Sociedad Cronopio

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Democratizacion

LA DEMOCRATIZACIÓN EN MÉXICO: LA DEMOCRACIA ENCALLADA

Por Gerardo Cruz Reyes*

Si algo nos enseña la historia de la política es que ésta se expresa a través de distintos procesos abiertos, en el curso de los cuales las fuerzas políticas crean o transforman parcial o totalmente los regímenes políticos. Por lo tanto, por sí misma, la política implica una continua dinámica de inclusión– exclusión, confrontación y acuerdo que demanda inevitablemente la instauración de pactos de largo aliento. Sólo de esta manera cobran fuerza las instituciones políticas, desde el Estado y sus instituciones, hasta los órganos elementales de intermediación entre la voluntad de los ciudadanos y la del Estado, es decir, como acuerdos perdurables o permanentes organizados e instrumentados en normas, procedimientos y organismos rectores que buscan reorientar y neutralizar los aspectos conflictivos presupuestos en la vida política y las relaciones sociales.

En ese sentido, desde que a mediados de la década de los 80 cobrara fuerza la tesis de la transición, como era lógico esperar, en México nos preguntamos si nuestro régimen político se hallaba o no en transición. Desde entonces, han corrido ríos de tinta intentando establecer las características de nuestra transición, las más de las veces, haciendo presa a este modesto y limitado concepto de todos nuestros anhelos de cambios políticos e incluso sociales y culturales. Y es que uno de los problemas teóricos que se traslucen en el planteamiento de O’Donell y Schmiter es que, a pesar de su interés por explicar un esquema de transición más bien controlado o cerrado, según el cual la transición «es el intervalo que se extiende de un régimen político a otro» que ni siquiera tiene garantía de ser democrático, el concepto de transición termina naufragando en medio de un proceso político demasiado abierto como para comprender las particularidades de los cambios en el sistema político mexicano, en el inter [sic] entre el punta A de partida y el B de arribo.

Llevamos tiempo preguntándonos si nuestro punto de inicio o momento fundacional fue 1968, 1977, 1988, 1997 o 2000 y si en esto no hay acuerdo, tanto menos en la determinación del momento de instauración democrática. En otras palabras, no sabemos en qué momento de la transición estamos o hasta qué punto el Estado mexicano es democrático.

La democratización, huelga decirlo, es precisamente uno de los procesos más abiertos e incluyentes que supone la política y ello propicia que, en ausencia de un gran pacto político y económico fundacional, al estilo de la Moncloa en España, falte acuerdo entre los especialistas, para determinar si el sistema político mexicano es democrático o aún continúa en transición.

En esta lógica, el concepto de transición resulta endeble ante los problemas de retroceso o regresión en el proceso de institucionalización democrática.

Por sí mismo, el concepto de democracia, desarraigado de su construcción histórica, también ha dado lugar a menudos debates respecto de si contempla un carácter social o únicamente político y jurídico, es decir, procedimental o electoral. Es un hecho que hasta para los transitólogos, la instauración y consolidación de la democracia atraviesa por un proceso de institucionalicación que busca hacer viable, efectivo y perdurable el sistema de rotación en la designación de los cargos públicos, garantizando el respeto a los derechos y libertades de asociación, manifestación y expresión, por mencionar algunos.

Lo que habría que puntualizar es que, como diría Bobbio, para hacer realidad los principios de la libertad y la igualdad, no se trata de partir de estos derechos para construir una democracia, sino de que, a través del método democrático, nos situemos en el mejor camino para acceder a ellos, de suerte que no tienen que ser el punto de partida para establecer la democracia. De ahí se infiere que la democracia no aparece de la nada, sino de las luchas y disputas políticas y sociales constantes. De hecho, ni siquiera en España los pactos de la Moncloa transformaron radicalmente el régimen franquista, como atestigua Colomer, pudiendo decirse, en el mejor de los casos, que iniciaron su democratización a partir de los pactos.

La diferencia entre España y México es que nosotros la iniciamos sin que antes mediara un gran pacto político entre las principales fuerzas políticas y sociales, por lo que los pequeños cambios ocurrieron sin ningún compromiso orgánico, sistemático y estructural, que lograra imponer una secuencia congruente respecto a los fines y los medios.

DEMOCRACIA Y DEMOCRATIZACIÓN

Lo cierto es que tanto en su definición conceptual como en su constitución histórica, cuando se evoca el término democracia, indirectamente se alude a un complicado proceso a través del cual se erigen las instituciones, normas, procedimientos y actores fundamentales a un Estado democrático.

Por lo demás, yo prefiero emplear la concepción de democratización, no en el sentido de transición por acuerdo, como en O`Donell, sino como proceso histórico de gestación de instituciones, normas, prácticas y acuerdos que no necesariamente se circunscriben a un proceso automático, armónico o enteramente racional, sino que, al contrario, está sujeto a los vaivenes de la vida política y a una infinidad indeterminada de contingencias internas y externas.

Como sea, pienso que es más redituable al análisis determinar el grado de democratización del régimen político, en función del reconocimiento del estado de salud de sus instituciones. Pasando pues, de una concepción temporal indeterminada de transición, a una de institucionalización indeterminada pero que no depende del mero lapso de tiempo, sino de la conformación de instituciones más democráticas, lo que no implica la transformación absoluta del total de las instituciones, y más bien contempla los distintos ritmos de desarrollo democrático en cada una de ellas.

Pero, ¿qué características deben asumir las instituciones para ser consideradas democráticas y, sobre todo, cuáles deben someterse a métodos democráticos? Bueno, si la democracia es fundamentalmente un método de organización del poder político, sustentado en la inalienable facultad de los ciudadanos de elegir y deponer a sus gobernantes, es indudable que no en todas las instituciones tendría sentido su democratización, especialmente por la naturaleza orgánica de sus funciones, como, por ejemplo, las Secretarías de Estado, o el Ejército. Pero, tratándose de las reglas de elección o designación de sus funcionarios sí cabe esperar un mayor juego democrático.

Nos referimos, por lo tanto a aquellas instituciones que directa o indirectamente son responsables de garantizar que la voluntad de los ciudadanos sea respetada, a través de instituciones debidamente reguladas y transparentadas, vale decir, autónomas e independientes. Para su estudio, aquí proponemos una clasificación provisional en tres rubros: a) Políticas (Ejecutivo, Legislativo y partidos); b) Organismos autónomos (IFAI; INEGI, CNDH, ASF, IFE; y c) jurisdiccionales o de Control Constitucional (SCJN y el TEPJF)

A) INSTITUCIONES POLÍTICAS

El poder Ejecutivo en México encarna en un solo individuo que se denomina Presidente de los Estados Unidos Mexicanos, según el artículo 80 constitucional. Desde 1917 a la fecha, nuestro régimen constitucional y de gobierno ha continuado fundado en un extraordinario sistema presidencial. Y aunque tras las elecciones de 2000 el nuevo presidente, evidentemente, se despojó de las llamadas facultades metaconstitucionales o extra legales, el hecho es que el presidencialismo se mantiene intacto en los artículos: 27, que instituye la facultad del Ejecutivo para disponer de la propiedad privada y decretar la expropiación; el 29, que en caso de invasión o perturbación de la paz pública, faculta al presidente para suspender en todo el país o en determinados lugares las garantías que fuesen obstáculo para enfrentar la situación; el 89 que le confiere el derecho de nombrar o remover libremente a los secretarios del despacho, además de disponer de la totalidad de la fuerza armada; dirigir la política exterior y celebrar tratados internacionales con la aprobación del Senado; el 123 que le permite ser el arbitro permanente en las disputas entre las dos clases fundamentales de la sociedad, obreros y patrones (a través de las juntas de conciliación y arbitraje); y el 131, en el que se determina que el Congreso de la Unión decline sus facultades de control en el Ejecutivo, en el caso de la regulación del tráfico de mercancías en el territorio nacional.

Por muchos años los especialistas se preocuparon por analizar, e incluso advertir de la necesidad de acabar con aquel sistema de privilegios, enraizado en la figura del presidente, pero lo cierto es que no se esperaba que llegada la alternancia en el 2000, paradójicamente subsistiera con mayor fuerza, bajo poderes de excepción con presidentes que los han utilizado a discreción, como nunca antes (claro, entre otras cosas porque el régimen priísta gozó de una basta hegemonía sobre los órganos legislativos y judiciales).

El sistema presidencial, sin embargo, operó sobre la base de una estructura de dominación más compleja, que incluía el control sobre todo movimiento laboral organizado en un sistema corporativo y su afiliación no negociable al partido del gobierno (PR-PRI) que regulaba los circuitos de acceso y ejercicio del poder político a nivel federal, local y regional (en alcaldías y legislaturas). Finalmente, el valioso cemento de esa maquinaria era la legitimidad social brindada por un auténtico sistema de instituciones y funciones sociales constitucionales, como la Ley del Trabajo, la Reforma Agraria, el sistema educativo, la Seguridad social y la rectoría del Estado sobre los recursos finitos, no renovables de la nación (espacio, agua, petróleo y electricidad).

En ese sentido, tanto el Congreso Federal, como las legislaturas locales que desde un principio coadyuvaron a consolidar el poder del Estado, continuaron después dependiendo del presidente en turno, reproduciendo hacia los municipios el mismo control vertical que el Ejecutivo les dispensaba a los Estados. No es de extrañar, como relata Pedro Salmerón, que en plena Segunda Guerra Mundial, en el Congreso de la Unión se debatiera el futuro del partido del gobierno. En consecuencia, el federalismo y el Municipio Libre quedaron supeditados a los intereses de la federación. Los poderes político y fiscal fueron concentrados por el gobierno federal y como joya de la Corona, el régimen municipal del Distrito Federal quedaría disuelto en 1929, sometiendo a esta entidad y sus recursos a las necesidades económicas de aquel.

Con excepción del PAN —la oposición— simplemente no existió. Nuestro sistema de partidos y su legislación eran arcaicos y los partidos quiméricos. El Estado era omnipresente, la ciudadanía apenas destellaba y su cultura política era marcadamente paternalista e inactiva. Los presidentes ganaban con más del 90% de los votos. El empresariado, por otra parte, era mantenido a raya por los intereses del Estado.

Como se ha estudiado ya bastante, sería el proceso de reforma política de 1977 el gran detonador de cambios de los siguientes treinta años. Aunque no hay espacio aquí para desarrollar con especificidad el tipo de cambios que generó en el sistema político mexicano, me gustaría solamente remarcar dos aspectos esenciales; primero, que no fueron cambios sólo electorales y, segundo, que cada una de las reformas constitucionales y legales en materia electoral representaron pactos políticos, indudablemente negociados desde la desventaja de la oposición y las prerrogativas del poder presidencial, pero acuerdos al fin y al cabo. Su éxito se puede testificar en la hasta ahora renuncia a la violencia como mecanismo de renovación del poder y de consecución de los cambios necesarios.

En ese marco, se ha dicho que los cambios instrumentados en el cause del proceso de reforma, desde 1977 hasta 2007–2008, han contribuido a la democratización del Estado y estoy de acuerdo, salvo porque la última reforma responde a una lógica distinta, e introduce algunas variables que más tarde aludiremos.

Pese a los efectos democratizantes de la reforma, el régimen de gobierno presidencial, lejos de desaparecer, está cobrando mayor relevancia, incluso en razón de la oposición que desde 1997 enfrenta el Ejecutivo en las Cámaras del Congreso, y ante la oposición de los gobiernos locales, producto de la pérdida del PRI en el 2000. Se equivoca de principio a fin Sartori cuando vino a decir que México había pasado de un hiper presidencialismo a un hipo presidencialismo. Hoy por hoy nuestra presidencia constitucionalmente es muy fuerte, aún en manos de políticos débiles.

En cuanto al tema de los partidos políticos, valdría la pena detenerse un poco en ello, porque, si como hemos apuntado anteriormente, hasta hace poco tiempo no existían, y las identidades partidistas ciudadanas se fueron construyendo prácticamente hacia finales de los ochenta y principios de los noventa, ya con la amalgama de la izquierda, representada en el PRD, es inverosímil la tesis recurrente acerca de su crisis de representación, pues llevamos al menos treinta años viviendo esa crisis, a lo que responderé que si algo es capaz de sostenerse durante tantos años en crisis, luego ya no es una condición anormal, sino completamente normal.

Pues bien, mi lectura del papel que desempeñaron los partidos en el proceso reformador, es que si el impulso del cambio fue ciudadano, popular, social, la dirección de esa sinergia fue obra de los partidos políticos que lograron articular sus esfuerzos hacia la consecución de un mejor sistema de competencia, y esto es importante repensarlo, porque de otra forma no alcanzaríamos a identificar el cambio de visión de los partidos entre el 2000 y el 2006, periodo caracterizado por la displicencia de éstos para continuar con la consolidación de una nueva generación de reformas que superaran los desequilibrios en el sistema de competencia, equidad y transparencia.

Tal como se ven las cosas ahora, el saldo de la política en los noventa no es tan negativo, pues con todo y la violencia en el país, las fuerzas políticas y sociales supieron conciliar sus diferencias elementales, para cuajar y vertebrar un sistema político más plural. Sin embargo, si algo se extraña en la actualidad es esa búsqueda de consensos que al menos en lo electoral nos había redituado mucho. Las visiones particulares siempre han hecho presa de la política y los antagonismos la han secuestrado.

B) ORGANISMOS AUTÓNOMOS

La necesidad de legitimación de los gobiernos, de Salinas a Zedillo, ante un ambiente de agitación política y social, dieron la pauta para la creación de órganos más autónomos que aligeraran la carga regulatoria del Estado y, al mismo tiempo, disolvieran las dudas respecto al proceso democratizador. En ese tenor, el proceso de reforma iniciado en 1977 también fue dejando secuelas en otras áreas del Estado; de suerte que la creación del IFE, en 1990, fue tan sólo el preludio en la constitución de lo que a la postre serían algunas de las instituciones más relevantes de los últimos años.

Abrigadas en un paulatino proceso descentralizador, a lo largo de esos dos gobiernos fueron surgiendo la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), 1989–1992; el Banco de México, que en 1993 alcanza su autonomía; en 1999, se constituye la Auditoría Superior de la Federación (ASF) y un año más tarde la Ley de Fiscalización Superior de la Federación; en el 2003 es creado el Instituto Federal de Acceso a la Información Pública (IFAI), a un año de decretada la Ley Federal de Transparencia y Acceso a la Información Pública Gubernamental. Mientras que en 2005 el Instituto Nacional de Estadística Geografía e Informática (INEGI) dejó de depender de la Secretaría de Hacienda.

De todos los organismos autónomos, el que mejores dividendos arrojó para la democratización sería indudablemente el IFE, al menos hasta el 2003, pues se erigió no sólo como la institución política con mayor credibilidad social, sino que se convirtió en un auténtico actor del cambio político.

Sobre el IFAI y la ASF, es un hecho que su principal obstáculo ha sido la resistencia del gobierno (y a veces de la oposición), al obstruir el correcto desenvolvimiento de ambas instituciones, siempre negando información y blindando especialmente a la Secretaría de Hacienda para atender las peticiones de dichos órganos. Limitados, además, en sus facultades de fiscalización, en su alcance federal, en sus recursos y en la designación de los funcionarios, esos organismos autónomos aún distan mucho de responder a las exigencias de democratización del Estado.
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