Periodismo Cronopio

0
394

Rio

SE DICE RÍO

Por Carla Giraldo Duque*

EL BAQUIANO

«Las nubes viajan con nosotros, nos enseñan el camino,
nos anuncian la borrasca o bien la aurora o el crepúsculo
grumoso; se agrupan caprichosamente, se dispersan o se
condensan. Después de vivir tanto tiempo en la ciudad
me daba cuenta de lo poco que conocía los caminos del
cielo, de las pocas ideas que tenía sobre ello.»
(Diario IV, Verano de 1947. Anais Nin)

Los caminantes que contacté en Envigado, Medellín y Rionegro, conocían algunas rutas antiguas, no la de Juntas. De Nare sólo habían explorado las que llevan a las turísticas Cavernas del Nus. En Marinilla, mi abuelo recordó la calle real que atravesó al municipio, y a los salteños entrando en las noches de sábado por el embalastrado de Tinajas con sus muías cargadas de naranjas, panela y yuca para el mercado dominical. Si alguno de ellos andaba con su encomienda desde Nare o San Carlos, él no lo supo. En El Peñol, antes tierra de arrieros, escuché un par de anécdotas en el asilo, muchas empezaban o terminaban con el dolor de la inundación del pueblo viejo para la construcción de las hidroeléctricas.

Sobre el camino de Juntas siempre recibí un: «lo oí mentar» o «nunca lo oí mentar», nada más. Fue en Guatapé donde encontré al primer hombre que, como caminante, sabía de lo que yo hablaba.

Buscaba un guía para mi propia ruta, Álvaro Idárraga insistía en que nadie se le mediría. Él, profesor jubilado de 57 años, había recorrido en el 2009 junto a un comunicador de San Luis, una antropóloga de Medellín, un pintor aguadeño y un baquiano de San Carlos, parte de ese camino antiguo para montar una exposición sobre el paso del teniente sueco Carl August Gosselman, en 1825, por los pueblos del Oriente Antioqueño. Pero el baquiano que los guió, único hombre que recordaba cómo era esa travesía, había muerto, y Álvaro sólo retenía detalles de lo duro que había sido.

Un caminante siempre tiene que lidiar con sus miedos, y en
ese viaje ese es o fue el pan de cada día, por eso aunque
al principio pensamos en hacer el recorrido completo a pie,
por seguridad y cansancio en algunos tramos lo evitamos. La
primera zozobra fue llegar a El Jordán, ese corregimiento,
así dijeran que no, estaba en poder de los paras, y cuando nos
vieron entrando hacia el quiosco del parque a una mujer y cuatro
hombres con morrales y bastones, se sintió el silencio. Por ser
andantes no nos pasó nada, pero al día siguiente salimos de ahí
en bus. La segunda zozobra apareció después de La Holanda,
al retomar la trocha, pues el baquiano, que llevaba más de cincuenta
años sin andarla, se perdió.

Cuando se dieron cuenta ya estaban agotados, en medio del monte, con rastrojo hasta las rodillas y la absoluta certeza de que cualquier paso era un riesgo, porque en esas serranías, por las deslealtades de la guerra, las minas son una amenaza seria. Sabían que todavía avanzaban sobre territorio de San Carlos, que máximo llevarían una hora perdidos y que no era momento para quejarse. «Pero cuando el camino se embolata uno empieza a cuestionarse. La gente se neurotiza. Yo comencé a leer paisajes y a calcular energías, porque la comida que llevábamos era muy poca.»

Eran más de las tres de la tarde, el desayuno había sido casi nada, y en su fatiga Álvaro vio que de una montaña salía humo, cuando agudizó la vista descubrió una especie de chimenea y divertido imaginó también un castillo. Se dijo: «Sancho, el castillo Sancho, hacia allá hay que ir». Nadie se movió.

Lo siguiente fue el grito de un hombre al que no alcanzaban a ver: «¡Señores van perdidos del camino, la romería de Pio XII no es por aquí!». Venciendo el miedo Álvaro le respondió: «Vamos pa Guatapé, ¿por dónde cogemos?». Y confirmando lo desorientados que estaban, oyeron: «¡Señores, ustedes ni siquiera saben dónde queda eso!». El intercambio de gritos continuó, la voz del hombre se oyó cada vez más cerca y tras unos minutos apareció él, un rubio inmenso, entre las montañas. «Parecía Jesucristo, un campesino bello. Nos sugirió que rodáramos por una falda y ante nuestro miedo juró que estaba limpio, que la semana anterior unos militares habían bajado por ahí». Confiaron, se lanzaron por una ladera y llegaron al pie de un arroyo que Jair Usme les ayudó a pasar.

Al narrarle su aventura, él se rio de semejante ocurrencia, y les aseguró que de no ser porque le estaba dando vuelta a una vaquita y pensó que iban para una fiesta en la vereda Pio XII: o no los habría visto, o no les habría hablado por ser forasteros. Generoso, los invitó a pasar la noche en su casa. «El castillo Sancho, el castillo», era un trapiche. Ahí bebieron para celebrar, se burlaron de ellos mismos, de su miedo, conversaron y parrandearon hasta que las velas que los alumbraban se hicieron chiquitas. Al día siguiente, con ánimos renovados, continuaron bien enrutados hacia Guatapé, y al llegar, aguardiente con aguardiente, brindaron por su viaje.

En medio del frio calador que llegaba esa noche desde la represa, me despedí de Álvaro Idárraga, el caminante de Juntas. Y el sábado 2 de julio de 2011, a las 5 a.m., salí por enésima vez del terminal de buses de Medellín. Tenía que encontrar a mi propio baquiano. Ya había hecho la ruta Medellín–Berrío por Cisneros y Berrío–Nare en chalupa. También la Medellín–Puerto Nare que va directo por toda la autopista y luego toma la destapada. Ese sábado me decidí por la Medellín–San Carlos, para de ahí desplazarme a El Jordán, donde se desarrollaban las Fiestas del Arriero.

El bus arrancó con cupo completo y una mujer de pie rezongando por tener el asiento 32 cuando sólo había 31. Viejo e incómodo; con sillas que no reclinaban, ventanillas que no abrían bien o se atrancaban del todo; de esos en los que con una medio llovizna, con cualquier gallina encostalada, empanada al aire o vomito intempestivo un viaje de siete horas parece insoportable. Un bus común y corriente en tantos pueblos colombianos, en los que la mayoría estamos a salvo de escrúpulos, tenemos buen aguante y «entendemos» que aquí es perfectamente normal que un viaje de 119 km, entre Medellín y San Carlos, dure lo mismo que uno de 409 km entre Medellín y Bogotá. Molestias menores sobre todo para los sancarlitanos, que celebran poder viajar a su pueblo, cuando hasta hace unos años esa misma ruta sólo movilizaba pasajeros en fuga.

Por los derrumbes y trabajos en la vía destapada, llegamos cerca del medio día. Un viacrucis del que muchos decidieron escaparse caminando. Yo, paciente, paciente, me dejé llevar, y ya en el pueblo me senté a tomar Tutti–frutti en un quiosco que le daba la espalda a la plaza principal y miraba de frente las montañas. Era la primera vez que estaba ahí, me conmovió esa geografía encañonada, la certeza de que la ambición por controlar esa vasta riqueza natural fue la causante de tanta violencia. Imaginé la vida campesina en tiempos de paz, ¿hace cuánto?, décadas.

Para el Oriente Antioqueño, después de la violencia bipartidista, el horror regresó —si es que alguna vez se fue— en la década del 70 con la construcción de megaproyectos hidroeléctricos; con los movimientos sociales que se organizaron para defender sus recursos y tierras; con la represión brutal hacia ellos; y con el inicio de la lucha armada por el control de la región.

Donde la tierra era más generosa, donde había más agua y fertilidad, justo ahí, hubo también más espanto. Por eso en San Carlos coincidieron los «actores del conflicto». Primero el ELN y las FARC, luego las Autodefensas del Magdalena Medio y el MAS. En la década del 90, las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá y las AUC. En su afán por acabar con la guerrilla, el Ejército y la Policía también dañaron a la población.

De 25.840 habitantes, 20 mil se desplazaron. Hubo por lo menos 33 masacres, 156 desaparecidos y 78 víctimas de minas antipersonales, según el Grupo de Memoria Histórica de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación. Aunque con tantos años de barbarie, de datos exactos es difícil hablar. Respecto a las minas existe otra cifra, Luis Fernando Pamplona, líder comunitario, lleva el registro de 246 víctimas, 119 civiles, 15 de ellos niños, y 127 militares desde 1978 hasta la actualidad.

Durante muchos años se movieron por esas montañas la pesadez y oscuridad del horror, pero los sancarlitanos fueron valientes, valientes de verdad, y por el vinculo de amor con su tierra, y la necesidad, volvieron. En agosto de 2002, sin mayores garantías, en medio de grandes dificultades y a pesar del miedo, 38 buses llenos de personas decididas a recuperar la vida digna que les quisieron arrebatar, regresaron al municipio.

La mayoría permanecieron los dos primeros años en el casco urbano, luego, de a poco, retornaron al campo. El paisaje que encontraron fue desolador, pero pusieron voluntad en rescatar sus casas, sus cultivos, sus escuelas. Fueron ellos mismos quienes crearon un sistema de señalización para advertir sobre los sectores con riesgo de minas, y gracias a ese empeño, el Gobierno y el Ejército se comprometieron con el desminado y otros programas de apoyo.

En noviembre de 2011, la tenacidad de los cerca de 9.500 sancarlitanos que regresaron, fue reconocida con el Premio Nacional de la Paz, y para marzo de 2012, luego de tres años de labores, fue declarado primer municipio colombiano libre de sospecha de minas.

Ese 2 de julio, San Carlos ya no era lo que fue. Sin embargo, no voy a mentir. Esa primera vez caminé por sus calles conjurando miedos. Entré en el parque principal, en la iglesia, y para no moverme mucho, me atrincheré en una cafetería. Luego salí directo al bus de El Jordán. Demasiados años escuchando historias terribles y viendo llegar a mi pueblo personas que habían abandonado sus vidas por mantener la vida.

De regreso en la carretera, concentrada en los senderos que se internaban en las montañas, recuperé la certeza en mi ruta y confié en que el baquiano que me habían recomendado en el pueblo, me guiaría. Disfruté de la vista de la cordillera, del sol, del viento, de la cercanía de esas mujeres muy maquilladas y hombres perfumadísimos que le pedían al conductor más volumen para los vallenatos del radio. Ya estábamos de fiesta.

Después de casi una hora entramos en El Jordán. Por lo pequeño, me pareció el modelo de un pueblito paisa. Una sola y larga vía con algunos brazos a los lados y la plaza principal al fondo. Las aceras estrechas, llenas de ventas de chuzos, chorizos, empanadas, arepas de chócolo, cerveza, aguardiente, y más de 20 militares con fusil que conté desde que bajé del bus. La calle entapetada en mierdas frescas, porque a esa hora la mayoría andaban a caballo. Para moverme mejor entre ese paisaje saturadamente festivo, dejé mi morral en un granero, y aunque me advirtieron que era imposible que encontrará hospedaje, lo único que me preocupó fue buscar a don Javier García.

«¿Javier “El Pueblo”? Está montando con la señora y los hijos, ahorita aparece», me dijeron. Luego alguien lo señaló en medio del tumulto. Llevaba jean, camisa blanca con los puños remangados, sombrero y poncho. Al acercarme lo vi: trigueño, delgado, de estatura mediana y mostachón. Y aunque en vez de muía anduviera a caballo, y en vez de arriero ya fuera vaquero, por su físico me recordó al último Juan Valdez.

Le conté que había caminado con un tal Toño Henao hasta Manizales, que para mí era importante hacer algunas rutas antiguas a pie, que entre mis planes estaba, si le parecía, dejarme guiar por él entre los canalones del camino que empezaba en Nare. Me miró y se rió, «pero si ya existe la carretera, hace más de treinta años que nadie arrea por ese camino».

Don Javier, a sus 58 años, ya no era el muchacho que se animaba ante esas correrías. Se reía de mí sin querer ofender. Con una risa que de tantas veces que me han regalado las gentes del campo ya sé reconocer, la risa de: «pobre, qué penitencia andará pagando, si será fina para andar». Se reía de él, de esa trocha que creía superada y en ese momento volvía para proponerle sudar por ella, una vez más, la gota gorda.

Se llevó las manos a la cara, se rascó un codo, una rodilla. Yo, en medio del ruido de tanta fiesta, en silencio. Esperé a que acomodara sus expectativas, fatigas, memorias, a que calculara fuerzas y volviera a hablar. «Miremos a ver si un conocido mío la puede acompañar», dijo. Y al conocido, más que tragueado, lo único que se le ocurrió fue: «tráiganme una yegua para esta hermosura. Claro que sí mi amor, venga tómese unos guaritos y cuadramos». No funcionó. «¿Don Javier, alguien más?».

Lo dejé caviloso. Hasta me sentí mal por haber llegado justo en las Fiestas del Arriero a recordarle, sin querer, lo verraco que era y es la tarea de andar el campo. Lo verraco de la vida de esfuerzos que han llevado los habitantes de estas montañas. Lo verraco de lo que hasta hoy representa su pueblo, El Jordán, antes Canoas, posada del arriero montañero. Don Javier pudo haber dicho que no, pero pensativo calló. Yo le pude haber dicho mucho, pero no dije nada, me fui para que él solo decidiera.

El único cuarto que encontré para hospedarme, era el del balcón más cercano al tablado donde en la noche tocaron el Tropicombo y los Relicarios. El piso de tabla vibraba, el ruido ensordecía, enfermaba. Sin posibilidades de descanso parrandeé a mi modo junto a una pareja de ancianos de la vereda La Garrucha. En medio de la algarabía conversamos y bailamos. Hablaron de sus hijos y nietos, de sus más de 60 años juntos y de la promesa que le debían a San Antonio por salvarles a un hijo de morir durante el servicio militar. A la una de la madrugada se fue por unos minutos la luz. Junto a ellos sentí el paso helado del miedo que no abandona a quienes han conocido de cerca el horror. Luego se escuchó el grito de alguien pidiendo calma. «Tranquilos que ya viene la luz». Y la luz volvió.

En el último momento me acerqué a don Javier.

—Mañana madrugo para Nare, pero si usted puede me gustaría que me acompañara por el camino de Juntas. No soy tan buena como usted para andar, pero me echo buenos chistes. Él se rió.

—Usted en las que me pone. Yo la acompaño, pero en una sola jornada, de Nare a El Jordán, el resto no lo conozco bien y es peligroso perderse.

—Como usted diga —le agradecí.

—Si no encuentra a nadie más, llámeme.

Nos despedimos.
__________
*Carla Giraldo Duque es periodista de la Universidad Pontificia Bolivariana. Estudiante de la primera generación del diplomado en Edición de Revistas de la Universidad Autónoma de México y la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana. Fue practicante de redacción de la editorial Artes de México y el mundo, de la cual es director el escritor Alberto Ruy Sánchez. Eventualmente es free lance. Actualmente es docente de la facultad de Periodismo de la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín.

La presente crónica hace parte de su libro «Se dice río», publicado en agosto de 2012 por Sílaba Editores, dentro de la colección Premios y Becas a la Creación de la Alcaldía de Medellín.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.