriben de eso, de las ciudades en las que viven. Como antes escribían de collados, o de sotos, o de colinas, o de una casa solariega. Y cuando decimos que un texto es pastoril o bucólico muchas veces somos peyorativos. Sobre todo de un tiempo para acá. Estamos haciendo crítica, estamos señalando algo pasado de moda, un anacronismo.

Entonces para ser un escritor «contemporáneo» hay que ser urbano o citadino, de otra forma se caería en el gusto rancio de las cosas pasadas de moda. Que no van a interesar. Y nadie va a tomar en cuenta a ese escritor porque está mirando hacia atrás. Porque no ha comprendido «la neurosis de la vida moderna».

Yo creo que todo eso es un desatino mayor. Los que hoy en día escribimos de ciudades lo hacemos porque no tenemos otra salida. Es en las ciudades donde vivimos casi siempre. Pero no somos una escuela de expresión contemporánea, nadie nos convocó. No somos un movimiento ni una estética. Sólo estamos aquí mirando llover desde los edificios, o desayunando, o caminando entre el gentío y el humo. O callados en los hospicios y en los ascensores.

Pero todo eso es circunstancial y estudiarlo corresponde a la sociología o a la antropología. Por eso tal vez es un embeleco hablar de «literatura urbana». La literatura es una sola, desde Homero y desde antes, y su único asunto ha sido siempre el mismo: las palabras. El ámbito de lo lingüístico, no de lo geográfico.

¿Se puede pensar entonces que ser bogotano me hace pertenecer a un ámbito lingüístico determinado? No lo creo. Cualquier escritor que tenga un lenguaje personal y certero puede hablar de Bogotá o de cualquier ciudad. Puede recrearla. Puede reconstruirla para hacer vivir o morir en ella a sus personajes. Bogotá es circunstancial, es un escenario, un entablado solamente.

La neurosis o la hipersensibilidad de Proust han podido desarrollarse lo mismo en cualquier otra ciudad. Bastaba con que hubiera esos cuellos y esas lámparas y esos perfumes y que él estuviera mirando todo eso y sintiéndolo en la piel y en los pulmones. Pero evidentemente se puede ser así de sensual y de fino y de sensitivo sin ser parisino. El instrumento expresivo de Proust supera todas esas consideraciones. Su lenguaje es ya universal.

Las ciudades, los lugares, los seres, las cosas, todo está allí para que el escritor lo mire. Para que el escritor lo toque con las yemas de los dedos o con la lengua o con los puños. De ese acercarse al mundo surge la exploración del escritor. El escudriñamiento sobre la naturaleza de lo humano. Sobre sus actos, sus sentimientos, sus anhelos. Su miedo o su desesperanza. Su alivio o su reposo. Y esa materia compone los libros. Y a esa materia al principio oscura, remota, inconsciente, se llega por las palabras. Sin importar en dónde esté sentado quien escribe, en qué mesa, en qué provincia, en qué tiempo.

Yo he estado en Bogotá y he visto llover. A veces una llovizna interminable que moja las losas amarillas de las plazas o la torre blanca del campanario. Que cae oblicua sobre las ramas de los pinos y los llena de mercurio y de temblor. A veces un aguacero que deja moradas las pieles y roe los dedos de los pies y pudre las encías. Pero a veces en diciembre he visto en Bogotá una mañana con el cielo curvo y luminoso. Clarísimo. Y la luz besando las hebras del pasto y las hojas de los geranios y las azaleas. Y he visto la noche de Bogotá. El sereno que me enfría las narices. Y he oído las voces y los llantos de las mujeres quebrantadas que he ido a buscar en el fondo de esta ciudad y de sus hospitales. O de aquellos hombres que esperan mudos bajo los aleros mientras en Bogotá vuelve a llover a cántaros sobre las tejas carmelitas. Mientras la neblina cae despacio desde las copas de los eucaliptos y una luna de hojalata se detiene en el firmamento oscuro.

Pero todo esto lo ha podido ver cualquier escritor sin ser bogotano. Le bastaba con observar. Le bastaba con estar en busca de cierta melancolía o de cierta soledad o de cierta canción. Le bastaba con haber necesitado esa escenografía para sus personajes. Para desatar los acontecimientos de la historia que iba a envolver a esos personajes. Para presentárselos a los lectores como unas criaturas verosímiles. Para nada más.

Azalea, geranio, cántaro, neblina, todas esas palabras han estado en el mundo hace mil años. Y aquí en Bogotá también. Esas palabras están en mi inconsciente, en mis sueños y en mis recuerdos, es verdad, son una parte la Bogotá que me habita y que yo habito. Fueron tal vez la Bogotá de Tomás Rueda Vargas, de Eduardo Caballero Calderón, de Victor Mallarino, el que dibujaba la ciudad con la voz, esa voz que todavía me visita en la aurora. Pero están en el mundo hace mil años, le pertenecen a cualquier escritor, basta con que sepa tomarlas, sentirlas, escucharlas.

Bogotá es un escenario, nada más. Ser bogotano es accidental. Escribir en castellano es accidental. Componer historias en este momento y no en otro, es accidental. No podemos ser los escritores de un ámbito geográfico, de una tarjeta postal, de un cuadro de costumbres. Ni tampoco de una pose intelectual, sólo para que nos llamen escritores de la «verdadera actualidad», como si se estuvieran anunciando productos en un supermercado. Tenemos que descender más hondo. Tenemos que construir un ámbito lingüístico y transformar todo lo que está ante nosotros en palabras. Y presentarles eso a los lectores. Unas palabras nuevas, vivas, que levanten las manos obradoras y tensas. Que compongan un lenguaje cargado de significado al que el tiempo no pueda vencer fácilmente.

ACERCA DE LAS NOVELAS DE LA TRILOGÍA BOGOTÁ

Hace quince años, cuando me empeñé en la idea de escribir una novela, pensé en Bogotá y sus mujeres. Las mujeres que vivieron, que vivían antes en esta ciudad. Estudié cientos de documentos, monografías, tesis y artículos, buscándolas. Poco a poco empecé a encontrar sus rastros, sus señales.

Primero me topé con un número y una palabra desconocida. El número era el 606 y la palabra el Salvarsán. Se trataba de un remedio que vendían en las boticas y que se administraba en los hospitales, proveniente de Europa y usado para detener la sífilis. No para curarla, pues terminado el tratamiento siempre quedaba alguna posibilidad de que la espiroqueta siguiera viviendo en el plasma sanguíneo del paciente, aun años después de concluida la administración cuidadosa y puntual del remedio. Por lo demás, el organismo, el cuerpo de los infectados, sufría inmensamente con el remedio, la arsfenamina, un compuesto a base de arsénico que en efecto desaparecía las manifestaciones de la horrible enfermedad, pero a costo de destruir prácticamente su tracto digestivo, empezando por la úvula, los dientes y el velo palatino, y siguiendo por los intestinos y el estómago. Después, podía deteriorar y destruir los riñones y el hígado, y en ocasiones el sistema cardiovascular.

Sin embargo el compuesto descubierto por el profesor Ehrlich, de Alemania, era esperado con angustia en Bogotá, pues era lo único que así fuera a medias, combatía la enfermedad y permitía robarle algunas vidas a una muerte segura, dolorosa, y humillante.

La sífilis estaba muy extendida en Bogotá cuando terminaba el siglo XIX, cuarenta o cincuenta años antes de que Pasteur y Flemming se pusieran en la senda que llevaría finalmente al descubrimiento de la penicilina y los antibióticos. Y estaba extendida no sólo entre los hombres del común, los parihueleros, los indios de pata al piso, los campesinos llegados a la ciudad en busca de un porvenir lejos de sus comarcas atrasadas y precarias, los jornaleros y peones, sino entre los caballeros de la alta sociedad. Los primeros se emborrachaban hasta la animalidad y la demencia consumiendo chicha, y se iban después a oscuras pulperías y turbios locales en La Perseverancia o en San Victorino a buscar a las pobres mujeres que tendidas en un jergón y casi derrengadas, atendían a treinta y cuarenta clientes en una noche, por un real o por menos si ya clareaba la aurora.

Los segundos, los señoritos, los padres de familias tradicionales y aún eméritas, los comerciantes, los banqueros, los hacendados que tenían esta inclinación, se emborrachaban con ‘cognac’ o ‘whisky’ en sus salones y clubes y se iban después en busca de las mujeres a burdeles y casas de lenocinio refinadas y lujosas, hechas a espejo de las mejores de París y Madrid. Con pianista y madame que presidía, con cristal de bacarat y cubiertos de plata, con viandas refinadas, risas, cabellos y cuellos besados con labios inflamados de pasión.

Pero la sífilis era la misma, para ricos y para pobres. Los que podían comprar el Salvarsán y obtener atención médica y privada, ya lo sabemos, se sometían al devastador tratamiento y se retraían de la vida social. En sus hogares, cubiertos por el manto de las costumbres conservadoras y los preceptos de la religión católica, el sufrimiento era enorme e inconfesable, la vergüenza, la tristeza, la ruina…

¿Y las mujeres? Ellas acababan vencidas, enfermas, y se morían cubiertas de llagas y úlceras en cualquier barraca o en cualquier solar. Muchas veces no sabían de su enfermedad sino hasta muy tarde, o no tenían cómo comprender cabalmente qué les estaba pasando y los peligros mortales que corrían, y veían horrorizadas cómo sus niños nacían ciegos, o con las cabezas gigantescas, o con los pulmones marchitos, o sencillamente, debilitados en extremo.

Mucho tardaría el Estado en ayudarlas, en ayudar a todos, creando un verdadero sistema de salubridad e higiene. Hubo que esperar hasta bien entrado el siglo XX, para que las cosas empezaran a cambiar un poco. A finales de 1800, por ejemplo, fue necesario cerrar completamente el pabellón de maternidad de uno de los principales hospitales de la ciudad, pues se había muerto la totalidad de las mujeres que se encontraban internas. Jóvenes mujeres embarazadas que habían ingresado sanas o relativamente en buen estado de salud, y que fueron víctimas de los estreptococos, los estafilococos, en general, de lo que llamaban entonces las fiebres puerperales. Hubo gran escándalo en la prensa y en la sociedad bogotana, especialmente en la comunidad médica. Esto sucedió hace cien años largos, pero aún en los años veintes y treintas del siglo pasado, es decir, hace apenas setenta u ochenta años, en Bogotá se morían por lo menos dos mujeres de cada cinco después del parto.

Herencia de la Colonia, la práctica médica de los primeros años de la República, en el seno de una sociedad patriarcal y provinciana, era de domino casi exclusivo de los hombres. De los médicos y fisiólogos. Y como además las mujeres pobres que conseguían llegar a un hospital o clínica, desde los arrabales de Bogotá o los poblados de Cundinamarca, eran las menos, la práctica que se extendió fue la que estuvo en vigencia desde la alborada de nuestro mundo precolombino: los hijos venían al mundo en las manos de las parteras o comadronas. Esto es aún así, en alguna medida, pues el sistema hospitalario y de salud no alcanza a cubrirnos y a protegernos a todos los colombianos, y mucho menos a todas las mujeres parturientas. Y no fue fácil, naturalmente, incorporar a las comadronas a la práctica de una medicina más preventiva, higiénica y científica, sin querer decir con esto que aquellas mujeres hubieran hecho mal su labor en veredas, ranchos y aun en las mismas casas bogotanas, durante siglos.

Las primeras mujeres que entraron a este mundo de los hombres, a esta esfera de un mundo privilegiadamente masculino, el de las facultades de medicina, los hospitales y la práctica médica, desde doña Ana Hotz a finales del siglo XIX, hasta las primeras ginecólogas en los años treintas y cuarentas del siglo pasado, enfrentaron toda clase de vicisitudes y obstáculos. Primero, los convencionales, los referidos a su credibilidad dentro del propio cuerpo médico, regido por prácticas férreas y muchas veces anacrónicas, que no les daban con facilidad la posibilidad de practicar su profesión, de investigar, de escribir y de progresar como científicas y facultativas. Y era de esperarse, pues lo mismo ocurriría en muchas otras profesiones a medida que las mujeres reclamaban su posición en la sociedad moderna. Sólo que en este campo de la actividad humana, se trataba de la salud reproductiva de las mujeres mismas, como madres y como médicas.

De aquellos comienzos trabajosos dan cuenta algunos autores y autoras, dedicados a la historiografía de nuestra medicina. De lo que sigue a continuación, no; es de la cosecha de este cronista y definió una importante línea narrativa de la Trilogía Bogotá: las primeras médicas, ginecólogas y obstetras colombianas, advirtieron que en la práctica médica era común la mutilación por parte de los médicos, si pudiéramos decirlo así, de los órganos del aparato reproductor de las mujeres, para evitar muertes por infecciones que mancharían el historial médico de los doctores y cirujanos. Histerectomías, ovarectomías y otros procedimientos quirúrgicos, fueron realizados a troche y moche sin consideración alguna por la propia voluntad de las madres, por su futuro, por su integridad femenina y humana, por su dignidad.

Desde los antiguos grabados e ilustraciones sobre la historia de la práctica médica en occidente, siempre me impresionó ver a las mujeres tendidas en las camillas, bajo el efecto de la anestesia, rodeadas exclusivamente por hombres. Por médicos, por sabios de la medicina, circunspectos, pulcros, con sus barbas y sus manos divinamente aseadas, poco antes de manchárselas de sangre.

Gonzalo Mallarino en “Delante de ellas” (2004). Cortesía de Canal Capital. Pulse para ver el video:
[youtube]https://www.youtube.com/watch?v=MNLy8cg1u3g[/youtube]

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Gonzalo Mallarino Flórez  es escritor colombiano (Bogotá, 1958). Sus primeros poemas aparecen en el periódico El Tiempo en 1984 y su primera colección de poemas en la antología Se nos volvieron aves las palabras, editada por el Gimnasio Moderno en 1986. Ha publicado los libros: Cármina (1986), Los llantos (1988), La ventana profunda (1995), La tarde, las tardes (2000), Vara de Buscar Agua (2006) y Golpe de dados (2007), con los que ha obtenido varios reconocimientos. Sus poemas han sido incluidos en diversas publicaciones y antologías. Es autor de la Trilogía de Bogotá, integrada por las novelas: Según la costumbre, Delante de ellas y Los otros y Adelaida. Sus novelas más recientes son Santa Rita (2009) y La intriga de Lapislázuli (2011).

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