Literatura Cronopio

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Kurt

EL RETRATO DE KURT COBAIN

Por Abraham García González*

Mi mejor amigo de la secundaria, Daniel «El Cubo» Fuentes, a quien apodaron así por la muy evidente y extraña forma irregular de su cráneo, me confió el día de la graduación que quería ser un pintor reconocido en todo el mundo.

De aquellos días en la Presidente Valentín Gómez Farías, recuerdo que dos años consecutivos se fue a extraordinario en más de tres materias por desmadroso y faltista. Cuando los profesores salían del salón de clase, «El Cubo» era quien comenzaba las guerritas con bolígrafos y bolitas de papel ensalivado. Una vez, creo que en primer año, lo suspendieron dos semanas porque lo descubrieron yéndose de pinta.

Además, el pobre era malísimo en el taller de artes plásticas. Sus acuarelas siempre quedaban llenas de cortes, y cuando trabajábamos con tinta china, la calidad de sus láminas era muy sucia y desprolija; dejaba manchones accidentales y huellas dactilares por todos lados.

Aunque debo reconocer que era más o menos bueno para el dibujo; aún cuando nunca pudo quitarse el vicio de dibujar líneas peludas, una vez en clase de taller dejó estático al profesor Perdomo, cuando, al querer reprenderlo por distraído, lo encontró en su butaca con pluma en mano, terminando un retrato de Kurt Cobain sobre su cuaderno de hojas cuadriculadas.

El modelo lo tomó de una revista que le presté, en la que venía un reportaje amplio sobre el concierto unplugged de Nirvana, ilustrado con una foto en la que el músico aparece sentado con su guitarra y un cigarrillo encendido en su mano derecha, mientras su mirada apunta hacia el infinito. La reproducción era tan perfecta en cuanto a proporciones y detalles, que lejos de recibir un castigo, «El Cubo» se ganó su único 10 en tres años de secundaria. El dibujo era realmente especial. Tal vez demasiado bueno, considerando quién lo había hecho.

Rápido corrió el rumor en toda la secundaria de que «El Cubo» Fuentes de segundo A podía hacer retratos, caricaturas y hasta pinturas para todos —más surrealistas que las de Da Vinci— decían.

Las peticiones no tardaron en llegar: desde unas innegables, y con coqueteo incluido, de parte de las chicas más lindas e inalcanzables de tercer año, hasta una muy formal del director de la escuela, Don Ignacio Zedillo, que pagaría la, para ese entonces, nada despreciable suma de cincuenta pesos por un retrato suyo con su familia.

Pese a que ya era una celebridad en la Presidente Valentín Gómez Farías, «El Cubo» no pudo mantener su recién ganada fama, pues nadie —ni él mismo— quedó satisfecho con los pocos retratos que hizo. La verdad es que fueron terribles. Recuerdo que me mostró uno de Fátima Alcocer, la muchacha más asediada de tercero B. Su delicada nariz respingada quedó gruesa, como de cabeza olmeca, y sus delirantes ojos parecían dos huevos estrellados en el papel. Prefirió no entregárselo y quedarle mal, aunque Fátima no volviera a dirigirle la palabra nunca más.

Según me dijo, «El Cubo» sintió demasiada presión y le desagradó que de repente toda la secundaria se volcara hacia él para pedirle algo cuando había sido estigmatizado por conducta errática y rebelde.

Luego del fiasco de los retratos, su fama se esfumó tan pronto como llegó. También continuó su mal paso por el taller de artes plásticas y el resto de materias, aprobando en el último año sólo con lo mínimo.

Una vez que terminamos la secundaria, se abrió una brecha en nuestros caminos. Mientras yo me matriculaba en la prepa 6 de Coyoacán, «El Cubo» entraba a trabajar de tianguista en Tepito, con su padre. La razón fue que su familia no podía apoyarlo más en sus estudios.

Aún así, seguimos frecuentándonos cerca de un año. Yo pasaba a su puesto entre semana, o a veces nos veíamos los domingos. Nos enterábamos qué era de otros compañeros y nos reíamos con anécdotas en la escuela. Incluso, una vez que salió el tema del retrato de Cobain, se puso serio y me comentó que se sentía frustrado de no poder entrar a una escuela de arte. Lo único que supe decirle fue que si de verdad quería ser pintor, que se pusiera a practicar con las técnicas que medio conocía.

Luego de un tiempo, me di cuenta de que ya no compartía muchas cosas con «El Cubo». Yo le hablaba de mis asuntos en la prepa y él me contaba cómo el jefe de gobierno de la ciudad imponía mordidas cada vez más excesivas a la mayoría de los tianguistas. Naturalmente nos fuimos distanciando, hasta que de repente le perdí la pista. Lo último que supe de él, y esto me lo contó su padre una vez que pasé por el puesto, fue que se salió de casa y que no sabían dónde estaba.

Sin embargo, en una ocasión, hace como diez años, fui al Tianguis Cultural del Chopo en busca de una película inconseguible y me pareció ver su cara entre la multitud, pero no me acerqué para verificar. De alguna manera sabía que aquél tipo era «El Cubo», pero preferí evitarme el reencuentro y hablar acerca de qué era de nuestras vidas.

Hoy que estamos aquí reunidos para lamentar su pérdida, debo decir que por siempre me quedará ese mal sabor de boca de no haber hablado más con él. De saber que sería la última vez que lo vería, me habría gustado mucho saludarlo.

Quiero aclarar que no me considero un gran seguidor del arte, y hasta ayer, que sorpresivamente me llamó su madre, no tenía noción de que mi amigo de la secundaria era nada menos que un artista y pintor trotamundos, conocido por haber surgido en la calle. Es por eso que la noticia de su repentina muerte me provoca emociones tan contrapuestas que no sé cómo describir.

Desde hace más de veinte años tengo aquél dibujo de Kurt Cobain, y hasta ayer, cada vez que lo miraba, me hacía regresar a una época más sencilla. Ahora, además me hace sentir vergüenza, al no creer en que «El Cubo» cumpliría la ambición que a sus quince años me confió. Creo que el arte de mi amigo vale más por su determinación para aprovechar las escasas oportunidades que tuvo, que por las innovaciones que ha hecho en la pintura y en instalaciones artísticas.

Antes de darle el último adiós a Daniel, quiero anunciar ante sus familiares, amigos artistas y la prensa, que durante la tarde acepté una propuesta de la Fundación Guggenheim para que en sus cinco museos se presente «El retrato de Kurt Cobain» como parte de una muestra itinerante en la que se expondrá una retrospectiva del trabajo de «El Cubo». Esto con el simple fin de compartir con el mundo las primeras líneas peludas que hizo mi mejor amigo de la secundaria.

(In)Transcurso

Cierto día, a uno de esos jóvenes pretenciosos que buscan conseguir la palabra «escritor» como prefijo para su nombre, se le ocurrió hacer un cuento donde el tiempo permaneciera, según él: «inmóvil, congelado, estático, o algo parecido», pero el pobre no sabía cómo aterrizar la idea en una historia concreta.

En sus delirios de grandeza, este «escritor» estaba convencido de que el cuento en cuestión sería su gran éxito literario, su consagración definitiva, y que en el futuro se diría que nunca hubo antes, ni habrá después, alguien que pueda escribir algo semejante a su prosa.

Durante horas leía cuentos, novelas, ensayos, letras de canciones, y veía películas de todo tipo para ver si ahí encontraba algo que sirviera como detonador para su próxima creación.

Pasó muchas noches sin poder dormir. Sólo pensaba en qué le hacía falta para escribir la primera línea del argumento.

Comentó su idea del cuento con la novia, con los amigos, con la familia y hasta con el perro, en espera de que le ayudaran a resolver el acertijo de la trama, pero lamentablemente todos se quedaron callados y le miraron con duda y desconcierto, como si no entendieran de qué hablaba. Uno de sus amigos le respondió con un tajante:

—Pues no sé, tú eres el escritor.

Sin más certeza que eso, el «escritor» continuó con su tarea en el tiempo libre que le dejaba su trabajo en el periódico o estar con su novia.

Una vez, en la sala de redacción, se le ocurrió adaptar su idea en un argumento acerca de que un viajero se quedaba atrapado en una tierra lejana. Lo anotó en una libreta, y cuando llegó a casa se dispuso a desarrollarlo.

Llenó páginas y páginas, pero el cuento le ganó. No encontró el modo de incrustar la idea de que el tiempo permanece «inmóvil, congelado, estático, o algo parecido». Comenzó uno nuevo sin terminar el primero.

Luego de un mes, sus desvelos habían pasado factura en su rendimiento laboral. Varias veces, su jefe se dio cuenta que llegaba tarde o que se quedaba dormido frente al escritorio, y resolvió que, aunque fuera difícil reemplazarlo enseguida, tenía que dejarlo ir.

Lidiando con el desaire de que ya no tendría ingresos, el «escritor» se comprometió a trabajar exclusivamente en el cuento; sus ahorros y la ayuda de sus padres le servirían para vivir por algún tiempo sin preocupaciones económicas. Sin embargo, seguía bloqueado, sin poder completar su creación en varios intentos. Algunos bosquejos tomaron forma de cuentos o relatos, bien logrados y con detalles que revelaban su estilo singular, pero las historias se desviaban al punto de hacer imposible incluir su gran idea acerca del tiempo.

Su dedicación pronto se transformó en obsesión. Su novia lo terminó porque ya no lo veía y le reclamaba que en las pocas ocasiones que salían lo notaba distante; poco a poco, sus amigos se alejaron por sus compromisos de trabajo y porque en ellos creció la impresión de que su amigo el escritor se estaba volviendo loco; a su perro lo regaló con una familia que podría hacerse cargo, y dejó de contestar el teléfono cuando llamaban sus padres o quien fuera.

Desprendido de todo mundo, nuestro amigo «escritor» ahora contaba con todo el tiempo que necesitara para dedicarse a su obra. Casi no salía y ya no hablaba con nadie.

Su horario de trabajo se perdió en algún punto del calendario y del reloj; a veces se iba a dormir al mediodía, despertaba dos horas antes de la media noche, desayunaba y se ponía a trabajar o a buscar la inspiración.

No importaba si era de día o de noche, o si se tardaba más o menos en hacer algo. Su esmero por terminar era tan incuestionable que entre bosquejos, relatos y cuentos llegó a crear más de trescientos textos, pero en ellos nunca cuajó su brillante idea sobre el concepto del tiempo.

Después pasar en aislamiento absoluto quién sabe cuánto —su vecina dijo que en un año nunca vio que se abriera su puerta, mientras que su esposo repuso que sólo fue un par de meses— cierto día por la mañana, mientras miraba en el espejo su descuidada y crecida barba, el «escritor» se dio cuenta que la idea de su máxima creación literaria le había hecho daño al punto de hacerlo perder totalmente la noción del tiempo y de la realidad, al extremo de conseguir que todos y cada uno de sus seres queridos se alejaran de manera casi irremediable.

Decidió que tal vez no sería lo mejor escribir un cuento donde el tiempo permaneciera «inmóvil, congelado, estático, o algo parecido», y resolvió que por salud desecharía toda su producción de textos.

Con el ánimo de darse una última oportunidad, comenzó a escribir sin pensar en nada. En dos páginas y con un formato literario un tanto dudoso, narró sin mucho detalle todo lo que había no vivido desde que se comprometió con su brillante pero fracasada idea. Tardó cerca de una hora y en cuanto tecleó el punto final, tomó las dos hojas de papel y las destruyó.

Se afeitó y se alistó para salir a caminar y tomar un poco de aire. Con completa naturalidad se encontró con un amigo que lo invitó a una reunión donde tomarían unas cervezas.

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*Abraham García nació el 3 de octubre de 1985 en la Ciudad de México. Está por titularse como periodista en la Universidad de Colima. Ha trabajado como reportero en la Dirección General de Arte y Cultura de la misma institución y ha publicado crónicas de conciertos en varias publicaciones locales, impresas y digitales. Colabora con frecuencia en la revista Letras Anónimas.

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