Escritor del Mes Cronopio

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Abril

ABRIL

Por Mónica Flores Correa*

El ladrón en patines rehabilitó mi cumpleaños. No cabe duda. Fue mejor que si para celebrármelo los padres ricos de Kaitlyn me hubiesen invitado a un safari en África; mejor que si Shannon hubiese vuelto a casa y dejara de ser mi mal ejemplo; mejor, bueno no mejor, igual casi a que ocurriese el maldito milagro y papá se acordara de nuestros nombres y nos fuéramos, como antes, a pescar con Bill Mac Naughton en su bote blanco donde sólo cabíamos nosotros tres, los pescados y dos cajas de cerveza. Incluso esto digo: fue mejor que si me hubiese ganado una gran copa de campeón de ajedrez y después de semejante triunfo nadie pudiera volver a burlarse del día en que nací. No fue mejor, imposible que lo fuera, que aquella noche del último verano en la casa de Mary Crimson, cuando Jamie, mi adorada Jamie, bailó conmigo una pieza, el pelo suelto oliendo a rosas y a limón. «Con el hermano pequeño de mi amiga Shannon». No me importó que me llamara pequeño, igual fui feliz.

(…)

Sí, el tipo en patines rehabilitó mi cumpleaños. Diciendo esto tengo oportunidad de usar la palabra «rehabilitar» de la que la señorita Mac Kenna abusa en Ciencias Sociales al hablarnos de las drogas y, sobre todo, del alcohol, por historias que se cuentan acerca de algunos padres, supongo. En realidad no supongo, estoy seguro.

El año próximo, cuando Rob abra la boca para burlarse con el sonsonete: «Cachetón cumple años en el Día del Inocente. No podría ser de otra forma, el muy estúpido», se la cerraré con esta respuesta: «Pero yo soy el único que en su cumpleaños habló con un ladrón», lo cual será como un puñetazo inesperado. También podría aturullarlo refregándole: «soy el único que en su cumpleaños recibió un regalo de un ladrón» o, peor aún, «soy el que se dio cuenta de que era un ladrón» y sé que lo dejaría tieso. Probablemente insistiría un poco con lo de «nació en el Día del Inocente porque es muy bobo» etcétera, para no dar el brazo a torcer, pero lo haría sin convicción y la burla se le iría debilitando, las palabras adelgazando hasta quedarse mudo. Ya le veo la cara de pasmo que pondría, los párpados caídos de lirón, su estúpida nariz con orificios grandes, abismos de mocos.

Claro está que en el caso de la declaración sobre el regalo del tipo, me causaría problemas con la señorita Francis y la señorita Highsmith y todas, todas las hermanas. Vendrían más preguntas y explicaciones y confesiones y probables castigos, así que me limitaré a arrinconarlo con lo de la conversación con el negro y el pobre tarado tendrá que callarse como si le estuviese contando que charlé con el Corazón de Jesús. Las profesoras ahora están diciendo que vieron al tipo y que desconfiaron, y que no hablaron porque no hablaron.

Nadie explica el motivo de ese ataque de cortedad. Habrán caído presas de su sonrisa, un hechizo que les impidió gritar, pedir auxilio, lo que se hace en estos casos. De todos modos, que la señorita Maddox no me venga con la historia de que se había dado cuenta de algo cuando el ladrón en retirada le pidió instrucciones para encontrar la salida y ella lo acompañó gentilmente a la puerta. Por favor… El negro decidió que era una boba sin remedio y le tomó despiadadamente el tiempo. A saber, fui el único que se avivó, lo que no me hace mejor pero me hace distinto y de todos modos no me puedo jactar pues a las maestras y a las hermanas no les gusta que les digan tontas, comprensiblemente, y en lo que se refiere a los probables castigos, mi silencio es prudente, meramente prudente.

La señorita Highsmith ha dado a entender que la cosa no fue tan grave. «Fiel a su estilo de adornar y cambiar la realidad», le escuché a la señorita Conti decirle a la señorita Hernández. La señorita Hernández revoleó los ojos. Me daba la espalda y yo no le vi el gesto pero estoy seguro que revoleó los ojos color de hojas mustias y contestó: «Vaya con el plan de seguridad para protegernos de asesinos y otros sujetos peligrosos». Se rieron…

Por lo tanto, si no logro cerrarle la boca al asqueroso Rob con lo de la conversación con el ladrón, se la cerraré a golpes. Es una decisión tomada. Ayer iba a levantarme, listo para el puñetazo que habría sido limpio, certero, digno de Oscar de la Hoya, si la señorita Hernández no me hubiera parado con la mirada. Debe haber escuchado pues le ordenó a Rob que se callara y a mí me pidió el plural de la palabra «borrador». Me equivoqué, dije cualquier cosa, pronuncié mal esas malditas palabras en español con esas ‘eres’. Como siempre que no sabemos, la señorita la llamó a Diane, para que diese la respuesta acertada. Después de que mi compañera dijo lo que correspondía sin equivocarse y frunciendo el entrecejo —me gusta la vocecita clara de Diane— la señorita Hernández, insistente y a la caza, volvió a mirarme. «¿Por qué el plural es con ‘es’ y no con ‘s’ sola? —me interrogó con el aire triunfal de quien exhibe un conejo recién fusilado. «¡Mujer! —hubiese dicho papá, con esa manera suya que me encantaba de dirigirse a mamá y a Shannon cuando hablaban insensateces— ¡mujer! si digo ‘borradors’ es que no tengo la menor idea de por qué hay plurales con más letras. ¡Simple y pura lógica, mujer!». Y recuerdo que una vez para subrayar lo que decía, papá golpeó con el tenedor una copa que había en la mesa y ese ritmo me sonó a la música simple y pura de la lógica.

Sin decirle «mujer» ni hablarle de lógica, repetí que no tenía la menor idea y la profesora puso esa cara de sufrida y perdonadora que pone cuando comprueba nuestra ignorancia extrema y regresó a Diane que brindó la respuesta perfecta.

Sentí que admiraba a la señorita Hernández con sus ojos verdes apagados y que la detestaba. Me ocurre lo mismo con papá a quien admiro y detesto. Fue mamá la que me enseñó que se puede admirar y detestar al mismo tiempo. Ocurre, parece, frecuentemente con los próceres. «A Abraham Lincoln lo admiro y lo detesto —dijo mamá exhalando humo y entrecerrando los ojos, señal de que está pensando fuerte— Lo admiro porque logró que los yankees ganaran la guerra, les propinó una paliza a esos sureños petimetres y les dio la libertad a los negros, lo que ayudó a arruinar a los sureños. Todo eso estuvo bien. Y lo detesto porque con Abraham Lincoln —mamá llama a la gente por su nombre y apellido, vivos y muertos— empezó todo. El plantó la semilla para que los negros se persuadieran más tarde de que podían vivir en barrios blancos. Lo llaman integración pero se olvidan de que no fueron invitados. Sean Crofton —me dice— no repitas esto fuera de casa pero es así, indudablemente así».

A papá lo admiro porque todavía puede cantar con su bella voz «Danny boy» —y hacerla lagrimear a mamá y a mí ponerme triste, no sé, pensando en Shannon que nos abandonó en un ataque de hartazgo como el que yo tengo con Rob, pensando en el fin del verano, esa especie de tristeza que no es la de domingo, sino la de la playa al anochecer, tantas gaviotas solas y los últimos visitantes del verano solos también resistiéndose a partir— Y lo detesto, detesto a papá porque ya no puede jugar al ajedrez y me suplica de una manera que me da vergüenza, «una partidita, compañero, por favor».

Yo le digo que es imposible, que él no se acuerda de nada. Se ríe, siguen las súplicas, y entonces le hago el gusto, pongo el tablero y en cuanto come dos o tres piezas, proclama ‘gané, gané’ o se queda dormido, así sin más, y luego se despierta y no me reconoce. Yo paciente delante del tablero aguardo la inevitable pregunta de quién soy. Soy Sean, tu hijo Sean —digo, y el otro día de rabia, tiré el tablero al suelo y mamá me llamó cruel, mezquino, mal hijo. Si en un ataque de rabia, en cambio, él tira el tablero cuando quiere explicarme cómo ganó la jugada y no encuentra las palabras y dice torre por peón, alfil por reina, mamá lo disculpa. Si tira los frasquitos del baño, también lo perdona. Papá está enfermo, dice. Jamás aclara cuál es la enfermedad. A la tía Ellen le susurra siempre lo mismo, que es muy joven para estar así, que es una gran desgracia.

Yo estoy en séptimo grado, también soy joven y cuando uno es joven no debiera tener un padre que llama reina o alfil a una torre. En casa nadie da explicaciones de lo que pasa con papá y tengo la impresión de que mamá entiende muy poco de todo y la tía Ellen aún menos. Lo que se entiende, mucho o poco, no se habla con voz normal sino que se susurra. Las mujeres dicen lo que dicen en un bisbiseo irritante. La tía Ellen enarca las cejas, suspira y baja aún más la voz. Su hija Brigid hace lo mismo, creo que sabe que me molesta, y cuando concluye la murmuración larga unas carcajadas que se escuchan en el Polo. Un día le dije: prima Brigid, tus carcajadas molestan a los pingüinos. Se quedó, mirándome sin entender. Brigid no es muy inteligente.

(…)

Después de haberme atormentado con los plurales la señorita me dio un beso por mi cumpleaños. Mis compañeros aplaudieron. Me puse serio, como si no me gustase, y dije gracias. Mentira, los varones somos serios y tenemos que aparentar que los besos no nos interesan, inclusive pasarnos la mano por la cara, pura farsa… Me gustó tanto que me puse a dibujar un robot con el libro de ciencia abierto de par en par y la señorita se dio cuenta, me preguntó por mi libro de texto, le dije que no lo tenía y sepulté el robot debajo del cuaderno. Ella puso otra vez esa cara que le sale bien de sufrida y perdonadora.

La señorita Francis se asomó a la puerta de la clase, con su pelo corto colorado y esa forma de moverse con pasos cortitos y de hacer gestos cortitos con los brazos, para lamentar nuestra conducta y advertir que la visita al jardín botánico se cancelaría si esta semana no demostramos firme propósito de enmienda. Repitió por vez mil doscientos treinta y ocho que nuestra clase tiene mala reputación y que nuestra fama a ella le pesa especialmente porque es la directora del programa de la escuela intermedia. Hubo ese silencio dramático que sigue a los retos y a las amenazas.

Las dos profesoras se fueron a charlar al corredor, justo frente a la puerta del aula. Desde allí me observaron, siguieron hablando y yo, que había escondido el robot, lo desenterré y le agregué una cornamenta de alce por antenas.

Olivia, que volvía del baño, se inclinó a recoger una pelotita de papel en la puerta, ésas con mensajes idiotas. «Yo no soy la amante de Andrew», por ejemplo, nota que Alexandra le arroja a Erin. Estaba a punto de arrojarla de nuevo, cuando la voz de la señorita Hernández la agarró del cuello y le hizo tirar la pelotita en el canasto. Olivia se sentó y se levantó inmediatamente, se aproximó y me cuchicheó: «La señorita Francis le está diciendo que tu casa está muy desordenada por la enfermedad de tu papá». Hundí el robot en una tormenta de humo, borroneándolo con trazos negros.

Los chicos se burlan de las cejas de Olivia. Nunca de su cara redonda ni de su boca grande. «Exactamente igual, esta nena a la Olivia de Popeye, vaya coincidencia», se rió mamá una tarde que Olivia vino con Alexandra a estudiar. Estábamos con papá que por una vez entendió y los tres nos reímos. Nunca se lo he dicho a los otros chicos, lo de la Olivia de Popeye y lo de nuestra Olivia con sus cejas. Pero sé que vendrá el día en que las palabras se me escapen por pura maldad o de puro aburrido y ése no será un buen día para Cejas.

(…)

«Sean, quiero que mañana, en vez de excusas traiga el libro. ¡Sin negociaciones!», me dijo la señorita Hernández de nuevo en la clase, moviendo el índice de dictar cátedra, como decía mi hermana Shannon, mi mal ejemplo, y me sacó la hoja con el robot derrumbado en el humo. Lo oí agonizar haciendo un ruido de latas triste. Entonces tocó el timbre y la señorita Hernández rezongó que no le quedaba tiempo para enseñar el tema del día porque se pasaba toda la clase retándonos. Quizás mañana tome prueba, dijo, aunque cuando dice quizás, en una escala de uno a diez hay una posibilidad cero de que la tome.

Sólo la mitad de la clase oyó lo que decía, porque la otra mitad había desaparecido después de apelotonarse en la puerta y salir a empujón limpio.

Recogí mis útiles despacio, con una de esas desazones de domingo aunque recién era martes. Gregory me preguntó si me esperaba y le dije bueno, no demasiado convencido. Mi amigo leal salió al corredor a esperarme silbando y dedicándose a mirar el techo del que no se halla demasiado lejos. Gregory es alto. Es decir, alto alto. Demasiado alto, sentenció mamá un día. Me pregunto por qué se siente obligada a darnos sus comentarios y por qué le prestamos atención. Mamá dice que Shannon nunca la escuchaba y así le fue. Es decir, pensando en Shannon a quien echaron de dos escuelas y que finalmente decidió dejar de estudiar y luego dejar a la familia y que cuando ha bebido un par de cervezas —yo la conozco a Shannon— y está, digamos, de buen humor, llama y pide hablar con papá; pensando en Shannon, en su pelo rojizo y en los ojos oroverde, linda Shannon, irlandesa peleadora, triste Shannon; recordando su mal ejemplo, uno opta por prestarle atención a mamá, oír su letanía de rezongos y reflexiones y críticas y críticas, como que Gregory es un gigante. ¡A quién le importa, realmente! A Gregory en todo caso y a nadie más.

Intentando rehabilitarme, le dije a la señorita Hernández que sentía lo de no haber traído el libro. Ella escribía verbos con tiza amarilla en el pizarrón para la clase siguiente y no me hizo caso. Me volvió a felicitar por mi cumpleaños, sumando ridículo a mi desolación. A mí y a Greg que esperaba apoyado en el marco de la puerta, más a él que a mí, nos pidió que le recordásemos a los chicos que íbamos a ensayar la prueba de seguridad. La que hacemos desde que hay tipos de afuera o chicos en las mismas escuelas que vienen con fusiles y metralletas a matar estudiantes y maestros. Hablando de ridículo, esos ejercicios son peores más grotescos que haber nacido en el Día de los Inocentes. La directora Highsmith nos alerta con una contraseña por los altavoces para darnos a entender que tenemos un extraño en el edificio, la señorita Hernández o la maestra que esté dando clase en ese momento corre a echar cerrojo a la puerta del aula y nosotros nos tiramos debajo de los pupitres. La señorita Hernández también se esconde debajo de su escritorio y todos esperamos hasta que oímos la segunda consigna de la directora, que en el ínterin ha verificado en los tres pisos que las aulas están cerradas, indicando que la prueba terminó. No quieren que nos riamos, la señorita Highsmith y la señorita Francis y la señorita Hernández, y se enojan las tres y nosotros nos reímos igual, por los nervios o no sé qué, y porque Jonathan con su gordura y Greg con su altura no caben debajo de los bancos. Por esta razón, la profesora quiere ensayar, para que podamos controlar los ataques de risa y no nos dejen de nuevo después de hora, y para decidir qué hace con los gordos y los altos que sobresalen de los pupitres.

Gregory emprendió inmediatamente la misión de avisar sobre el ensayo. Se lo dijo a Roger que estaba en el corredor. El lento y extraño Roger, rezagado desde ya y parloteando sobre sapos desde ya. Roger asintió y siguió hablando de abusar sapos. La senorita Mac Kenna iba en dirección a la biblioteca y recibió la queja de Gregory.

—Habla de sapos todo el tiempo. Roger, eres un tipo enfermo.

La señorita no se impresionó. Pasó a nuestro lado, erguida como una estaca ya que no tiene centímetros para regalar y enarcó las cejas que, como tiene una frente breve, se fueron a unir con la raíz del pelo, dejando un cinturón fino de frente, una vincha de carne.

Caminamos hacia la cafetería, hacia las papas fritas y los pretzels gigantes como ruedas desinfladas y enlazadas, hacia los pedacitos de pollo frito. Atrás, Roger nos seguía y decía a propósito, para impresionarnos: «no lo puedo evitar, me gusta matar sapos, reventarles las barrigas húmedas, verles las tripas».

A mí se me había despertado un hambre de tiranosaurio, tanto que casi ni saludo a la señorita Waxman quien sentada en el hall se suponía que vigilaba que las chicas no fuesen a fumar o a hablar por teléfono al baño y que estaba muy enfrascada en la lectura de una receta de cocina en el Post.

«¿Cuánto me saqué en la prueba de fracciones?», le preguntó Gregory. La señorita dijo que no había corregido los exámenes y siguió leyendo el Post. Nicole que iba al baño dijo «hola, señorita Waxman», y nos dijo que la señorita Francis, siempre presente en nuestros almuerzos, había preguntado enojada por nosotros dos, lo cual podía ser una mentira de Nicole que es horriblemente mentirosa o una gran verdad, ya que la señorita Francis se pone furiosísima por cualquier cosa.

Luego quedó la duda de si había sido Sue, creo que se llama así, la primera en ver al negro. En cualquier caso, fue una de esas chicas grandes, con piernas largas largas largas que me hacen soñar despierto. Sueños que al padre Ryan le resumo en dos palabras, ‘malos pensamientos’, a Dios gracias, una fórmula práctica para no entrar en detalles y ser perdonado y ser bueno de nuevo. Jamie no tiene piernas largas pero sus pantorrillas son doradas y abultaditas como panes italianos. Me gusta tanto con sus ojos azules centelleantes, azul del mar bajo el sol, que evito tener malos pensamientos con ella para que nada la manche. A nadie le hablo de Jamie, ni siquiera a Greg. La protejo de mi propio palabrerío, aunque sólo sea, ya que no puedo protegerla de la charlatanería de los otros.

(…)

«Señorita Waxman, ¿vio a ese tipo en patines?», dijo Sue u otra de las chicas grandes. La señorita dice que oyó y no escuchó y que definitivamente nada vio. Contestaba los saludos de Diane, Olivia y Allison que trotaban al baño con esa suave sonrisa suya de persona que no esta demasiado aquí, sonrisa de mi papá podría decirse.

Yo también oí sin oír y sin ver.

(…)

Mientras hacíamos la cola esperando que nos atendiese la mujer que lleva un pañuelo atado a la cabeza invierno y verano y que cuenta los centavos como si fuesen de oro, Gregory me preguntó si había comido alguna vez caracoles. No, qué asco. Quiso saber si por un millón de dólares, yo estaría dispuesto a comer bifes de ballenas como los japoneses o sesos de mono como en Malasia los malayos, directamente de la cabeza abierta del mono vivo.

Tuve que interrumpir allí la conversación; no por asco sino porque me había dejado el dinero para el almuerzo en la mochila y debía volver al tercer piso. En realidad, era indispensable convencer primero a la señorita Francis de que me dejara subir al aula, algo que está terminantemente prohibido durante el almuerzo.
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