Literatura Cronopio

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Sinesteban

SIN ESTEBAN

Por Jaime Orrego*

Los primeros días no fueron tan difíciles como lo esperaba. Nosotros veníamos a los Estados Unidos de vacaciones cada año. Visitábamos a unos amigos de mi papá en Ohio, luego conducíamos hasta Illinois, y desde Chicago volábamos de vuelta a Medellín. Era siempre lo mismo. Aunque las primeras veces disfruté mucho este viaje, después de un tiempo comencé a odiarlo. Esteban y yo siempre nos preguntábamos por qué no podíamos variarlo un poco; ir a Nueva York, Washington, Boston, no sé… otras ciudades, pero era imposible que mi papá cambiara su rutina, su nostalgia.

Yo llegué una noche calurosa en los primeros días de agosto. Llegué a Bloomington solo, sin Esteban. Me estaban esperando unos amigos de mi papá en el aeropuerto. Fue muy poco lo que hablamos esa noche, creo que ellos se sentían más incómodos que yo con mi situación. Al día siguiente, aunque cansado, me levanté temprano y Carol me estaba preparando un desayuno. Sé que se estaban esforzando al máximo por hacerme sentir como en familia. Luego, James me llevó a la universidad para entrevistarme con el decano de la facultad de ingeniería. Carol y James fueron compañeros de mi papá en su doctorado en Illinois State University. Ella era directora de una de las escuelas locales, mientras que James era profesor en una universidad privada del pueblo. Debo admitir que la conversación con el decano fue agradable y, con la ayuda de su asistente, logramos organizar un horario de clases que me hiciera medianamente feliz. Después hicimos un pequeño recorrido por el campus y terminamos en una de las cafeterías almorzando. Hablamos de muchas cosas, excepto de Esteban.

Las primeras semanas, por la novedad, no fueron tan difíciles. Aunque las clases no eran aburridas, yo andaba pensando más en Medellín, en mis padres, en mis amigos y en Esteban. La nostalgia iba aumentando a medida que pasaban los días. Una noche le dije a mi papá que me gustaría visitarlos, así fuera solo un fin de semana. Él, aunque de buenas maneras, fue muy rotundo al decirme que esa no era una posibilidad. Me pidió que entendiera que era por mi propia seguridad y la de la familia. Esa noche, después de la conversación, quedé devastado.

La situación era cada vez más inmanejable, lloraba por las noches tratando de no ser escuchado por James y Carol. Aunque se me había prohibido, comencé a escribir e–mails a mis amigos en Medellín. Quería tener algún contacto con ellos. Por seguridad nunca les dije dónde estaba, pero sí quería saber sobre ellos y lo que podría haber sido mi vida. Estos e–mails, junto con los periódicos que leía en Internet, se convirtieron en el único punto de contacto que me quedaba con mi vida anterior, con mi cultura. Pasaba más tiempo frente al computador escribiendo o leyendo que estudiando para mis clases, lo que complicó más las cosas porque mi reporte de notas de mitad del semestre fue desastroso. Mis padres no recibieron la noticia de muy buena manera, pero no me recriminaron tampoco. Me pidieron que me enfocara en mis clases, que las usara como una manera de escapar de la difícil situación por la que estábamos pasando todos en la familia.

Aunque es más fácil decirlo que aplicarlo hice un gran esfuerzo, y la semana siguiente comencé a estar más atento en mis clases. En una de ellas nos asignaron un artículo en The New Yorker, donde posteriormente encontré un reportaje sobre mecánica cuántica, y me interesé especialmente en la interpretación de los universos múltiples de Hugh Everett. Este físico norteamericano decía que cada vez que hay más de una posibilidad de que algo ocurra, todas estas posibilidades suceden en diferentes universos. Esto significa que si Everett no estaba equivocado, habría un universo paralelo en el que yo aun vivía en Colombia, y otro que es el que tengo ahora, en Bloomington. Este descubrimiento, indirectamente, revivió mis ansias de estudiar. Quería saber más sobre esta teoría y, en especial, la manera de viajar hacia los diferentes universos. Cuando expresé mi interés en la física cuántica, James me llevó donde su amigo el doctor Archibald Lloyd, una persona muy diferente a como uno se imagina a un profesor de física. Mis reuniones con Lloyd (como me pidió que lo llamara) se hicieron cada vez más frecuentes, y después de mucho pensarlo le dije que quería viajar al universo en donde yo aún vivía en Medellín. Inicialmente él fue muy escéptico, pero ante mi insistencia me dijo que lo iba a pensar. Yo continué investigando por mi cuenta y encontré un artículo en una revista uruguaya que explicaba, en detalle, los diferentes tipos de portales dimensionales existentes, aunque se centraba en los portales naturales y los artificiales.

El artículo explicaba que los naturales son aquellos portales formados, en su mayoría, de un accidente entre los mundos que conecta. El portal natural más conocido es el «Triángulo de las Bermudas», el cual corresponde a un área de más de un millón de kilómetros cuadrados formado por Puerto Rico, Florida y Bermudas. Aunque críticos han argumentado que las «desapariciones» de aviones y barcos en esta región se deben a los constantes cambios climáticos en el Caribe, no puede desconocerse que muchas de estas desapariciones no se asemejan en nada a las acontecidas por tormentas en otras regiones del planeta. Estos portales, al ser accidentes, son impredecibles y, por lo tanto, son usados en un sólo sentido. El autor del artículo, un hombre de apellido Flotta, recomendaba que evitáramos al máximo este tipo de portales, ya que no podríamos controlar nuestra manera de viajar y, muy probablemente, quedaríamos atrapados en el otro universo. Los portales artificiales eran aquellos formados y destruidos por seres humanos con experiencia en los viajes dimensionales. Flotta señalaba que nosotros teníamos más control, en su gran mayoría, sobre este tipo de portales, y por este motivo eran usados para hacer viajes de ida y vuelta.

Con este artículo en mano, fui a la oficina de Lloyd y le dije que tenía que ayudarme, que yo tenía que viajar a Medellín, aunque fuera a un universo alternativo, y que si él no me ayudaba yo crearía el portal para llegar allí solo. Un poco agitado, Lloyd me pidió que me calmara, que yo necesitaba entender los riesgos que se corrían al hacer viajes dimensionales, me dijo que necesitaría un par de días para hacer los cálculos necesarios y así tener un margen de error muy pequeño. Esa noche hablé con mis papás y notaron mi alegría. Asumieron que me estaba acoplando a mi nueva vida, por lo que me supongo no mencionaron a Esteban en ningún momento.

Llegué al laboratorio en el sótano de su casa a las ocho de la mañana. Mi viaje estaba planeado para las nueve, pero estaba tan ansioso que no podía esperar. Digité el número en la puerta de acceso y luego me puse a observar los instrumentos que Lloyd tenía dispuestos para crear el portal. La noche anterior le había traído unos objetos que me conectaban con mi pasado, y servirían para la creación del portal. Yo no había traído nada para el viaje. Decidí, por agüero, usar la misma ropa que tenía la última vez que vi a Esteban. Como era mi primer viaje, acordamos que sería solo por cuatro horas, pero si en algún momento me sentía en peligro, tenía un dispositivo que, al activarlo, le permitiría a Lloyd traerme de vuelta a esta realidad.

A las nueve de la mañana activamos el portal, que al acercarme me succionó sin yo esperármelo y me transportó a una velocidad similar a la que se siente cuando se sube en las montañas rusas. Se sentía un olor a metal, y aunque Lloyd me pidió que mantuviera los ojos cerrados, los abrí y pude ver túneles de diferentes colores que se conectaban con otros, y estos a su vez con otros más. Muy a lo lejos pude ver ciudades. Sentí un gran pánico, por lo que decidí seguir el consejo y cerrar los ojos. Después de unos treinta segundos fui expulsado en un barrio de Medellín. No había nadie en las calles, pero se sentía ruido en las casas. Me paré rápidamente y caminé hacia una esquina donde pudiera identificar la calle en la cual me encontraba. Me dolían las piernas y tenía unas náuseas enormes. Me tuve que sentar porque sentía como si mi cabeza fuera a explotar, y comencé a tener escalofríos. Pensé que había sido una mala idea viajar sin haberme preparado mejor, y me disponía a activar el dispositivo cuando mis nauseas me hicieron correr a un lugar escondido donde pude vomitar. Caminé a una tienda de barrio donde compré una botella de agua fría e hice ejercicios de respiración que me permitieron dejar mi ansiedad de lado. Después de calmarme, me di cuenta de que estaba en el barrio donde había vivido gran parte de mi adolescencia.

Me paré en frente de la casa donde vivimos por cerca de ocho años. Tenía diferentes niveles, un garaje con puerta automática (lo que fue toda una novedad en la época), tenía un zarzo (en el cual creamos leyendas de monstruos que dormían allí durante el día y salían durante la noche), y un patio gigante (para mi edad), que se convertiría, por años, en una cancha de fútbol. Recordé los partidos jugados con primos y amigos. Luego, mi papá hizo construir un asador, donde cocinábamos casi todos los sábados, y hasta me acuerdo que mi mamá pintó chorizos, chuzos, carnes, arepas y, para nuestra dicha, les puso precio a cada uno de ellos. Este asador se convirtió en una de las porterías de nuestra idealizada cancha de fútbol. Esta casa también tenía una pajarera, que luego se transformaría en una casa de muñecas, y durante los diciembres sería el lugar donde armábamos el pesebre. Este crecía cada año más, pues siempre agregábamos más cosas. Mi papá nos llevaba al centro a comprar pequeñas casas, pastores, animales y musgo. Después de tenerlo armado, nos levantábamos cada mañana para ver cómo San José y la virgen María avanzaban mágicamente —o por cosas de Dios, como decía mi abuela— para llegar el veinticuatro de diciembre a ese establo que habíamos armado en una montaña de cajas, donde un buey y una mula esperaban el nacimiento del niño Jesús.

Dejamos la casa por motivos de seguridad. Un domingo por la tarde se intentaron entrar los ladrones, y sin importar las rejas que se pusieron a la entrada. Nos mudamos a un apartamento más pequeño, con menos cuartos y sin una cancha de fútbol. Cuando me era posible, siempre intentaba pasar por la casa y tratar de revivir todas aquellas memorias que tenía guardadas en mi alma.

Esta vez, con desconcierto, me di cuenta de que este lugar ya no era una casa, sino un almacén de muebles. En la transformación de casa a almacén, tumbaron algunos de los muros que daban a la calle y pusieron vidrios que permiten ver no sólo los muebles, sino el interior de algunos de los cuartos.

Seguí caminando hacia la universidad donde estudiábamos Esteban y yo. Al acercarme, traté de quedarme a cierta distancia para evitar encontrarme con mi otro yo y no crear confusiones con mis amigos en esta realidad. Me quedé tomando un refresco en una cafetería desde donde podía ver la entrada a la universidad. Miré el dispositivo y apenas llevaba media hora en esta realidad. Mientras esperaba no sé qué, me puse a pensar en lo diferente que era mi vida ahora; en cómo había cambiado en unos pocos meses, en cómo iba formando otro mundo lejos de la ciudad, los amigos y los familiares que me habían visto crecer. También recordé cómo mi viaje a Bloomington fue organizado en cuestión de días. Después de lo de Esteban, mi papá se reunió con la policía, con algunos familiares, y se decidió que lo mejor era que abandonáramos el país. Mi mamá se quiso quedar con mi papá para apoyarlo cuando comenzaran las negociaciones. Fue así como yo terminé viajando solo.

Mis pensamientos fueron interrumpidos cuando escuché mi nombre. No podía entender cómo alguien podía reconocerme. Al mirar, con estupor, me di cuenta de que era Esteban con su novia Lina. Ambos, desde el otro lado de la calle, me llamaban para que me uniera a ellos. Mis piernas me temblaban tanto de emoción como de temor, no esperaba encontrármelos en esta realidad. Los saludé tímidamente mientras me levantaba y, con alegría de volver a verlos, caminaba lentamente hacia ellos. Mientras lo hacía comenzó una gran algarabía. Alguien le gritaba a Esteban, con una voz bastante familiar, que tuviera cuidado, que corriera. Busqué esa voz y encontré a mi otro yo. Volví mi mirada hacia Esteban, quien corría perseguido por dos hombres que tenían armas de fuego, cuando lo alcanzaron empujaron a un lado a Lina y trataron de forzarlo a caminar con ellos. Los gritos de mi otro yo al ver cómo mi hermano se defendía, me tenían paralizado. No podía creer que había viajado a otra realidad para revivir el secuestro de mi hermano. Saqué el dispositivo que me había dado Lloyd y mientras observaba cómo golpeaban a Esteban y lo metían en un taxi que los estaba esperando en la calle, presioné el botón que me devolvió a mi realidad.

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* Jaime Orrego es profesor de español y literatura latinoamericana en Saint Anselm College en Manchester (New Hampshire, USA). Es Ingeniero Industrial de la Universidad Javeriana de Bogotá (1999) y Ph.D. en literatura de la Universidad de Iowa (2008). Ha escrito numerosos cuentos, artículos y entrevistas publicados en diversas revistas especializadas en Colombia y los Estados Unidos. Su narrativa, utilizando mayoritariamente los recursos estilísticos de la ciencia ficción, trata el tema de la realidad colombiana de los últimos años, sin restarle por ello el dramatismo a una época violenta y hostil que marcara profundamente su infancia y adolescencia. Además de la creación literaria, también se dedica a la labor investigativa, enfocándose principalmente en la violencia colombiana desde el período de la independencia (principios del s. XIX). Este año 2012 se encuentra terminando un libro sobre la otredad en la obra de Manuel Mejía Vallejo, tema en el que se centró su tesis doctoral en la Universidad de Iowa.

El presente relato hace parte de su libro «El destino es el regreso», publicado por Sílaba Editores.

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