Literatura Cronopio

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Una noche

UNA NOCHE EN MALDOBAR

Por Felipe González Hernández.*

¿Que de qué vivimos? Hmm…, ni nosotros lo sabemos, no nos preocupamos en semejantes bagatelas, ahí nos vamos, algo siempre resulta. Lo cierto es que el único que se mueve de este patio es A, sea para ir a abrir al señor de la chaza o sea para dar cuerda al fonógrafo cuando deja la música en puntos suspensivos.

Pero nuestro desinterés en el presente no podría ser tomado como indiferencia en el futuro, no; por el contrario, los efluvios de progreso no dejan de filtrarse bajo los resquicios de las tres puertas que nos separan de la calle «Night on Bald Mountain» para inquietarnos con ideas de grandes empresas.

E, por ejemplo, poseído por la urgencia de sacar la idea antes de que se le esfume, se levanta de la mecedora para proponernos el prodigioso oficio de Encontrador. Muy sencillo, nos explica, o muy difícil, no sé, pero para este oficio únicamente será apto quien posea la disciplina casi religiosa de levantarse cada día a las tres de la mañana y, tras bañarse en una infusión de agua de ruda y tomarse un sorbo de agua en un vaso de cristal —es clave que el vaso sea de cristal—, concentrar su mirada en el piso desde el primer paso que dé en la calle.

Sus manos cogidas tras la espalda, su entrecejo arrugado y una ligera inclinación hacia adelante deben dar muestra de su concentración por levantar en su recorrido visual por entre las piedrecillas del asfalto, cada una de las hojas, empaques y basuritas que seguro pueden esconder debajo alguna joya, alguna moneda extranjera, un rollito de billetes en una bolsa o cualquier baratija que tenga valor de cambio en una casa de empeño.

Qué ha dicho: I se contagia de semejante espíritu emprendedor y rebosante de entusiasmo lanza la idea que se le ha acabado de ocurrir: diseñar también ellos una chaza como la del señor de los cigarrillos, pero en su lugar, surtirla con un tarrito de desodorante, uno de talco, un cepillo de dientes…, bueno, y salir bien temprano a la acera para ofrecer los rápidos servicios de aseo personal a todos aquellos que no alcanzaron a bañarse porque les cogió la tarde: cuánto agradecerían a esa hora una untadita en el sobaco, una miradita en el espejo o un pedacito de chicle para el mal aliento.

¡Cursos!, ¡Claro, cómo no se nos había ocurrido antes!, dice O tirándose de un salto desde el lavadero, podemos profesionalizar al tendero para que envuelva con mayor eficiencia las verduras y ponga su lápiz detrás de la oreja sin correr riesgos profesionales…, o a los gamines que acomodan los carros en los eventos masivos para que muevan su trapo rojo con más armonía y reviertan eso en mayores parqueos; y así mismo, continúa, con el resto de gente que necesita legitimar su existencia en falacias para poder moverse por este mundo.

A la brillante idea de O le agrega U: de untarnos con asuntos académicos, podríamos estructurar un pénsum de «Firebird» ‘malditismo’, no saben la acogida que tiene esto entre los burgueses de más arrojo; tendríamos que ofrecerles pólizas de seguro pero… ¡ah!, le hacemos. ¿Se imaginan?, podríamos asesorar a nuestros egresados para que monten un bureau de poesía personalizada a domicilio: con la cantidad de enamorados que se encomiendan a los clichés de las canciones, no darían abasto con el número de pedidos especificando color de ojos, de pelo, comida favorita… y otros datos mínimos del destinatario que se le solicitarían al remitente.

Tanto razonamiento en materia financiera nos deja cansados y necesitados de algún plus, del aguijón de algún espíritu. A, que no habla tanto y escucha en parte como si prestara toda la atención y en parte también como si estuviera ausente, se pone de pie para dar la ronda e iniciar las miradas al cuadro que la necesidad de nuestro estado determine. Estos cuadros son la cristalización de la única idea rescatable de un libro que, según A, siendo de un gran escritor, no era más que eso, un buen libro, nada más. Se trataba de pintar olores, y se le midió a semejante proeza, considerando también el desafío de llegar a pintar sabores. Así, pues, estar ahora ante estos lienzos, era la comunión con el esfuerzo de A por compartir con nosotros las transfiguraciones visibles de sus hallazgos en el reino de lo invisible.

El primer cuadro que ofrece a escrutinio individual del interesado es en el que predomina el verde bruma, enyerbado, enmarañado, embrujado y envuelto entre unas volutas espesas que desde la primera mirada transmiten una sensación de liviandad y de embotamiento de los sentidos. Mirar el cuadro resulta a veces revelador por la lucidez que contagia, pero sólo algunas veces, porque otras, lo hace caer a uno en un sopor tal que se le va apagando la mirada y flotando la cabeza.

Llegó el turno de los que esperaban contagiarse de la fría y enarbolante atmósfera de la nieve. Fijarse en este acrílico sobre lienzo era consentirse la fijación ineludible que le desencadenaba al espectador el hecho de experimentar un estado de lucidez «Hungarian Rhapsody N°15» inigualable, incomparable a cualquier otro —de esto tenía certeza—, pues únicamente la nítida claridad de estas pinceladas blancas lo podía conferir.

A sostenía el cuadro enfrente del buscador de inspiración y éste, en un ejercicio de respiración casi yóguico, se concentraba en percibir el vapor de la nieve: sus ojos aguados daban pronta muestra de la profunda conmoción. A cumplió su osadía de pintar el sabor: pintó en ocres óleos sobre lienzo algo irreconocible, de una abstracción tan elevada que por el lado que se enfocara hacía sentir que todo se te derretía, que tú te derretías y que todo a tu alrededor se derretía: todo se presentaba de una consistencia flácida, de una solidez aceitosa que circundaba resplandeciente ante ti.

Una mirada más detenida, de aspiración microscópica, revelaba por separado la infinidad de puntos que componían cada trazo, cada pincelada de un conjunto comparable a líneas de dentífrico, barras de mantequilla y chorros de óleos de todos los colores en los que se descomponía el ocre: todo caminaba sobre un gran mar de vidrio ardiente y ondeante que absorbía en su transparencia los cuerpos derretidos.

Estando todos tumbados en el piso tocan a nuestra puerta, es «O Fortuna» un policía que pregunta que si tenemos algo de ‘thc’ que le podamos prestar. No tenemos, hemos trascendido nuestras formas de alucinarnos, le responde A. El policía hace un esfuerzo por entender, no lo logra, no encuentra más que hacer que llevarse sus manos a la cabeza y gritarnos: ¡Egoístas!, ¡Egoístas! Sale desesperado por encontrar cómo endilgar algún delito al primer transeúnte que sorprenda infringiendo la ley seca previa a las elecciones de mesías de la nación que tendrán lugar mañana. Si no se apura se quedará sin el soborno y sin la recompensa.

Suena esa melodía psicodélica y el hombre ensombrecido se va desvaneciendo en el diván hasta que todo su cuerpo toca el piso, las deja hablando solas y se desliza hasta el oscuro rincón donde yace olvidada la vieja Olivetti. Los tiempos no la han ofendido insinuándole que es adorno, ella sabe bien quién es. Olvidada, abandonada, solitaria, pero digna. «Hungarian Rhapsody N°15». No es en su cuerpo en quien recae el ritmo sino en su mirada, la mira al serpenteo de la música, la rodea, la acecha, se le va despacio y ¡Paf!, se le lanza encima y clava sus dedos en sus teclas que se disparan seguidas como cañonazos de artillería que se le incrustan en los más finos intersticios de las fibras interiores. Cada tecla contra la que atenta le rechaza la fuerza que le imprime, le declara una guerra a la que él no declina. De rodillas, hacia atrás su cuello extendido, sus dedos frenéticos no cesan la instigación. Tal vez por notarlo abstraído en la oscuridad, su Julieta no cuenta con su clarividencia y se deja correr la falda de su amiga que moja su nariz donde él se posa, se descarga, inunda y chorrea. Su sensibilidad periférica todo lo presiente, todo lo escucha moverse, pero no está para chismes, sigue en lo que está: luego estarán con él: una empalada, la otra esperando a que le llenen la fuente. En el culmen de la música suena un ¡Ring! dentro de la máquina y sale despedido un pergamino que se va despojando del polvo conforme va descendiendo cual hoja seca caída del árbol, la agarra antes de que caiga, sin polvo, fluorescente. Es la transcripción exacta de la fuerza que en su momento contenían sus dedos, la interpretación de los espacios que dejó para oprimir cada tecla, la cifra de su delirio; era la partitura de todo su frenesí.

De todas las pinturas que hay en las paredes, ninguna tan inquietante como la sola mirada de esa mujer árabe que se cubre el rostro con un velo negro. «Firebird». Sus ojos como de un esmeralda azufrado quedaron fijos en nuestras mentes aun después de soplar la vela, cuando de la conversación trivial nos fuimos adentrando en el ardor de insinuaciones que no encontraron suficiente el cómodo mueble Luis XVI y nos obligaron entonces a dejarnos caer en las zarzas del mosaico.

Mira a los ojos al que te está comiendo, «O Fortuna», me dijo, ya sumidos en la espesa luz negra de la habitación.

Espere…, espere, ¿por qué ha dicho eso?, me detuvo tratando de alejar mi pecho del suyo.

Un silencio mientras pensaba en decir algo que no lo delatara, era una pretensión, estoy segura, de que nunca lo olvidara entre la infinitud de hombres que han pasado por mi vida, por mi vagina, por mi boca, por mi recto. Macabra insinuación de recuerdo.

No lo veo…, no te veo la cara, me dice con un tono que deja entrever su preocupación.

Sintió que su cara, si es que tenía, no podía ser la misma que en los últimos días lo había acompañado a mirarse al espejo, que quizá ahora tenía esa cara lisa como de arcilla con labios de un rojo plomizo, a la que una víbora enroscada daba forma a la vez a su nariz y a su único ojo.

Ella sentía que me le desplomaba por completo con sólo intuir que sobre ella pendía mi respiración.

Traté de deshacer la cópula mórbida alejándolo de mí y fue como espolear en el derecho que esperaba para matarme. Me supo su cadáver. Algo se estaba adueñando de él y, aunque advirtiera el peligro de que otro lo habitara, acariciaba la idea de dejarlo entrar. La realidad que discurría atravesando la puerta y la ventana sin marco, no le pareció más que una vaga y desdeñable noción. La certidumbre de que entraría para siempre, arrebatándole su voluntad de despojo, era lo único que mantenía su metamorfosis en vilo.

Somos ultra perceptivos, ella lo sentía todo, sabía de qué se trataba igual que yo, pero secretamente se negaba a nombrarse lo que en mí ocurría. Sentía el pálpito de mis pensamientos, la velocidad de lo que apenas me venía a la mente. Incapaz de seguir tolerando la densa silueta de un rostro quizá despulpado, forcejea hasta que pone sus pies en mi abdomen y me tira a la esquina diagonal a ella. Con tono amenazante me impele a prender la vela.

Ambos transpiramos la expectación por mi nuevo aspecto. Busco a tientas el mechero, ni siquiera encuentro el pantalón. Opto por encender el candil instalado en el rincón sobre mi cabeza, siempre tiene un cerillo. Su luz mortecina y nuestra posición distante no nos permiten discernir muy bien nuestros aspectos, pero la siento intimidada.

Se me presenta como el gran verdugo a quien sólo habré visto hoy por una sola vez en mi vida, quien signará para siempre el resto de mis aciagos días. Se mueve lentamente a lo largo y ancho de la habitación, el púrpura de su capa talar da visos en su danza maléfica, me rodea con sus mudras, hace ruidos sobre mi cabeza, se ciñe a la esquina donde estaba y se va acurrucando hasta quedar completamente recogido. Me mira, me paraliza con una voz que le sale como desde la coronilla: su vida es a todas vistas una vulgar ilusión.

Vive y pretende hacer vivir a los otros en un mundo futuro creado por la estulticia de sus deseos, mundo que su superflua y pusilánime existencia jamás le permitirán rondar, mucho menos acceder. Su voluntad es una quimera de hojalata oxidada. Las golosinas que pueda obtener en su paso por esta encarnación no serán más que el tributo a sus incapacidades, bella ninfa vendedora de ramas.

No libes mis llagas, siento que succionas mi ser, no te lo lleves; me suplica.

No tienes ser alguno, eres, a partir de este instante, una sombra, un espectro.

Sus lánguidos ojos resplandecieron como queriendo robar a su miedo la última furia para enfrentar una lucha a muerte.

Un fino brillo argentado recorrió la hoz.

Las inscripciones jeroglíficas en cada adobe macizo, los relámpagos y la tormenta, «Nigth on Bald Mountain», dibujados en el techo o el halo singular en cada una de las tres salas, dan testimonio del meticuloso esmero en conseguir un espacio lo más apto posible para situaciones que escapen de lo ordinario. Los baños, por ejemplo, no se han escapado a una suerte de concepto arquitectónico que bien pudiera acuñarse como propiciador o conspirador circunstancial. Al lado de la barra, pasando las puertas giratorias se encuentra uno frente al espejo, y a cada lado, una puerta con ojo mágico y sin rótulos de género. La entrada de alguien en el baño que por su sexo le correspondería obedece en realidad a cierta convención tácita muy propia del lugar: hombres a la derecha, mujeres a la izquierda. Aunque a veces la falta de letreros no deja de prestarse para indecisiones en los urgidos que, coincidiendo al mismo tiempo en el pequeño hall y sin saber en cuál entrar, se deciden por evitar la incertidumbre cerrando una de las puertas y, diciéndose que para que dos cuerpos coincidan en el cosmos, «Elojhim», ha de haber una razón muy fuerte de por medio, van entrando juntos a la única e irrepetible oportunidad para su encuentro cosmogónico.

Antes de volver donde la querida o el querido que los espera, encienden un fósforo para ahumar exudores, se despiden gentilmente y uno de ellos acciona hacia abajo el tubo del papel higiénico que, abriendo una puerta cuyo marco se confundía con las juntas de la baldosa, conduce al baño de enfrente a través de un pasillo semicircular. Ya cada uno en su sitio verifica por el ojo mágico que no haya moros en la costa y salen para volver «a ser lo que no son». Es en momentos como éstos cuando el halagado con ornatos córneos desearía contar con el don para distinguir un sudor de baile de un sudor de coito, unos labios puros de unos sopeteados…, pero habiendo experimentado ya en carne propia la dinámica de los baños, prefiere guardar un confiado silencio, pues se perjudicaría más de llegar a perder la convicción, camino a satisfacer su urgencia sanitaria, de que la casualidad no lo va a abandonar. El silencio de uno los bendice a todos.

Conan, el carpintero, apoyado en, «Elohim», una suerte de báculo pastoral que ha encontrado en uno de sus retiros al bosque y al que sólo ha tallado una cruz que atraviesa una serpiente, pronuncia al improvisado discípulo: tu nombre nada tiene que ver contigo, no te llamas como te nombran, te han hecho llevar un estigma con el que no has nacido. Yo, como ministro de la Oscura Lucidez, te libero de la ficción de existir y te bautizo Nadie.

In nomini patr… «Chan–chan».

Como si el mar hubiese destrozado las esclusas del canal, se abren las puertas de par en par apenas escuchan sonar ‘Chan Chan’. Del patio trasero, de las dos salas del medio, de los baños y de aquí mismo, todos corren para caer al tiempo con los acordes de Compay. Caen sobre las tablas como si fueran tallos de bambú que quieren volver a la tierra sin olvidarse del viento. La música se los va tomando poco a poco, lentamente, en un orden imposible de determinar pero perceptible y sinuoso, a veces voluptuoso.

Ninguno está en sí mismo, no son ellos quienes realmente bailan, más que música, es algo ignoto lo que se los ha tomado y los insufla, los eleva y los agita y los vuelve a hacer caer. Todos bailan con los ojos cerrados, saben que es la única forma de alcanzar la comunicación perfecta con los colores de la música. Con una sonrisa que le ilumina el rostro y sus manos con aspiraciones de infinito, ha llegado Ilana a bailar sobre el tronco de sacrificio, la cadencia de sus caderas está por fuera de cualquier estilo: ella misma, mientras atraviesa los túneles del instante va inventando su propio estilo, un estilo que ni ella misma podrá repetir después.

Todos saben que su danza es la perfecta, que así tiene que ser como se mueven las diosas que nos honran con su visita acá en la tierra. Las mujeres y hombres que bailan alrededor de ella desabotonan su alma a los relámpagos del oscuro cielo y la sangre que elevan sus brazos florece en la fuerza que ofrendan sus dedos. En realidad, nunca la han mirado, todos se olvidan de ella, todos se olvidan de sí mismos, pero la sienten, y ella a ellos, y ella sabe que baila para impulsar con mayor fuerza a las alturas los alientos exhaustos de sus cofrades.

Sienten la música en el cuello, en los vellos, en las orejas, la saborean, se llevan sus manos al pecho fascinados ante lo increíble que se les hace la situación. La música ya no cabe en ellos, se les va haciendo difícil respirar pero no pueden parar porque el trance está cercano, saben que es el indicio de la trascendencia nocturna, saben que es el punto donde abandonarán sus cuerpos y serán sólo música, sólo espíritu, todos los instrumentos sonando a la vez y distintos, armónicamente, en cada poro de su piel, en cada uno de sus movimientos.

Los ojos se blanquean, sale a sus labios la babita, los pechos sudorosos, pero se exigen más. Y llega algo que se los toma y les dice que aún falta, que aún no lo han visto ni sentido todo, que no saben nada y que deben olvidarlo todo: esa trompeta de pasión que va elevando el alma en una fuerza sostenida y sensual, una sensualidad que cobija los movimientos del cuerpo en su ascensión. Como en un reguero de aceite en la calle mojada, se descomponen el rojo–blanco–negro de la trompeta en el negro de una chalina de faya, el rojo de un velo de satín y el blanco de unas sábanas de seda: texturas que hacen dar a sus almas remolinos en el aire, se anegan de éxtasis, liviandad, ligereza, de una sonrisa que no pasa de la garganta, todo está explicado y sin necesidad de entender nada.

Todo acá se les muestra inútil, saben que saben nada, que sus dramas son estúpidos, patéticos, grotescos y ridículos. Muere el error, la equivocación. Se les muestra la esencia del mundo y en sus rostros no queda más que una sonriente furia liviana por no haber comprendido las futesas que los atascaron. Los últimos latidos de la percusión se van difuminando al son de un desvanecimiento sin jadeos, sin cansancio; transpiran, más bien, un hálito de despecho por confirmar lo efímero de las cosas y lo imposible e inútil de repetirlas: tomando una estela en fuga se les anuncian incomparables todos los delirios.
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