Periodismo Cronopio

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Fisk

ROBERT FISK, CORRESPONSAL DE LA «ERA DEL GUERRERO»

Por Orlando Arroyave Álvarez.*

El libro «La era del guerrero» (Ediciones Destino, 2009, España) recopila parte de las columnas escritas por Robert Fisk entre 1998–2007. Su libro–resistencia invoca la memoria en la era del guerrero. Fisk define al guerreo como «alguien cuyas prácticas, profesión, vocación y existencia se reducen a destruir a nuestros enemigos». Su libro es un inventario sobrecogedor de los estragos de la era del guerrero.

En su columna semanal, una de las más leídas en Internet, Fisk ejerce con honestidad y buena escritura la libertad de expresar lo que quiere. Quizá eso ocurre con la mayoría de los periodistas de los países llamados democráticos; los periodistas tienen toda la libertad de escribir sobre lo intranscendente, lo huero y el propio ego. Pero a diferencia de otros columnistas que tienen esta libertad arriesgando poco, Fisk es un periodista incómodo para los primeros ministros, los «expertos», los «gabinetes estratégicos», los periodistas «imparciales», los politólogos con su elocuencia erudita y poco sabia. Robert Fisk no se asemeja a los periodistas «objetivos» como los que escriben en The New York Times (el «más gallina de los periódicos», según Fisk).

Mientras la libertad de opinión se ha tornado en el brillo del Narciso que oculta los abusos del poder, Fisk tiene claro que el mundo se decide en las guerras y los actos criminales de hombrecillos como George Bush (padre e hijo) o Tony Blair (un «hombrecillo despiadado» o el «perro faldero de Bush») o teólogos políticos como el iraní Mahmud Ahmadineyad y sus alucinados sacerdotes, esos «pequeños sátrapas de la necrocracia religiosa».

Esta recopilación de columnas, o ese «mosaico», tiene una unidad. Esa unidad está dada, en palabras de Fisk, por la «semántica de la política y la guerra y a la necesidad de exponer el innecesario sufrimiento masivo que infligimos a otros seres humanos». La tarea principal de este corresponsal quizá sea la de todo hombre que se toma en serio el oficio de escribir: luchar contra el debilitamiento de la memoria. La vocación de Fisk es combatir, con su coraje y habilidades como escritor, contra el olvido, los sesgos del lenguaje, la mentira histórica y el cinismo sanguinario de los hombres del poder.

En la actualidad, Robert Fisk es quizá el más importante corresponsal de los conflictos del Medio y Oriente Próximo y el norte de África. Sus corresponsalías, escritas para el periódico británico The Independent, y publicadas en español por La Varguardia o Página 12 de Argentina, son leídas y discutidas en páginas de Internet por miles de sus lectores en todo el mundo.

Su padre fue soldado en la primera gran guerra europea del siglo XX. Una de las hazañas de su padre: se negó a fusilar a un compañero de batallón. El abuelo de Robert Fisk fue primer oficial de un gran buque, el Cutty Sark, dedicado al comercio de té en el siglo XIX. Guerras y viajes, como herencia y como vida, hacen parte de este corresponsal dedicado a dar memoria a los múltiples conflictos y horrores en Turquía, Bosnia, Palestina, Irak, Afganistán, Libia, etc.

Su residencia actual está en el Líbano. Vive en un distrito musulmán de la mitad occidental de Beirut, en que conviven sin guerras, por el momento, chiitas, drusos, cristianos o suníes. Fisk considera a los musulmanes como sus hermanos en la humanidad, si bien critica a esta sociedad tribal dominada por imanes y tiranos nacionalistas, con sus asesinatos por honor contra mujeres jóvenes, sus decapitaciones rituales, su ausencia de espíritu crítico, su tradición milenaria de autoritarismo, esclavitudes y vejaciones a la dignidad humana.

Su apartamento tiene un balcón con flores. Fisk las planta con desgano, pues ¿para qué cuidar flores en un país en guerra o en espera de la próxima? Siempre está entre las posibilidades que un proyectil caiga en tu apartamento y no sobrevivan ni las flores ni tú.

Fisk, en una de estas páginas, siempre eruditas y perturbadoras, recuerda el empeño de algunos soldados en la primera guerra europea: hacían pequeños jardines en las trincheras; un intento de crear «un paraíso en el infierno». La hipótesis del corresponsal es que tal vez estos jardineros, en medio de la guerra, cuidan «las flores [ya que] […] hacen más llevadera la guerra». Brian Dillon, citado por Fisk, escribió que «el jardín en tiempos de guerra es tanto un símbolo de desesperación como un pedazo de tierra que eleva el espíritu».

Durante más de treinta y cinco años, Robert Fisk ha sido corresponsal en esta región de guerras y ocupaciones militares. Como corresponsal ha reportado once guerras en tres décadas de oficio periodístico. Ha escrito sobre incontables masacres, sublevaciones, golpes militares, tiranías y más masacres y más sublevaciones y más guerras y más tiranías.

Como corresponsal tiene sus heridas de guerra. Una multitud de afganos, en la frontera con Pakistán, luego que sus familias fueran masacradas por ataques aéreos con los B–52, golpearon a Fisk con piedras en la cabeza, le rompieron las gafas contra la cara y le abrieron «la piel hasta que pude oler mi sangre», escribe. Era un enemigo extranjero. En ese instante, al ver su rostro reflejado en los vidrios de un bus aparcado, recordó los desvaríos de lady Macbeth, al presenciar el apuñalamiento del rey Duncan: «Quién iba a pensar que el viejo tendría tanta sangre dentro él». Sabe del riesgo de su oficio, pero, como escribe, no le teme a la muerte como institución.

En su oficio de testigo de guerras, ha visto cuerpos cercenados en los campos de batalla al sur de Irak en 1991: «cadáveres eviscerados de soldados iraquíes, mujeres refugiadas y niños [que] yacían por todo el desierto, [y] sus miembros [eran] desgarrados más tarde por perros hambrientos». Ha sido testigo de las estampas de guerra en Bagdad en 2005: «Coches de policía destrozados, autobuses calcinados y pulverizados (con los pasajeros a bordo, por supuesto), mujeres desgañitándose y niños vendados […] conducidos al hospital de Al Kindi para encontrarse con otra bomba». En este hospital el personal médico pone, ante el estropicio de la muerte, «cabezas junto al torso equivocado, y algunos pies al lado de piernas que no les correspondía», dificultando que los familiares reconocieran el cuerpo de uno de los suyos.

Este corresponsal estuvo en Sabra y Chatila, caminando entre saltos por encima de los cadáveres palestinos dejados por las expediciones letales de cristianos falangistas aliados con Sharon (más de 1700 civiles fueron asesinados). A Sharon, George Bush junior lo llamó evangélicamente un «hombre de paz». A Fisk todavía lo persigue la pesadilla de los cuerpos apilados junto a la cama, con su descomposición y olor de muerte impregnando sus ropas.

Fue testigo, en 1983, de cómo las Fuerzas especiales sirias mataron a 20.000 hombres durante una revuelta musulmana. Estaba con los soldados iraníes cuando las tropas de Irak lanzaban gas venoso. En febrero de 2005, el cuerpo del ex primer ministro libanés Rafiq Hariri yacía frente a Fisk, con los calcetines en llamas.

Fisk no pretende ser el periodista objetivo; ya ha tomado partido: contra los abusos del poder, el asesinato, los genocidios, las guerras espurias de Occidente, los crímenes de los imanes, de los nacionalistas y de los políticos.

En estas páginas aparecen las historias de exterminios, del poder como un Leviatán hambriento, de los hombres que la historia (y el periodismo «objetivo») quiere borrar. Como el genocidio del pueblo armenio, en 1915; uno de los temas más investigados por Robert Fisk. Para su exterminio, el gobierno turco de entonces utilizó múltiples técnicas. Las víctimas «fueron asesinadas con dagas, espadas, martillos y hachas para ahorrar munición»; o se llevaron a cabo ahogamientos masivos en el Mar Negro y el Éufrates; o quemados vivos en pajares miles de niños, mujeres y hombres. Una anciana todavía recuerda cómo los gendarmes turco–otomanos prendieron fuego a una montaña de bebés armenios vivos. Pero el gobierno turco lo niega. Fue una guerra, afirma desde entonces cada gobierno turco. Negar este exterminio masivo es una de las santas tradiciones turcas.

Raphael Lemkin, un judío, definió el genocidio, después de observar los crímenes contra los armenios como un «asesinato en masa» de un pueblo. El «asesinato en masa» de los armenio dio el significado a la palabra «genocidio». El gobierno turco habla de «desastre», «tragedia» o «agonía» del pueblo armenio. El primer gran exterminio de un pueblo en el siglo XX, no existe para las autoridades turcas. Siempre se trata de reformas de lenguaje.

La reforma del lenguaje en la era de los guerreros es importante. Pareciera que en las palabras se libraran las verdaderas batallas. Las guerras, afirma este escritor de guerra, siempre han generado sus artimañas verbales.

Bush calificó a prisioneros de guerra o políticos, quienes fueron luego torturados o asesinados en Guantánamo o Abu Ghraid, como «combatientes ilegales». Los «terroristas» son los árabes que asesinan hombres de a pie. Los israelíes que mataron a 29 palestinos civiles en una mezquita de Hebrón en 1994 o matan a primeros ministros, se le llama «extremistas» o, a sus actos, a las múltiples masacres de Israel en el Líbano (1978, 1982, 1993, 1996, 2006, etc.) se les asigna la simple palabra «tragedia» (la expresión es del siempre bonachón e impertinente Bill Clinton).

Para las tierras arrebatadas a un palestino por colonos judíos, se les justifica como una «necesidad de seguridad» o «guerra contra el terrorismo»; a un dictador amigo de los países occidentales se le llama «hombre fuerte»; a nuestros enemigos, se le consideran «eje del mal» o un «dictador».

A los múltiples bombardeos de Estados Unidos en Afganistán o Irak, en que mueren civiles, no se les tipifican como crímenes de lesa humanidad, sino de «daños colaterales». Si nos matan a «nosotros» se trata de la «barbarie del terrorismo»; si matamos nosotros, de «error» o «justicia».

A las torturas realizadas por hombres estadounidenses o sus aliados en el mundo, con el consentimiento del gobierno de Washington, se les llama «medios cuestionables» o «técnicas agresivas de interrogatorio». Entre esas «técnicas agresivas», propias de la labor profesional de los soldados, está una contenida en las páginas de Fisk: «un soldado estadounidense metió un general iraquí boca abajo en un saco de dormir, se sentó sobre su pecho y lo mató».

En las cárceles clandestinas de la CIA (sus «prisiones negras») se encierran musulmanes en búnkeres enterrados en las profundidades de Rumanía y Polonia para torturarlos. En los pliegues de las palabras, a esos padecimientos se le llama «abusos». Los únicos que torturan son los otros; los terroristas.

Lo que nunca se vio de las imágenes de tortura de Abu Ghraid. Los soldados estadounidenses grabaron una de sus labores militares en esta cárcel. Algunas mujeres fueron detenidas junto con chicos jóvenes y niños, y mientras eran sodomizados los muchachos por los soldados delante de sus madres, otros hacían de camarógrafos. En las reformas del lenguaje no se le llamará crímenes de lesa humanidad sino «abusos» o «excesos». La Haya, con sus tribunales internacionales que juzgan crímenes de guerra, siempre ha tenido una labor selectiva.

Si las guerras europeas se llamaban a sí mismas guerras mundiales, las próximas guerras, con razón, se llamarán guerras globales. La guerra, se pregunta Fisk, ¿no será que la necesitamos como el aire, el amor, los hijos, la seguridad?

Pero independiente de su respuesta, los periodistas como los concibe Robert Fisk («estudiantes de la locura humana»), saben que la guerra, necesaria o inútil, es la más onerosa y siniestra de las locuras que el hombre ideó.

Fisk recrea en sus páginas la guerra que le lleva, casi sin proponérselo, al espejo de la poesía.

Se le puede acusar a Fisk de ser un pan–político. Bien, quizá de un modo u otro todos lo somos. Pero quizá como ninguno, Fisk entiende que la política ya no es la pasarela de las vanidades y la apropiación indebida de los recursos, sino, para las gentes del común, la diferencia entre morir o vivir.

Robert Fisk “Corresponsal extranjero en el Medio Oriente”. Cortesía del Institute of International Studies de Berkeley University (California). Pulse para ver el video:
[youtube]https://www.youtube.com/watch?v=jjoGLA4mVxU[/youtube]

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* Orlando Arroyave Álvarez es psicólogo de la Universidad de Antioquia. Magíster en Filosofía de la misma universidad. Libretista del programa radial Rock U del Alma Mater. Director de la Revista de Psicología de esa institución universitaria. Gran conocedor de la obra de Foucault. Es autor del libro «Artículos de segunda necesidad».

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