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Borges

BORGES, LA CRÍTICA Y LA HISTORIA LITERARIA HISPÁNICA

Por Rafael Gutiérrez Girardot*

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En 1808 escribió Friedrich Schlegel, el fundador de la moderna crítica literaria, que «una característica específica de la poesía moderna es su exacta relación con la crítica y con la teoría, y el influjo determinante de la última». La frase se puede invertir y decir que un carácter específico de la crítica y de la teoría literaria modernas es su estrecha relación con la poesía y el influjo determinante de ésta sobre aquéllas. Pues si es cierto que esa exacta relación de la poesía con la crítica y con la teoría es el lugar en el que se origina la crítica literaria moderna, no es menos cierto ni menos válido que la reflexión de la poesía sobre sí misma, esto es, la teoría literaria y el juicio en que se funda sobre esta última se han visto determinados por la poesía: por el esfuerzo de dar forma artística al conocimiento en que consisten la teoría y la crítica de la literatura. Todos los discípulos del imperial Stefan George —Max Kommerell, Friedrich Gundolf y Ernst Bertram, entre otros— y Ernst Robert Curtius y Cecil M. Borra y, en lengua española, Alfonso Reyes, por sólo citar algunos ejemplos, son un claro testimonio de semejante mutua compenetración. Los más notables críticos son también poetas o traductores, que es igualmente una forma de ser poeta.

Los conceptos de que se vale esta crítica y las medidas que aplica no poseen el criterio normativo con que nacieron al calor de la discusión sobre la Poética de Aristóteles en el siglo XVIII. En su lugar entra el juicio como un proceso de repetición reflexiva de la obra que se ha de juzgar. El conocimiento fundado en ella se llamó «característica, la que, en el lenguaje moderno, suele denominarse «interpretación». Ésta tiene su punto de partida en el «sentimiento», no empero concebido como una afección, sino como la capacidad del entendimiento, que conoce y juzga, de trasladarse a la creación. Creación y característica son dos modos de la misma actividad poética.

Por eso no ha de resultar sorprendente que a partir del siglo XIX la poesía se caracterice por su «exacta relación» con la crítica y que ésta, igualmente, se distinga por una relación en igual medida exacta con la poesía y el influjo de ésta sobre aquélla. En 1926 escribía Robert Musil, el novelista que fue consagrado como el Joyce de lengua alemana, que «la crítica no es algo sobre poesía, sino algo entretejido con ella», y más recientemente aseguraba Curtius, comentando y repitiendo a Goethe, que «la crítica literaria es la literatura que tiene por objeto la literatura».

La mutua relación de poesía y teoría se expresa en la figura del poeta doctus, un tipo de escritor que es hoy una exigencia y a la vez la imagen evidente y natural del creador literario. La diferencia entre el poeta doctus y el poeta que además es erudito, tiene muy claros contornos. La medida no es tanto el saber acumulado —muerto o vivo—, sino la reflexión, es decir, la conciencia lúcida de sí mismo, de su tarea y de los medios y posibilidades con que puede expresar la una y realizar la otra.

A este tipo de tradición y configuración europeas pertenece, sin duda alguna, Jorge Luis Borges. Paul Bénichou y E. Anderson Imbert han hecho notar, cada uno de manera diferente, que Borges pertenece a la literatura universal, un concepto que, por su sentido, su origen y su uso, quiere decir: literatura europea occidental, y que indica no sólo universalidad, sino participación en las características de esa literatura.

Tal no es, sin embargo, la tendencia predominante en la historia de las letras y de la crítica literaria de lengua española, por lo menos las de los últimos decenios. La historia literaria hispánica, tras los primeros impulsos de comienzos del siglo XX, y si no se mencionan algunas escasas excepciones, ha vuelto sus espaldas a la literatura europea y se ha encerrado en otros temas y problemas, a cuyo común denominador puede darse el nombre de «circunstancia».

Los esfuerzos por crear una crítica literaria hispánica, es decir, una crítica literaria más o menos nacional, suelen emprenderse en una época en que los nacionalismos son inválido provincianismo; y así son las medidas de esta crítica, o bien un tácito renacimiento de la Inquisición sin otro poder que el de la condena, cuyo código lo constituyen las ideas de «raza, lengua y religión», o bien, cuando se pretende aparecer como cosmopolita, la grotesca y superficial asimilación de «ismos», cuyos alcances no se llevan hasta sus últimas consecuencias. La historia espiritual hispánica comienza hoy a querer vivir y hacer su siglo XIX y esa es quizá la razón por la cual la literatura moderna echa difícilmente profundas raíces en nuestro suelo.

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El horizonte literario constituido por la carencia de una auténtica crítica literaria y la superficial red de «ismos» es el que sirve de fondo a la figura de Jorge Luis Borges, cuya obra se caracteriza, desde sus comienzos, por un esfuerzo de reflexión y por una lúcida conciencia de su situación. La peculiaridad dentro de tal mundo puede explicar, en parte, el asombro y la confusión que su obra provoca en los escritores y en los críticos, y la admiración cada vez mayor que despierta es, en realidad, el asombro ante el ejemplo de «una vida consagrada a las letras» que, en un mundo en el que la dedicación es de gran rareza, puede calificarse de paradigmática; con razón dicen de Borges Anderson Imbert y Raimundo Lida que él es «un escritor para escritores», pero no sólo porque aquellos que se han formado en muchas lecturas son los más capacitados para comprender y gozar su prosa, sino también porque su ejercicio literario es el ejemplo de lo que debe ser la actitud de un escritor.

¿Cuál es o en qué consiste esa peculiaridad, esa extrañeza de su visión de la realidad y de su expresión que los críticos registran, reprochan o alaban?

Amado Alonso llama al estilo de Borges un «estilo tan estilo», esto es, un estilo por antonomasia, y éste sería un estilo en el que «tanto resalta la singularidad del hombre en el riguroso plan de la pieza, en el engranaje de ‘necesidad’ con que se desarrolla, en el ayuntamiento de dos palabras, en cada vocablo». El fundamento de tal perfección y exactitud no puede ser sólo el rigor formal, el cuidado con que Borges estudia y realiza el plan de una pieza, o el detalle con que sabe colocar cada vocablo; ese fundamento es, sin duda, lo que el mismo Amado Alonso, no muy claramente, llama «el sistema estimativo extrañamente coherente»: la visión, comprensión e interpretación de la realidad, que refleja y determina el lenguaje y la forma. Quizás es esa forma interior, que Alonso califica de «extrañamente coherente» (como si la coherencia causara extrañeza), la que provoca en los críticos la confusión y el asombro.

Pero la comprobación de que Borges tiene un estilo, por más estilo que se lo llame, no es todavía la determinación precisa de su peculiaridad. En las páginas laudatorias de Alonso no hay una sola indicación que sirva de ayuda para ponerla en claro. Más ayuda pueden prestar quizás, en esta tarea, algunos juicios menos estilísticos de quienes pretenden suponer la causa de esa peculiaridad. Ernesto Sábato, babélicamente, por ejemplo, cree revelarla: «¿Le falta una fe a Borges? —inquiere patética y tiernamente—. ¿No estarán condenados a un infierno los que descreen? ¿No será Borges ese infierno?» A semejante pregunta sensacional agrega Sábato una enumeración caótica: «A usted, Borges, heresiarca del arrabal porteño, latinista del lunfardo, suma de infinitos bibliotecarios hipostáticos, mezcla rara de Asia Menor y Palermo, de Chesterton y Carriego, de Kafka y Martín Fierro; a usted, Borges, lo veo, ante todo, como una gran poeta. Y luego así: arbitrario, genial, tierno, relojero, débil, grande, triunfal, arriesgado, temeroso, fracasado, magnífico, infeliz, limitado, infantil e inmortal».

Hay que reconocer que en este vocabulario, digno de un Carlos Argentino Danieri, y de generosa retórica, no resalta precisamente «la singularidad del hombre», pero la pregunta: «¿le falta una fe a Borges?» recuerda otros juicios que, pese a sus pocas pretensiones de brillantez, no dejan de ser un provechoso lugar común. Giménez Pastor diagnostica: «Talento valioso, el de Borges, pero todavía desconcertante por lo intranquilo y versátil de su acción, dirigida a múltiples objetivos. Quizás es que falta en él una gran creencia como la de su contemporáneo Francisco Luis Bernárdez, ambos de 1900, con paralelas biografías juveniles…»

La «carencia de alguna fe», el «escepticismo esencial» como el mismo Borges la llama, no son, a primera vista, la explicación satisfactoria de una interrogación literaria. No sobra recordar, sin embargo, que la renovación del lenguaje poético del siglo XX europeo vino acompañada de una radical negación de lo teológico: «Dios es un mal principio estilístico […], la fe me pone fuera de la sustancia en que trabajo, me separa de la sustancia fundamental de mi tarea» —apuntó Gottfried Benn en Doppelleben, Wiesbaden, Limes, 1950—. Es legítimo suponer que existe una relación determinante entre la carencia de fe y el escepticismo esencial, el rechazo de Dios en el trabajo literario, y el estilo o, por lo menos, su peculiaridad, pues la carencia de fe, la demoníaca lucidez del hombre es el fundamento de una visión, comprensión e interpretación de la realidad que se refleja en el lenguaje y en el modo de manejarlo, en los problemas que se tratan y en la expresión adecuada a ellos.

En Gottfried Benn, para seguir con el ejemplo, se expresa en el estallido de cada línea y en lo abrupto de la sintaxis: es el mundo de la disolución y destrucción de la continuidad del Yo. En Borges es la absoluta subjetividad, el juego de las posibilidades infinitas, el oscurecimiento fantástico de la realidad: la libertad que reordena y supera las leyes del lenguaje dentro del lenguaje. Es el mundo de la disolución del cosmos y, dentro de él, como en Benn, de la continuidad del Yo.

En un excelente trabajo, sobre La expresión de la irrealidad en la obra de Jorge Luis Borges, concluye Ana María Barrenechea: «Hemos asistido a la tarea de un admirable escritor empeñado en destruir la realidad y en convertirnos en sombras. Hemos analizado el proceso de disolución de los conceptos en que está cimentada la creencia del hombre en su concreto vivir: el cosmos, la personalidad y el tiempo». Que más adelante se haga la reserva de que este «concepto nihilista» encuentra un equilibrio en la presencia de elementos positivos, no modifica una tendencia fundamental que, por lo demás, es en sí lo suficientemente positiva como para no inducir a la búsqueda de un innecesario equilibrio. Según Spinoza «lo verdadero es el signo de sí mismo y de lo falso», y, en verdad, puede afirmarse de modo semejante que, en Borges especialmente, lo negativo es el signo de sí mismo y de lo positivo.

No es extraño, pues, que la figura esencialmente moderna de Borges resalte —y provoque rechazo— en el mundo espiritual hispánico que, pese a las protestas de modernidad y europeísmo, se funda en un enmascarado orden medieval. De España hace pensar Borges a su ficticio Averroes:

«…en la que hay pocas cosas, pero donde cada
una parece estar de un modo sustantivo y eterno».

Son la sustantividad y la eternidad de un mundo por el que la historia parece no pasar y en el que la apariencia del hoy no distrae de la real presencia del pasado estático. Son la misma sustantividad y la misma eternidad que, transmitidas a través del lenguaje, han configurado el modo de vivir y de pensar del hombre hispánico.

El «modernismo» hispanoamericano parte de esta convicción, aunque ella no constituye el tema expreso de sus propósitos y aunque en última instancia no haya logrado superar ese mundo. El simple deseo de renovación pudo, sin duda, obedecer a diversos impulsos: la novedad, la poesía francesa, la nueva situación en que se encontró el universo a comienzos de siglo, la apertura de Hispanoamérica al mundo, etc. Pero sería parcial la explicación del modernismo que considerara aquellos impulsos como su fundamento. Pues la renovación fue, primeramente, una renovación del lenguaje y, con ello una renovación del modo de concebir e interpretar la realidad.

Que esta renovación recayera en retórica no indica que desapareciera el problema; antes bien, es un signo de que éste había que plantearlo con mayor radicalidad y agudeza. El responso al «modernismo», que entonaron varios «ismos» hispanoamericanos, fue no sólo la reacción contra la retórica del cisne, de las Colombinas y de los Pierrots a que había llegado, según se dice, el modernismo, sino la forma crítica en que se presentó la necesidad de plantear el problema, pidiendo su tratamiento temático. Tal parece haber sido la función de la «vanguardia» por encima de sus estridencias y más allá de sus extravagancias de cartel.

Rafael Gutiérrez Girardot. Pulse para ver el video:
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* Rafael Gutiérrez Girardot fue filósofo y ensayista boyacense. Una personalidad definida dentro del ámbito cultural colombiano del siglo XX, un espíritu polémico, crítico y riguroso, una obra sólida construida en el extranjero, pero siempre con la mirada atenta al país y al continente, en definitiva, un hombre fiel a su tiempo. Fue diplomático y en 1954 fundó la editorial Taurus. Autor de uno de los primeros libros sobre Jorge Luis Borges (1959), cuando éste no gozaba aún del reconocimiento internacional que años más tarde lo engrandeció como hombre de las letras. Borges reconoció personalmente el trabajo de Gutiérrez-Girardot: «usted fue mi descubridor en el mundo alemán», le dijo en alguna ocasión públicamente» (Revista Cronopios). En 1970 fundó el departamento de hispanística de la Universidad de Bonn. En 2002 recibe el Premio Internacional Alfonso Reyes.

El presente artículo hace parte de su libro «Ensayo e Interpretación», publicado por Ediciones B.

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