Periodismo Cronopio

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Tinto

TINTO Y SILICONA…

Por César Augusto Jiménez Flechas*

En sus disfraces de bailarinas nocturnas huelo a sexo y tinto. Se balancean por los andenes como meseras de cabaret. Los taxistas, camioneros y ‘buseteros’ se desvían ahogados por verlas, muy pocas veces para tomar tinto. En la noche son celebridades de la calle. Salen cargadas de perfume de catálogo, calientan agua y venden tinto en termos de colores. Se mueven mientras obedecen un ritmo que sale de sus senos: celulares que hacen vibrar las redondas formas de su delicada y exótica belleza.

En el día son mujeres normales, con necesidades y afanes cotidianos. En la noche son dueñas de su tiempo y su cuerpo. Se entregan al frio y las luces de los carros. Bailan agarradas de una señal de tránsito y se desvisten con cada tinto, son el show y el centro de miradas con ganas o reproche. Disfrutan su momento, al fin y al cabo fueron lazadas a la calle y en la noche. En el día nadie les prestó atención. Un jefe deshonesto, un marido infiel y sin posibilidades de levantarse temprano para trabajar. Las oportunidades se agotaron, los recursos también. Los niños, el estómago, los servicios, piden, saltan y acosan como pulgas hambrientas después de una semana de vacaciones. Odiaron las mañanas y no tener nada que desayunar. Se quedaron solas, con un bello cuerpo amenazado por los años. Tocaba ponerlo a trabajar. Pero no de putas, su desespero llegó un paso antes, su regla: mirar y no tocar. Provocarse y no comer resultó ser una gran estrategia. Sus clientes llegan por docenas con la excusa de tomar tinto, mientras las mujeres las critican de vagabundas sin oficio. Aún así logran vender más de 12 tintos por cambio de semáforo.

Entre más se hable de ellas mejor. Los comentarios entre taxistas fueron más efectivos para el negocio que las entrevistas que les han hecho. Las acusan de ser prostitutas, de vender droga y licor a conductores, a veces hasta de ladronas. Nada se les ha comprobado. De lo único que son culpables es de poner sus cuerpos al servicio del tinto. También de ocupar el espacio público que de nueve de la noche a cinco de la mañana nadie usa. Su gran idea nació de un gran sufrimiento. Años de desempleo y cirugías estéticas no fueron suficientes. La noche que a las mujeres las convierte en taxistas, policías, vigilantes, putas o ladronas, las marcó como tinteras. De 20 esquinas en Bogotá fueron expulsadas por otras colegas. Su carácter fue más blando que sus nalgas. Un año después la experiencia inyectó litros de silicona a su fortaleza, se quedaron con trasero firme y una importante calle en el norte de Bogotá, la capital de Colombia.

Van más de cinco años de trabajo con un día de descanso entre semana. Unas veces llueve, otras el frio congela el tinto. Pero dejar de trabajar no es un lujo que puedan darse, de la venta de hoy depende el trabajo de mañana. Los termos no se venden solos, deben pararse en la esquina, mover las piernas y seducir los carros. 500 pesos cuesta un tinto pequeño, el azúcar viene incluido. Su combustible parece ser la música y unas colombinas que agarran como micrófonos en plena audición. Con una mano saludan, con la otra baten el termo y con la boca invitan a los conductores a parar. Caminan, corren, se agachan y saltan en medio del tráfico como agentes de tránsito con tacones de puntilla.

Se deslizan por las líneas blancas del pavimento siguiendo una ruta de producción; son coreógrafas del sexo con sabor a café, mientras una sirve la otra cobra. Quedarse quietas les afecta las ganancias, del movimiento de sus cuerpos y los besos que lancen dependen los conductores que se detengan. Son reinas de un carnaval sin orquesta, modelos de su propio producto, protagonistas de una actividad que las adelgaza y las hace más viejas cuando más jóvenes se sienten. Sus clientes son constantes y nunca se detienen. Abusivos, amables, comprensivos o románticos. A la esquina han llegado desde depravados hasta enamorados. Más de un taxista se ha querido sobrepasar, pero ellas sólo le dicen sí al trueque del tinto. Las propuestas de cintura para abajo llegan a toda hora, unas a cambio de dinero otras de placer, sólo las segundas han prosperado. Entre tanto taxista con cara de sapo, algún príncipe tendría que salir.

Son cuatro mujeres. Ocho piernas y dos ollas de tinto las que se alistan desde las cinco de la tarde para trasnochar. En la calle se reparten en 50 metros de vía, se trepan el pantalón por encima de la cintura, se destapan los tobillos y arrechan a los mirones. Son sensuales, miran con ganas y sirven el tinto en vasos desechables como si se tratara de whisky. Saludan, preguntan a sus clientes cómo les fue en el día, cómo se encuentran, qué les afecta y cuáles son sus sueños. Si otro cliente no interrumpe, pueden estar más de media hora escuchando tristezas, alegrías y esperanzas de conductores que prefieren trabajar a dormir. Ninguna es de Bogotá, se conocieron en la calle y sólo en la calle se ven. Poco conversan mientras trabajan, no tienen problema de competencia y las cuentas son siempre las mismas. Los mismos termos, los mismos tintos y las mismas ganancias.

Crearon un lenguaje propio. Las señas son la mejor herramienta en distancias cortas y sitios oscuros. Parecen un grupo de mudos contando historias. Silban con la experiencia de un cotero de mercado. A sus sonrisas les falta brillo, pero las marcas de una alegría fingida que ya se notan en las mejillas. La cara de amargura se refleja en el tinto como un espejo y los conductores lo saben. El entusiasmo, como el azúcar, es indispensable en este trabajo. La noche discute con los lujos y las penas tienen que esperar la mañana; entre cobijas es más fácil llorar.

De las cuatro una insiste en ser la diferencia. Es quien pone las ollas, paga el gas y distribuye las ganancias. Sus voluptuosas piernas, unas correas en cuero que trepan hasta las rodillas y un pantalón que parece reventarse con la firmeza de su trasero, la convierten en una extravagante líder. Fue la primera en pararse en esta esquina y tocar el pavimento con las nalgas y dos termos en la mano. Le dicen Patricia. Sus licras de la cintura a las pantorrillas se hicieron más famosas en la calle que los escándalos de celebridades ebrias. Los conductores la buscan, esperan un turno por una risa chillona que destiempla los dientes. Sus curvas dejan a la vista cirugías que desproporcionaron su cuerpo: una espalda que parece no soportar el peso de los senos y unos muslos que muestran años de ejercicio. Tiene dos hijas y alguien que le gimió encima una mañana, le prometió que sería modelo. De la promesa sólo quedó un embarazo y una enorme deuda.

Duerme cuatro horas diarias. Las otras 20 las reparte entre la cocina y la calle. Sabe leer pero escribir le cuesta trabajo. No tiene educación y sus diplomas se podrían ubicar con dos imanes en una nevera pequeña. Se independizó bajo amenaza. A los 17 compró juego de alcoba y se convirtió en mujer. Su primer orgasmo fue su primer embarazo. La cédula la recibió en una sala de maternidad y la soledad de ese parto la acompañó hasta su segunda hija. Dos veces la convencieron, dos veces la dejaron y una está por ocurrir. Se enamora fácil y le cree a los hombres. Ser tintera la condenó a una soltería que muchos disfrutan. Desde que se puso la ropa de los viernes para trabajar, convirtió la noche y la calle en un night club sin ventiladores o salida de emergencia. Se confiesa una vez por semana y no paga penitencias; incluso cree que los curas son sensuales y misteriosos, dice que por eso los ve a solas, para hablarles al oído. Es un amor de novela que le asegura santas calenturas. Cuando llegó a la esquina la confundían con prostituta, ella no se defendida porque eso le acercaba conductores y por la pena de equivocarse le compraban tinto.

La noche le permite vivir bien, no alcanza a darle prestaciones, subsidios, primas o vacaciones. Como gerente de este bar no se puede dar lujos. Debe estar primero, salir de última y no cobrar horas extras. Hay ocasiones en las que se queda quieta mirando la calle hasta donde le alcanza la vista, como si esperara a alguien, como si alguien la llamara. Las que le tienen confianza saben que nunca ha dejado de esperar el caza fortuna que la embarazó y le prometió la fama. Pero siempre que se distrae con los sueños de adolescente, los pitos de conductores la de vuelven a una realidad fría y oscura que acompaña con sus termos. Nada es más real que ver el mundo en la noche, esta diva del café con nalgas de acero ve su vida como un regalo que aún no ha desempacado. Le falta un millón de tintos para retirarse.
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*César Augusto Jiménez Flechas es Comunicador social y periodista de la Universidad Minuto de Dios, con cinco años de experiencia en el campo editorial y dos años en televisión con el informativo del canal RCN a cargo de la sección El Patrullero de la Noche en las emisiones del fin de semana.

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