Literatura Cronopio

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infierno

DESDE EL INFIERNO COTIDIANO 1

Por: Juan Camilo Herrera Castro*

Cero (prefacio).

El Infierno…

Hace mucho que dejé la metafísica para quien pueda masticarla. Dios está bien donde está: en la mente de quienes necesitan creer. Funciona como una especie de Aspirina para hemorragias espirituales. Sé lo que están pensando: el ácido acetilsalicílico es un anticoagulante y solo empeora las hemorragias.

Estamos de acuerdo. Totalmente.  Pero, ¿cómo explicar eso a los demás?

Soy Juan Camilo Herrera, un escritor relativamente nuevo.  Nacido el quince de Noviembre. Tengo casi 28 años. Tomo demasiado café y entiendo cada vez menos la música que suena en la radio (razón por la que ando con un reproductor MP3 de 2 gigas, atiborrado de ruido blanco). Me gusta cuando llueve y hace sol al mismo tiempo, pero detesto los tumultos.

Hace algún tiempo escribí estas historias, pensando en lo horrible que es la vida para ciertas personas ficticias. Unas correcciones menores, la inclusión de estas líneas introductorias y un cuarto punto inédito son los mayores cambios que tuvo esta pequeña colección de cuentos.

Solo hasta ahora me pregunto qué es el Infierno para mí. Mejor dicho: lo que sería si pudiera creer en fábulas.

Si pudiera creer en el Infierno, sería morir para volver a nacer, con los recuerdos intactos y la incapacidad de corregir los errores cometidos.  Algo así como la secuencia del “monstruo” en Mullholland Drive, la película de David Lynch.  Extendido a toda una vida de fatalidad.

Sigo sin entender por qué, para muchos, mi Infierno es un alivio.

Uno.

El Infierno es saber que aún sientes algo y que el dolor no te ha entumecido lo suficiente como para alcanzar la iluminación. He querido creer en algo más allá de mí mismo, pero soy tan asquerosamente gordo que ocupo cada rincón, existo como una masa densa y jadeante que no deja espacio para respirar, todo es piel blancuzca, estriada y lastimada por la ropa que trata de contenerme. No puedo creer en nada que no sea yo porque soy lo único que existe, soy lo único que puedo sentir, soy una isla de mí mismo y, sí: estoy solo.

Me llamo Jorge Camacho y sueño con algo que no me rechace. Tengo 15 años y más tetas que cualquier vieja de mi salón. Mi mamá insiste en llamarme “un niño rollizo” y mi papá piensa que soy un marrano asqueroso. Mi papá me golpea cada vez que puede. Lo dejo. Es más fácil dejar que me marque con su cinturón que salir corriendo. Soy demasiado torpe para correr.

Cuando me preguntan por qué soy tan gordo digo que se trata de un problema hormonal, pero sé que simplemente no puedo dejar de comer. Es lo único que me hace feliz, aunque a veces como hasta que me dan ganas de vomitar. No lo dejo salir de mí, no dejo que la comida me abandone y me siento enfermo la mayor parte del tiempo.

A veces lleno la tina con agua tibia y me hundo todo. Bueno… no todo. Mi panza queda al aire. Lleno la tina con agua tibia y me hundo. No se escucha nada, no siento nada. Cierro los ojos y no siento nada. Supongo que la muerte es algo así. Me imagino en un ataúd enorme, con el uniforme del colegio (es la única ropa decente que tengo… solo puedo usar sudaderas). Todo el mundo llora. Mi papá se traga las lágrimas. Mi mamá gravita, hecha un ente de tanto tomar pastillas y mis compañeros se ven enfrentados por primera vez a la muerte, a su propia muerte, a la fragilidad de sus vidas estúpidas. De vez en cuando pierdo el conocimiento y despierto en un hospital, lleno de tubos y sondas y catéteres por todas partes. Nadie me visita y mis papás están demasiado ocupados o demasiado avergonzados de tener a un gordito suicida por hijo.

Odio a Maria Cecilia. Antes me gustaba muchísimo, pero ahora la odio. Estuve enamorado de ella hasta quinto de primaria, pero no tiene sentimientos, es hueca, se lo ha dado a más de dos profesores y a veces huele a pescado. Siempre se sienta en su puesto con las rodillas separadas y el olor es tan fuerte que tengo que salir del salón. La odio.

Hace un par de meses traté de hablar con ella. Era recreo y pensé que, si le preguntaba alguna estupidez sobre la clase que acabábamos de tener, tendría una excusa. No soy pretencioso, así que no espero nada de ella. Solo quería sentir su aliento a chicle y el olor de su pelo. Algo, algo que no me rechazara. Toda ella me rechazaba y podía sentir cómo hacía esfuerzos por respirar, pero yo ocupaba todo y cada molécula de mí reemplazaba seis o siete moléculas de aire. Pero el olor a chicle de su boca, el olor a manzanilla de su pelo se adheriría a mí. El olor ya no le pertenecería, sería mío y no me rechazaría. Tendría algo para mí, algo bueno, algo mío.

Ese recreo, me rompieron la nariz. A alguien le pareció chistosísimo arrojarme un balón de fútbol a la cara. No podía parar de llorar y entendí que los niños rollizos, los marranos de mierda, los fenómenos como yo somos chistosos cuando lloramos. Todo el mundo se rió de mí y yo lloraba más fuerte, lloraba hasta ponerme morado y ella seguía riéndose de mí y la rabia me golpeaba en las sienes y me tiraba al suelo y pataleaba y no podía parar de llorar de la rabia, del odio, de la bilis que me subía a la boca, de la espuma, de las babas espesas y la sangre que me llegaba de la nariz, la sangre salada, los mocos, la espuma y esta rabia de no lograr que el cuerpo me obedeciera y dejara de hacer tanto espectáculo. El timbre sonó y todo el mundo subió a los salones y me quedé allí, solo, hasta que una profesora de primaria me llevó a la enfermería y llamó a mi casa a avisar que había tenido un accidente.

Por un tiempo, las cosas estuvieron bien. Nadie me molestaba e, incluso, me trataban bien. Creo que alguien se enteró que mi papá me había roto el brazo derecho cuando llegué del hospital. Por marica, por no ser más machito, por no defenderme ni hacerme respetar. Mi mamá había dejado de llorar cuando se atiborró de pastillas y brandy. Tuve que levantarme a limpiar el vómito de su almohada.

Dos.

Me llamo Eurasia. Tengo 20 años y creo en Dios. Es la única herramienta que tengo para justificar todo lo que he tenido que vivir en los últimos 6 años. Tengo los ojos color ámbar, almendrados, como de gato. Me gusta mucho mi cara. No es una cara común y corriente, es una cara de modelo rusa, de algo que no se ve por acá. Mis medidas son 85, 61, 90. No soy ni muy alta ni muy delgada. Tengo piernas largas y delgadas. Solía tener el pelo muy largo. Me llegaba hasta la cintura. Hace un par de días me lo corté con un par de tijeras. No me gusta como se ve, pero al menos es más cómodo de llevar y más fácil de cuidar.
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Hace seis años renuncié a cualquier posibilidad de ser amada o comprendida por los hombres. Dios es lo único que tengo, lo único que me queda. A veces me siento mal, triste, como deprimida. No tendría por qué: no estoy sola. Hago parte de un plan, me he entregado al servicio del prójimo y del desvalido. Es difícil, porque soy una mujer atractiva. La belleza es algo pasajero y, cuando envejezca, espero ser recordada por mis buenas acciones. No por mi cuerpo y, mucho menos, por mis defectos.

A los 14 años sentí algo duro dentro de mi vagina. No me molestaba ni me dolía, pero me preocupaba. No parecía ser un tumor (era liso, anguloso y sólido). Le pedí a mi mamá que me sacara una cita con su ginecólogo. Aún hoy detesto ir al ginecólogo porque no sé cómo decirle que tengo un diente.

¡Un diente! ¡En mi cuca! Me quise morir. Lloré cuando, en el baño, encontré ese diente. Estaba en cuclillas, con las rodillas separadas y la espalda apoyada contra una de las paredes de la ducha. Con una mano sostenía uno de esos espejitos odontológicos (de superficie redonda, sujetos a algo parecido al mango de un cepillo dental), y con la otra me separaba los labios. Era un colmillo, blanco y alargado, asomando entre mis piernas, vertical, a la altura del clítoris. ¡Un diente! ¡La silueta de una planta carnívora a la altura de mi cuca, de mi pobrecita cuca!

Con algo de optimismo pensé que, al tratarse de un diente nuevo, sería un diente de leche y que se caería con el tiempo. Han pasado seis años. El diente sigue ahí, amenazante, como una pesadilla sicoanalítica.

Un diente. Ahí… ahí abajo. Son las cosas que le cambian a una la vida.

Todos los tipos son iguales y no se necesita mucho para mantenerlos satisfechos. Me hice experta en el sexo oral. Todo lo que mi boca pudiera hacer, todo lo que pudiera tragar, todo, absolutamente todo lo hacía. No me gustaba, pero era mejor que estar sola. Alguna vez un chico con el que salía trató de sodomizarme y fue horrible. No lo volvería a hacer nunca. Duele mucho y duele por días.

Siempre pasaba lo mismo. Cada vez que los dedos encontraban mi diente, había una pausa brusca y un silencio largo, incómodo. El dedo dejaba de hacer su recorrido y el chico, invariablemente, inventaba alguna excusa y se iba. Mierda… me hubiera dejado hacer de todo con tal de nunca volver a escuchar eso de “Carajo… me esperan en la casa. Me tengo que ir. Nos vemos en el cole”.

Nunca escuché rumores, pero casi nadie me hablaba. Todos los chicos con los que estuve guardaban mi secreto. Nunca por mí, nunca para protegerme. Siempre que intercambiaban experiencias y puntos de vista decían lo mismo: “Esa vieja es una calientahuevos”. Ninguno era capaz de admitir haber tenido algo conmigo. Ninguno de ellos podía perdonarse haber salido con alguien deforme como yo. ¡Como si eso fuera caer muy bajo! Así son los hombres, con egos frágiles, absolutamente intransigentes cuando se trata de defectos.

No recuerdo haber soñado con nadie, no recuerdo haber pensado en casarme con alguien o ser la mujer de alguien. Quizá por eso accedí a tantas cosas, quizá la costumbre se volvería en emociones reales. Odiaba sentirme usada, pero un par de palabras eran suficientes para sentir que era parte de un plan más grande que yo.
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* Juan Camilo Herrera Castro, víctima de un síndrome incurable que lo hace ser bogotano, nació un 15 de noviembre de 1981. Tras años de éxitos y fracasos tan académicos como profesionales, ha dedicado su vida a construir puentes para que sus recuerdos visiten el presente de vez en cuando. Tristemente, solo quedan los planos.  Afortunadamente, los planos parecen cuentos.

6 COMENTARIOS

  1. trip, trip, trip…. se refleja un lindo día para morir; el infierno, algo tan puramente onírico que lamentablemente no lo notamos, hasta que el corazón, late mas fuerte que durante un orgasmo pero con la tensión y el desespero de no encontrar otro espacio mas alla, que una habitación infestada de lamentos!

    Un abrazo… buena historia, espero el libro!

  2. Juan Camilo, la primera ilustración también me encanta. Pero creo que no está nada bien no dar crédito a los autores. Supongo que el regaño del olvido debe ser para Cronopio y no para usted. En todo caso a quien pueda interesar la primera es la cubierta de un disco de The Supersuckers: The Smoke of Hell (1992),dibujada por el gran historietista Daniel Clowes, de la otra ilustración no sé nada.

    Otra cosa, el cuento de Eurasia me gusta, ¿tiene más como ese? Tenemos un e-zine de comics con un amigo y hay una sección en la que se incluye un cuento, me gustaría saber la posibilidad de contar con algo suyo.

    Si puede, comuníquese conmigo a: andrezzinho@gmail.com

    chao, saludos

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