Invitado Cronopio

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Fantasma

DIABLO Y HÉROE

Por Consuelo Triviño Anzola*

Diablo y Héroe, los amigos del fantasma, siempre a su lado, le advertían del peligro. El fantasma iba tras los asesinos de chimpancés que, amparados en un instituto de investigaciones científicas británico, compraban a algunas tribus africanas, ofreciéndoles unas pocas monedas a cambio de las cabezas de los chimpacés. La guarida de los maleantes estaba en lo más profundo de la selva. Había que atravesar ríos caudalosos, quebrados por inmensas cataratas, arenas movedizas, difíciles de evitar sin un profundo conocimiento del terreno, ríos plagados de pirañas y cocodrilos agazapados bajo la pútrida vegetación, alertas al menor ruido. El fantasma tenía que enfrentarse a ellos con su certero puñal. Diablo ladraba desesperado en una orilla y Héroe relinchaba asustado, hasta que su amo los calmaba.

Todos los peligros esperaban a nuestros valientes amigos, que nunca iban solos, pues en la selva tenían ayudantes que acudían en su auxilio en caso de necesidad, que era casi siempre, porque salían de una aventura para meterse a otra y nosotros esperábamos las aventuras todos los domingos en la cama de mamá que las leía en voz alta, a veces, diciendo, niña, no tan encima que me clava los huesos, niño, sáquese ese dedo de la nariz, etc. El resto de la semana, las seguíamos mirando, hasta que desaparecían porque la abuela las utilizaba para recoger la basura. Otras veces las encontrábamos cortadas a cuadritos encima de la cisterna. Mamá nos escondía el rollo de papel higiénico que estaba muy caro y jamás aparecía cuando lo necesitaba. Lo que más la enfurecía era encontrarlo empapado. Nadie respondía a la pregunta ¿quién será el gracioso que siempre deja caer el papel en la taza? Ahora que se limpien con periódico, para que aprendan. A mí me gustaba encontrarme los cuadritos de papel cortados por la abuela. Los pegaba en el suelo y los juntaba hasta que empezaban los golpes en la puerta, niña, abra de una vez, ¿qué será lo que se mete a hacer que se queda eternidades?, salga que necesito entrar, ya voy mamá, es que no puedo, si se tomara el salvado de trigo todas las mañanas se le pasaría, pero, como tiene que hacer siempre lo que le da la gana …, abra de una vez, ya voy, ya voy, mamá.

Rex quería acompañar al fantasma en sus arriesgadas aventuras, pero él prefería dejarlo con la elefanta que hacía de niñera o con Diana Palmer. El fantasma salvó a Rex de una muerte segura. Se lo encontró en la selva, abandonado cuando sólo tenía unos meses. Los padres habían sido atacados por una fiera hambrienta que se compadeció del cachorro humano. Educado para proteger a la selva y a sus nativos, Rex se preparaba para ser el próximo fantasma. Él no lo sabía y nosotros sí, lo sospechamos desde que el fantasma lo llevó a la cueva donde descansaban los huesos de sus antepasados y le explicó por qué el fantasma nunca muere. Lo que no entendimos fue cómo ese niño tan pequeño pudo sobrevivir a las largas ausencias del fantasma.

El fantasma libraba batallas con los enemigos todos los domingos. Pero había semanas en las que Rex no aparecía. Teníamos que esperar mucho tiempo a que nos dieran noticias suyas. De repente lo encontrábamos con ocho años, aprendiendo a cazar, lanzándose desde una elevada catarata, montando en su elefanta y corriendo con Diablo en la espesa jungla.

El fantasma era en el fondo un amante de la naturaleza que protegía los intereses de la selva, que entendía el lenguaje de los animales y que, generación tras generación, había jurado defender a los débiles. Su vida era un misterio para los nativos que pensaban que era inmortal.

Si el fantasma estaba en peligro, Guizz le avisaba a la leona Katina, la reina de la selva, y ésta se lo contaba a Nefertiti, que se lo decía a Héroe y éste a Diablo, el más fiel. Los delfines se entendían mejor con los caballos y éstos se llevaban mejor con los perros. Perros y delfines no se comprendían porque mientras los unos se carcajeaban el otro ladraba nervioso. En cambio, el caballo movía la cola y la crin con elegancia, como diciendo a todo que sí, cosa que le encantaba a los delfines.

Guizz era una chimpancé tan simpática que hacía reír a Diana con sus piruetas. Le gustaba sorprenderla a la hora del desayuno con una buena cantidad de frutas, mientras Héroe ladraba alegre alrededor.

El fantasma estaba presente, pero no se dejaba ver la cara. Nadie lo había visto jamás, excepto Diana Palmer, su único contacto con la civilización. Tal vez el fantasma caminaba por la carrera Décima sur, vestido de civil, con el periódico bajo el brazo y nadie lo reconocía. Sin duda entraría en la pastelería Cyrano a comerse una repolla rellena de crema de leche y un kumis.

Diablo, Héroe y yo nos poníamos en la ventana a mirar la gente pasar y analizábamos su manera de caminar, a ver si encontrábamos algo raro que nos hiciera pensar que podría tratarse del fantasma. La leona Katina se ponía celosa porque aparecía muy poco en la aventura, pero el fantasma la tranquilizaba diciéndole que era la reina de la selva. Desde la ventana veíamos la selva verde a lo lejos unos cuantos lotes abandonados, en uno de ellos decía «se vende» y Diana siempre le preguntaba a su mamá ¿cuánto cobrarán? El fantasma proponía que tomáramos posesión por la noche, plantando la bandera de los independientes de la tierra, pero Diana decía, ganas de hablar mierda, lo que necesitamos es plata para tomar posesión de ese pedazo de tierra. A lo mejor el dueño está muerto y no tiene herederos, insistía el fantasma y Diana Palmer le daba la espalda furiosa.

Diana Palmer trabajaba como profesora de primaria en una escuela de niños en el barrio Kennedy. Veía al fantasma muy pocas veces al año. Él decía que si quería verlo, podía coger una flota directo hasta el corazón de la selva. Ir a su encuentro significaba emprender un largo viaje lleno de dificultades que Diana no se sentía capaz de afrontar. Tal vez hubiera sido mejor alquilar un helicóptero, pero el fantasma nunca tenía plata, porque vivía del aire.

Diana se quejaba de las largas ausencia de ese hombre, porque para ella el fantasma era un hombre común y corriente, un tipo que no buscaba trabajo y que se hacía el loco cuando le abría el periódico en la sección de los avisos limitados. A Diana en el fondo le importaba un comino la tragedia de los chimpancés del centro de África. Los hubiera matado a todos, para que el fantasma se centrara más en sus obligaciones familiares, porque lo que la gente no sabía, pero nosotros sí, era que el fantasma tenía una familia. Pobre Diana Palmer, cogiendo la buseta todas las mañanas en compañía de la leona Katina que era insoportable porque peleaba con todos los niños de la escuela y además no había forma de que se aprendiera las lecciones de naturales. ¿Por qué la leona Katina no conseguía aprender que la rana respira por branquias y que se reproduce por medio de huevos? El secreto estaba en que la leona no conocía el significado de la palabra reproducción. De esto se dio cuenta Diana Palmer casi al final del curso. Entonces furiosa le preguntó a la leona Katina, a ver, leona ¿cómo hace la rana para tener renacuajitos? Pues casarse con un sapo, respondió, y ahí paró el asunto, porque Diana se enredó en las preguntas y Katina la embarró diciendo que el sapo la embarazaba primero y de la tripa de la rana salían los renacuajos, qué leona más bruta, Dios mío, dame paciencia, decía casi llorando.

Mientras Diana le enseñaba la lección a la leona Katina, el fantasma se escapaba a la jungla que era el café La Estrella del Sur donde hablaba con sus amigos o jugaba al billar. Antes de salir, Diana Palmer intentaba retenerlo porque sabía que se gastaba la plata con ellos, pero el fantasma se defendía alegando que la cerveza le salía gratis, pues ganaba todas las partidas de billar. Si se hacía tarde, el fantasma enviaba mensajes con los nativos. Estos los transmitían a través de los tambores.

Los tambores eran el correo más seguro del fantasma. Así descubrió la guarida de los facinerosos y calmó las iras profundas de Diana Palmer que sospechaba de la existencia de otras mujeres que llegaban al café y con las que se gastaba lo poco que ganaba.

La mamá de Diana Palmer era muy buena, pero llamaba a comer en los momentos más interesantes de la aventura. No le gustaba que la comida se enfriara y se asomaba una y mil veces a la selva para llamar a nuestros desobedientes amigos. Sus tambores de guerra eran en realidad ollas y tapas, platos y tazas, que hacían un ruido infernal. Todo ese ruido hacía difícil interpretar los mensajes de los nativos que habían descubierto una hoguera apagada y latas de comida abiertas.

Sin duda los bandidos habían acampado allí antes de iniciar la ruta de los chimpancés. El fantasma abría trocha con un sable después de pedirle permiso a los árboles que se quejaban, pero entendían que debían darle paso al salvador para que acabara con los enemigos. En las ramas vivían aterrorizados pequeños simios que veían su fin, tan pronto como los bandidos acabaran con los chimpancés.

El fantasma conocía importantes hombres de ciencia entre quienes trataba de averiguar los secretos propósitos del gobierno británico. Los británicos comían carne de caballo y tal vez de perro, pero jamás se les hubiera ocurrido servir un pedazo de chimpancé asado. Por eso el fantasma estaba seguro de que los necesitaban para experimentos científicos.

Entre los científicos había gente buena que trabajaba por el bien de la humanidad, nos explicaba el fantasma. Gracias a la ciencia, Diana Palmer se había curado de una enfermedad de los riñones. En cambio, otros querían aterrorizar a la humanidad con inventos monstruosos. El fantasma había acabado con el brujo que quería convertir a los hombres en zombis para ponerlos a trabajar en sus minas y para obligarlos a matar a todos los que se opusieran a sus planes asesinos. La mano de obra esclava era la base del enriquecimiento escandaloso, de los ambiciosos empresarios que se adueñaban de los bienes terrenales. El fantasma era amigo de todos los que trabajaban por el bien de la humanidad.

Un científico, el doctor Smith, le contó al fantasma que el propósito de los bandidos era vender a los simios a un psicópata que quería sus cerebros para trasplantarlos a los presos condenados a muerte. Quería ver cómo se comportaba un cerebro de simio en un cuerpo de delincuente. El hombre se había vuelto loco porque un antiguo condiscípulo se había ganado el premio Nobel por descubrir la vacuna contra la fiebre tifoidea y él quería destacar por algo mucho más sorprendente. Las grandes empresas del mundo me lo agradecerán, decía orgulloso, tendremos una especie de hombres a nuestro servicio por un plátano.

Entonces el fantasma fraguó un plan tan siniestro como el del científico loco. Habló con Guizz y y le pidió que reuniera a toda su familia en las ramas de un árbol situado a pocos kilómetros del campamento de los asesinos. El fantasma había hecho un curso de explorador en las montañas nevadas de Canadá donde le enseñaron a hacer trampas para los osos. Cerca de la ceiba cavaron una fosa muy grande. Debajo pusieron una red de alambre de púas que luego taparon con hierbas secas.

Cuando los asesinos se acercaron creyendo que iban a realizar la mejor cacería del día, los chimpancés se pusieron a gritar como locos. En realidad querían atraer la atención de los enemigos. Uno de los nativos que acompañaba a los cazadores de chimpancés disparó una flecha que la víctima supo evadir a tiempo, cogiéndola en el aire y devolviéndola con fuerza. Era Guizz, entrenada especialmente por el fantasma para defenderse de los ataques de los enemigos. El nativo huyó aterrorizado, pensando que había regresado un habitante del planeta de los simios para vengarse de las humillaciones a que estaban condenados sus hermanos de la selva. Los cazadores, furiosos, lo hicieron regresar por medio de azotes, pero el nativo prefirió que lo mataran.

Los cazadores estaban cerca de la trampa, pero no caían en ella, hasta que un chimpancé se colgó de una rama y empezó a balancearse. Los asesinos lo vieron tan cerca que creyeron poder alcanzarlo con las manos y se lanzaron sobre él. Fue mucho más fácil de lo que se esperaba, pues todos cayeron en el foso y se quedaron atrapados en la red de alambre de púas, hasta que vino el fantasma a encadenarlos para entregarlos a la justicia. Katina pensaba que era mejor entregárselos a una tribu de caníbales para que prepararan una buena sopa. Pero nos desilusionamos al ver que el fantasma los había entregado a Scotland Yard. Hubiéramos preferido un castigo más severo para los asesinos, algo así como entregárselos a los simios para que se colgaran de sus piernas y brazos, como si fueran ramas de árboles y así someterlos a la vergüenza pública.

El científico fue encerrado en una clínica para enfermos mentales, con camisa de fuerza y altas medidas de seguridad. Dicen que grita y hace piruetas, como si fuera un chimpancé. Nadie sospecha que está planeando la fuga y aprovecha el descanso de la cárcel para concebir horrendos crímenes. Diablo y Héroe olfatean la cercanía de los asesinos y todos se preparan para una nueva aventura. Esta vez se trata de una mina de diamantes escondida en la selva africana donde un tirano esclaviza a una tribu. Hasta el tranquilo refugio del fantasma y de Diana llegan los mensajes.

El fantasma no ha terminado de reponerse y ya tiene que salir. ¿Cuándo será que este hombre empieza a trabajar?, se pregunta Diana Palmer, mirándose las manos desconsolada, esta tiza me está resecando la piel, tendré que frotarme las manos con una cáscara de limón. A Diana no le gusta coger el bus hasta el barrio Kennedy y gritar porque esos niñitos no entienden de otra manera y encima vienen las quejas de los profesores y la de los padres de familia que la están volviendo loca y llega a la casa a buscar tranquilidad y lo que se encuentra son problemas. Con el fantasma a su lado se siente tan sola porque nunca lo ve cuando lo necesita y siempre aparece cuando ella está abrumada, malhumorada y tan alterada que se molesta hasta por el vuelo de una mosca. La leona Katina, Diablo, Héroe y Guizz se van al patio de atrás a refugiarse en su tienda, mientras llega el fantasma a darles una nueva tarea en la siguiente aventura.

Entrevista a Consuelo Triviño Anzola. Pulse para ver el video:
[vimeo]https://vimeo.com/31740022[/vimeo]

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* Consuelo Triviño Anzola es escritora colombiana (Bogotá, 1956). Reside en Madrid desde 1983. Tras doctorarse en la Universidad Complutense en 1986, con una tesis sobre el polémico escritor colombiano José Maria Vargas Vila, regresa en 1988 a Bogotá donde permanece un tiempo dedicada a la enseñanza de la Literatura Española e Hispanoamericana en distintas universidades. En España ha ejercido la docencia universitaria y colaborado en revistas y suplementos como Nueva Estafeta Literaria, Cuadernos hispanoamericanos y Quimera, así como en ABCD de Las Artes de las letras y en Babelia del periódico El País. Está vinculada al Instituto Cervantes desde 1997. Como narradora ha publicado: Siete relatos, El ojo en la aguja (cuentos), José Martí, amor de libertad (biografía), La casa imposible (cuentos), La semilla de la ira (novela), y Una isla en la luna (novela). Obtuvo el primer premio en el Concurso Nacional de Libro de cuentos de la Universidad del Tolima, Colombia, en 1976, con el libro Cuantos cuentos cuento, y ha sido finalista en concursos literarios como El Eduardo Caballero Calderón de Novela, en Colombia, precisamente con Prohibido salir a la calle, en 1996. https://consuelotrivinoanzola.com/

El presente relato hace parte de su novela Prohibido salir a la calle, publicada por Sílaba Editores, 2011.

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