Literatura Cronopio

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Bruna

“EXISTE UN LUGAR EN DONDE NADIE” DE JUAN PABLO ROA DELGADO

Por María José Bruña Bragado*

Dentro de un panorama creativo donde el eje postmoderno, contracultural y desacralizador parece el dominante, deslumbra el hallazgo de una expresión pura, despojada y atemporal como la de la poesía de Juan Pablo Roa Delgado (Bogotá, 1967). La difícil adscripción del poeta colombiano, afincado en Barcelona, autor de los libros Ícaro (Bogotá, 1989), Canción para la espera (Bogotá, 1993) y El basilisco (México, 2007), además de fundador–coeditor, junto a Roberta Raffetto, de la revista de poesía Animal Sospechoso, tiene que ver, muy probablemente, con un periplo vital, emprendido hace más de dos décadas por diversos países europeos (Portugal, Italia, España). Sólo desde cierta escisión o pluralidad identitaria —quizás parcialmente voluntaria como mecanismo de individuación y desvinculación generacional o geográfica—, se puede comprender la ausencia de su nombre en estudios, antologías y trabajos académicos, tanto a un lado como a otro del océano. En todo caso, no deja de ser curioso que la distancia de la patria, cuando hablamos de poesía, contribuya a «sacar» del canon nacional el movimiento de signo inverso que caracteriza a las dinámicas narrativas. Sea como fuere, en un fenómeno similar a la «desterritorialización» que Deleuze y Guattari señalan para Kafka y que se hace cada vez más habitual en la era globalizada, su creación descentralizaría las nociones de nación y lenguaje, con sus expectativas, hacia dimensiones, dominios y registros universales.

Existe algún lugar en donde nadie obtiene el XXXV Premio de Poesía Vila de Martorell en el año 2010 y la experiencia estética que implica es un milagro en medio del caos, la vorágine mediática o la «Babel informativa» contemporánea —Gianni Vattimo dixit—. En efecto, una escritura introspectiva, observadora del entorno cercano, escrutadora del «paisaje interior» y del fenómeno poético mismo, parece cada vez más infrecuente y por ello la osadía del autor es tanto más valiosa. En realidad, los lenguajes derivados de la tecnología no pueden alcanzarlo todo y en ocasiones, no siempre, se produce en ellos una banalización de estructuras y temas, a la que la estética de Roa Delgado no puede ser más ajena.

Más allá de la vieja dicotomía entre comunicación y conocimiento, la escritura depurada, esencial, a veces opaca, e intimista de Juan Pablo Roa Delgado vuelve a señalar la riqueza, diversidad y polifonía de nuestros tiempos. En sus textos se escuchan voces que aquilatan lecturas y aprendizajes en busca de zonas desconocidas, recónditas y secretas del ser humano, en busca de la manera de verbalizar —ennoblecer, prestigiar— experiencias que no pueden ser, en última instancia, sino intransferibles, individuales —incomunicabilidad a la que apunta ya el sugerente título del libro—. Son estos ecos indicativos de cierta preferencia por la veta metafísica o existencial, así como por un esmero formal, una exigencia de pureza y precisión conceptual donde lo confesional y la emotividad se hacen, no obstante, imprescindibles. Con María Zambrano, José Ángel Valente o Eugenio Montejo se busca indagar, a partir del fenómeno poético, hasta hallar la cifra o desvelamiento de los misterios de lo humano. La mirada hacia atrás, hacia adentro que vertebra el libro tiene asimismo la capacidad de detenerse, de forma selectiva, a su alrededor y busca tanto en la naturaleza, materia fundamental del universo, como en el lenguaje la raíz de lo sagrado, la respuesta a todas las preguntas, en lo que constituye una suerte de restitución poética que nunca llega a ser completa.

Perfectamente estructurado en torno a cuatro metáforas centrales en su imaginario poético —árbol, noche, lugar y agua— que conforman un todo orgánico o unitario, el leitmotiv del libro, es el deseo incesante e insaciable de conocimiento, de desvelar ese interrogante ancestral en cuyo seno la capacidad fabuladora del recuerdo («espejismo que salta de la noche / a la noche honda, / al agua que no puede beber el sediento») y la reinvención onírica del pasado («Teníamos un sol sonoro: / un jardín, que era solar, huerto / epicentro de alma del fruto») tienden trampas a la muerte. Se trata de una reflexión lúcida y sobria, pero también poliédrica, cambiante sobre la conciencia del tiempo, la memoria, el sentido de la existencia y la capacidad del lenguaje por apresar, fugazmente, la vida: «Un cielo donde nada es transitorio / alimenta tu canción que arde y dura, / para que bajes de la lluvia duradera / al agua transitoria del poema». La salvación sólo puede producirse finalmente, como en Valente, desde el lenguaje, desde la palabra desnuda, despojada de retóricas y conceptos, aunque se desvele como precaria e insuficiente todavía («Queda el sámago de esta página»). El lenguaje es, entonces, un instrumento privilegiado, casi el único, para el conocimiento o la revelación —términos como «escribo», «leer», «página», «encender la palabra» se repiten en los poemas—; es lo que nos puede rescatar del olvido y la destrucción, como señalara Octavio Paz en El arco y la lira: «la poesía es conocimiento, salvación, poder, abandono» y como ya se intuyera en Canción para la espera, segundo poemario de Roa Delgado, «Una bandada de palabras / vuela y se dispersa / en este día que es de hojas». El lenguaje reconstruye el pasado y sus pérdidas, una y otra vez, porque no consigue reproducir fiel, definitivamente la vivencia («porque el origen es y no recuerda»). La «realidad» y su artificio no logran una simbiosis o transposición absoluta, pero pese a todo la voz poética sigue buscando en las palabras, con avidez, con rigor, «la arboleda primera, / la casa transparente».

Existe algún lugar en donde nadie forja, desde la primera página, un mundo autónomo y primigenio, espacio mítico e idealizado, estático y secreto —como es el territorio de la niñez en nuestra memoria—, preñado, sin embargo, de presagios y resonancias órficas que giran en torno a unos cuantos símbolos —árbol, casa, agua— en perfecta comunión con la naturaleza centroamericana —«papayuelo», «hicaco», «urapanes»—. Mediante la recurrencia de estos motivos e imágenes y el hábil manejo del ritmo —respirado, fluido— se consigue una fusión natural de lo prosaico y lo trascendente, lo tangible y lo indecible, que conduce, en ese décalage, a momentos de gran plenitud, casi epifánicos. Así, se combinan vocablos «nobles» o elevados, «prestigiosos» —tiempo, infancia, muerte, poema, origen— con otros cotidianos, elementales —pan caliente, pelota elástica, fútbol—, en lo que constituye un canto inconcluso, solitario, al perpetuo misterio de la vida y sus ciclos.

La evocación y cierta tonalidad sacra predominan y marcan, como ya se señaló, los contornos del poemario arrastrando al lector, conduciéndolo a ese paisaje personal, refugio mítico («lejano allá de copas y vida vegetal») en un intento infructuoso, vago y fragmentario como los árboles de Montejo, de bosquejar o decir la vida y la muerte, de conocer lo inefable. La poesía es, así, una forma de transformar en palabras las voces que emergen de la tierra y del pasado. «Hablan poco los árboles, se sabe. / Pasan la vida entera meditando / y moviendo sus ramas» decía el poema de Montejo. «Pero los árboles aún cantan, / cantan aún en mis palabras / cuando en ellas busco la arboleda primera» replica el último poema incluido en la sección «Árbol del mundo» de Roa Delgado. Desde la sinestesia, el juego de las correspondencias con la naturaleza y la analogía, entramos en un universo íntimo, extrañamente colombiano, extrañamente familiar donde, simplemente el esfuerzo por reproducir el recuerdo, lo hace vívido, real, presente. Con conciencia y lucidez de orfebre se confía en el lenguaje como ordenador e iluminador del mundo —la página y la memoria como haz y envés de la hoja de lo real— y la voz poética —agua, fragmento— indaga, con denuedo, en las raíces, en «el árbol de la vida» para «hacerlo cantar».

Es, también y sobre todo, «Árbol del mundo», un sutil homenaje filial que trae a la memoria el intento de preservar, simbólicamente, el espíritu del padre por parte de Simone, niña protagonista de la película El árbol de Julie Bertucelli (2010). De forma semejante, esta primera parte del libro constituye una tentativa de búsqueda del origen, un ensayo de genealogía propia a partir de la carne, del mar, de la roca, hechas lenguaje. Vista, tacto, oído se conjugan para detener, preservar, inmortalizar el recuerdo del padre —su música de domingo, su sonrisa, sus manos— y hasta cierto punto sacralizarlo —«el reposo de tu cuerpo en el aire», «cúpula fija»—, aunque se sepa que la tarea es vana porque la memoria —el lenguaje con el que se construye la memoria— sigue siendo «cifra, inventario de lo quebrado».

La segunda sección del libro —«Yo me pregunto si la noche lenta»— abre sin cerrar, sugiere desde esa frase sin terminar, inconclusa como la misma memoria, trunca como el pasado, abrupta como la llegada de la muerte («Entonces vino la noche hasta la orilla de la vida»). El epígrafe inicial de Lucian Blaga nos remite nuevamente al animismo como apuesta y de la tierra —las raíces firmes y estables de la primera parte— pasamos a una mayor insistencia en el fuego creador. La palabra poética, entonces, se enciende, es «endurecida y templada por el fuego», para decir al hermano. El hermano es fuego —«hijo del sol»—, pero también es «rama breve», noche, agua estancada, es sombra —«palabra confiada a los guijarros»—, y es, sobre todo, «abrazo partido», imagen que se repite y alude a lo incompleto, a la terrible pérdida de la otra mitad, lo que remite indefectiblemente al dolor inmenso de los medios seres del mito platónico, para siempre quebrados, para siempre rotos. La voz poética, como Orfeo, anhela fundirse con la naturaleza toda para compartir su planto; solicita y encuentra, puntualmente, bálsamo para su dolor en destellos fugaces de la memoria, retazos luminosos de un pasado feliz, como la tarde en que aprendió a correr sobre las piedras de los ríos.

El canto elegíaco, con todo, está en suspenso («ocre prolongación / de trabajos nocturnos que no duermen»; «yo tuve que cantar a solas la canción que no / termina»), la noche, espacio pesadillesco, sigue sin terminar, detenida, y los remansos del río continúan siendo misterio y muerte. La imagen, poderosa y surreal, que acompañaba la noticia de la muerte del padre («y ojos púrpura germinan aire adentro») entra ahora en diálogo con la metáfora de la pérdida fraterna en plena juventud, atroz inversión del orden natural de cosas: «ahora no digo noche sino árbol bocabajo / de ramas altas adentro de la tierra». Los hermanos, unidos en su «desnudez» de origen y pertenencia, partes de un mismo cuerpo o «higuera primordial», «atributos» del padre son separados, brutalmente, por la noche y las ramas del árbol, igual que los ojos púrpura cambian las leyes naturales de la física para quejarse de tamaña injusticia. Sin embargo, la clausura de esta parte no es nocturna sino diurna: pareciera que el hermano quedara suspendido en la luz solar, sin tiempo, en una eterna primavera, rodeado por las ninfas del agua, en un fluir infinito.

La tercera parte, que da título al libro, contiene nuevamente la hermética metáfora del impacto o sacudida que la muerte provoca en el sujeto y su dificultad para expresarse desde lo racional. Sin embargo, la evocación de la misma en forma de letanía o plegaria, así como la mención a los «árboles ausentes» se hace ahora desde otro tiempo, otro lugar («la pérgola de otro jardín y otras raíces»). Es también otra la «higuera primordial» —el hijo es ahora padre—, lo que supone savia nueva y alimento de vida. La escritura se vuelve meta—literaria, veta fecunda que continuará en la última sección del poemario, se poda en los textos todo lo superfluo para dejar sólo lo esencial: «la palabra desbroza el campo / de nuestra higuera primordial»: el poema es «remo que tantea la sombra», «bastón de ciego / que oye sólo lo que toca». La dimensión creadora supone, como anunciábamos antes, una indagación en lo oscuro, una aproximación al conocimiento, pero también se revela como catarsis, redención o conjura. Como resultado inmediato, se percibe, por fin, cierta paz, equilibrio interior o sosiego casi místico en el sujeto poético. El lenguaje ha exorcizado los demonios —«hay una luz de amor que me trasciende»— y el espacio vegetal centroamericano, ingobernable y frondoso, se vuelve apacible y armónico «jardín sin sombra». La imagen, apacible y espléndida, de la sonrisa del padre —que ya aparecía en la primera parte— se repite insistentemente («florece una rosa blanca / justo en medio de la noche»). Lo mismo sucede con el hermano, «ciprés ebrio», cuyo «nombre es un vino que nunca duerme». Pero la voz ofrece la quietud del otoño y es «cántaro de tiempo / episodio que borra al fin / tu sangre de los cantos».

«El agua ensimismada» se inicia con la cita de Menandro —«Muere joven aquel que es querido por los dioses»— y gira, se regodea, de forma a veces críptica, a veces más clara y con reflejos lorquianos —«sombra en los labios / y la nieve de su cuerpo en el estanque»; «abismo de la boca»— en la idea de la muerte («La naturalidad con que la muerte nos visita, / vuelve y sube al balcón después de tantos años»; «Con qué levedad el viento / con qué argucia los recuerdos montan en el / viento»). Si el árbol de la vida, que era el padre, abría el libro («¡Bajad del árbol que la cena está servida!»), el árbol de la muerte aparece aquí invirtiendo, nuevamente las leyes naturales («árbol del difunto / hacia adentro crece»). Pese a todo, la «lumbre», la «risa» y el «torrente de su abrazo» tratan de ordenar el mundo oscuro, de conjurar las tinieblas y la palabra «que va y viene por el recuerdo» sigue su ensayo, aunque fallido en último término, de purificación iluminadora, de consuelo. En efecto, en esta última parte del libro la «oscura búsqueda del poema», hilvana los textos y se sabe de antemano fracasada, incompleta, incomunicable: «la palabra total que se dice / cuando nunca termina de decirse», esto es, «la palabra hace casa» pero, finalmente se convierte, a la manera mística, en balbuceo, en indecibilidad, en inexpresable ejercicio de decir la pérdida. El otro lado de lo real nunca podrá ser más que vislumbrado o intuido por la poesía pero la lira seguirá sonando, los árboles seguirán conmoviéndose.
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* María José Bruña Bragado es Doctora en Literatura Española e Hispanoamericana por la Universidad de Salamanca. Se interesa por los Estudios Postcoloniales, la Estética de la Recepción y el Género como aproximaciones teóricas al ámbito poético y narrativo hispanoamericano. Ha realizado labores de investigación y docencia en Brown University, la Université Paris 8, University of Pennsylvania y l’Université de Neuchâtel. En la actualidad es Profesora en la Universidad de Salamanca. Ha publicado dos libros sobre la poetisa uruguaya Delmira Agustini, una treintena de artículos a propósito de escritura neobarroca (Sarduy, Perlongher, di Giorgio), poesía de entresiglos (Agustini, Vivien, Rachilde) y narrativa hispanoamericana del siglo XX (de la Parra, Bombal, Fuentes, Bolaño). Acaba de publicar, como coordinadora, junto a la profesora Valentina Litvan, una antología titulada Austero desorden. Voces de la poesía uruguaya reciente.

El presente artículo es un comentario a «Existe algún lugar en donde nadie» de Juan Pablo Roa Delgado, Palma de Mallorca, Lleonard Muntaner Editor, 2011, 116 págs.

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