Escritor del Mes Cronopio

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Cornelia

CORNELIA

Por Pablo Medina*

Pérdida es mi nombre secreto. En la guerra perdí a mi esposo e hijos. Perdí la tierra que había estado en manos de mi familia desde los días del imperio. Perdí la dignidad tal como la pierden las mujeres en manos de los soldados vencedores. Al principio resistí pero me pegaron hasta romperme la boca y hasta sentir un timbrar en el oído que me volvía loca. El timbre ahogó los gemidos de los soldados. Después del tercero ya no sentí nada. Cuando le tocó al quinto, le ayudé a desabrochar el cinturón. Era muy joven y nervioso y nunca había estado con una mujer. En ese momento un capitán apareció y puso fin al asunto, amenazando que mataría al próximo que se metiera conmigo.

Más por hábito que higiene, me lavé y saqué un vestido del armario que los alemanes no se habían robado. Era blanco con bordes violetas y olía a naftalina. Mi esposo me lo regaló para nuestro décimo aniversario de bodas. Su nombre secreto era Dar. Me dio amor, placer y sosiego. Mis hijos fueron su mejor regalo. Pensé que quizás la vida me traería una vida fuera de la pesadilla. Quizás la pesadilla era lo único que se podía esperar y vivir dentro de ella era mejor que no vivir.

Al día siguiente limpié la casa y lo que quedaba del jardín y contraté a una muchacha del pueblo para que me ayudara. Le prometí un salario en cuanto me llegara dinero. Los soldados no habían tocado los establos, y había varias monturas y riendas de cuero cordobés que podía vender, y un buen yunque y herramientas que el herrero del pueblo seguramente compraría, aunque que me pagara en pengos que prácticamente no valían nada. A la muchacha del pueblo le encantó recibir esos pedacitos de papel a color que le presenté, contándolos uno a uno. Los tomó con una especie de codicia que solo tiene la gente muy pobre que nunca han visto más que unos céntimos en sus manos. Llevaba un vestido cochambroso que no se cambiaba en más de una semana. Metió el rollo de billetes entres sus dos grandes pechos que prácticamente no cabían en el vestido y sin darme las gracias se marchó a su casa.

Esa misma tarde el oficial alemán volvió y me pidió excusas por el comportamiento de sus hombres. Dijo que la guerra convierte a los hombres en bestias, como si eso los excusara. Me preguntó si necesitaba algo. Yo le dije que no tenía comida y al día siguiente su ayudante se apareció con papas, cebollas y un pequeño saco de harina, y un día después con té, tabaco y cognac. Hacia el fin de esa semana el capitán mismo vino y trajo consigo una gran salchicha, de esas que llamamos kolbász. Cuando vi aquella delicia, quise arrebatársela y meterle una mordida, pero me controlé y le pedí que entrara. El hambre me impulsó, nada más. Al menos eso fue lo que me dije. En ese momento el capitán se convirtió en mi salvador, un Cristo de las fiambres. Le serví té con un toquesito de brandy, junto con trozos del kolbász y pedazos de un pan que hizo la muchacha del pueblo. El habló de la guerra. Yo escuché sin mucho interés en lo que decía, y me atraganté del pan y la salchicha sin abandonar del todo los buenos modales. El oficial era de Stuttgart, ingeniero de profesión. Trabajaba para Mercedes Benz al comienzo de la guerra cuando la misma compañía lo ofreció como voluntario para el ejército. No le quedó más remedio que aceptar y así fue que se encontró de oficial del ejército alemán. No me acuerdo del resto de esa primera conversación, que no me impresionó mucho. Al irse hizo una reverencia y me tomó la mano como para besarla. Yo la retiré. Con el estómago lleno me di el lujo de odiarlo, no a él precisamente, sino lo que representaba. Sin embargo, reconocí en el capitán cierto decoro que precedía los años de la guerra, cuando ese comportamiento era la norma. El capitán era un hombre educado. Yo extrañaba la gente de educación y me sorprendí a mi misma anticipando su próxima visita

Sus visitas se hicieron diarias. La soledad es más fuerte que la ira. Hablamos de literatura y de música y de mis años de estudio en Alemania. El habló de su esposa e hijos y yo le conté cómo mi marido y mis hijos murieron al ser bombardeado, por un avión alemán, el tren en que viajaban. El trató de consolarme, como si la consolación existiera. Musitó sobre la tristeza de la guerra, las distancias que imponía, los abismos que creaba. Era un romántico a pesar de todo y tiene que haber sido un soldado pésimo. Una vez que un soldado mata, sigue matando. Lo he visto. Este capitán no era así. Estaba atormentado. Mi odio se apagó.

Cambié la conversación y le recité un poema de Heine. El se burló de mi acento húngaro y ambos nos reímos—cosa rara en esos tiempos, reírse. Me preguntó si me podía besar y yo le dije que sí y le correspondí con más ardor de lo que me hubiera imaginado la semana anterior. Entonces me dijo que quisiera hacerme el amor. Sus palabras no eran las de un oficial del ejército alemán, sino de un hombre cansado de tiroteos y matanzas. Yo me sentía totalmente desamparada y con una gran necesidad de cariño. Le susurré que sí —igen— y después en alemán —ja—. Lo tomé de la mano —tenía unos dedos finos, delicados, como de pianista— y lo llevé a la habitación, donde hicimos el amor como hace el amor la gente en la guerra, consciente solo del presente y sin prometernos nada.

Un día el capitán dejó de venir y los alemanes se retiraron, perseguidos por los rusos, que se impusieron en una gran ola de conquista que llamaban liberación. Repartieron mi tierra entre los campesinos. Les dieron unas banderitas rojas con la hoz y el martillo para ondear e himnos para cantar y les dijeron que ahora les tocaba a ellos —la dictadura del proletariado— y los campesinos se pusieron muy contentos, aunque no sabían que quería decir todo aquello. Peores que los alemanes, esos rusos eran una pila de cosacos apestosos. Cagaban donde se les ocurriera, en el jardín, en los campos que los alemanes habían destruido con sus tanques, detrás de la casa, al lado del pozo, incluso en el portal. Fui a ver a los oficiales rusos y les rogué que construyeran letrinas. La acumulación de la mierda de cinco mil hombres es algo serio. Construyeron tres, que desde luego no eran suficientes para acomodar tanta cagazón. Pronto mi tierra, o lo que había sido mi tierra, y el pueblo, o lo que había sido el pueblo, comenzaron a semejarse al infierno. Esto es la dictadura de la defecación, les dije a los oficiales rusos, en húngaro desde luego, para que no me comprendieran.

Alguien del pueblo informó a los rusos sobre las visitas del capitán y me acusaron de colaborar con los alemanes. Los rusos entraron en mi casa sin pedir permiso y se sentaron en mis propias sillas para escuchar mi defensa. Eran dueños de una arrogancia que ni un zar hubiera mostrado. Yo no he colaborado con nadie, les dije con la misma arrogancia de ellos, y les insistí que hablaran con una familia de judíos que había sobrevivido los tormentos nazis. Yo les di comida y les conseguí un granero lejos del pueblo dónde esconderse. Los judíos me defendieron ante los rusos. Unos días después fueron despachados hacia el este y nunca más supe de ellos.

Los rusos me dejaron tranquila un tiempo. Me permitieron quedarme en un cuarto al fondo de la casa, del cual yo salía solo para buscar los pocos vegetales del jardín o las migajas que la muchacha del pueblo me pasaba cuando los rusos dormían o se emborrachaban de vodka.

Los rusos también me violaron, pero yo ya sabía negociar. Cuando uno de ellos, largo y delgado como una vara, vino a mí con el miembro afuera y ordenó que se lo mamara, le pedí a cambio en mi ruso rudimentario una botella de vodka para cambiar en el pueblo por comida. El asintió. Da, da dijo en una voz llena de desdén. Jorochó. Cuando terminó me dio solo medio litro. Tomé un buche y me enjuagué la boca. En ese momento determiné que abandonaría la casa y la tierra que tanto dolor me había causado y jamás volvería. Total, ya nada de eso era mío. Al día siguiente, a primera hora, empaqué una maleta con unas cuantas pertenencias y caminé dos kilómetros hasta la carretera principal. Nadie me detuvo.

* * *

Europa después de la guerra estaba en un desorden total. Los habitantes urbanos que se habían desplazado al campo andaban de vuelta a sus ciudades donde encontraban ruinas. La gente del campo que volvía a sus fincas las encontraban destrozadas, los campos abandonados, la madera y los muebles arrebatados de las casas para usar de leña, sus hortalizas cortadas o pisoteadas. Vi pueblos vacíos, caras vacías; vi un hombre sin zapatos andando en cuatro patas; un par de viejitas echadas en la cuneta del camino sin poder dar un paso más, en sus ojos un desespero que daba miedo por reflejar mi propia desesperación. Me encontré con un niño mocoso y sucio con los ojos llenos de lágrimas. Estaba sentado sobre una maleta al lado de la carretera. Me dio tanta pena que le di el último pedazo de pan que me quedaba. El niño lo tomó sin decir nada y empezó a roerlo. Parecía un animalito. Inmediatamente me arrepentí de haberle dado el pan pero no se lo arrebaté. Vi columnas de soldados rusos andando en una dirección y columnas de soldados americanos en dirección opuesta. Los americanos saludaban y ofrecían chicle. Así que esta es la victoria, pensé.

Estuve in Vienna dos meses, prácticamente muriéndome de hambre en medio de esa bella ciudad derrotada y de ahí salí para París. De París viajé a Lisboa y de Lisboa en barco a La Habana. Para sobrevivir tomé amantes. Tuve muchos —brutos, dandis, intelectuales, idiotas, zoquetes, hombres de sustancia, hombres delicados, un asesino que yo supiera, un posible santo, varios homosexuales y tres mujeres de distintas edades—. Hay gente que diría que yo era una prostituta, pero nunca viví lo suficiente en un lugar para merecer el título. En La Habana me ligué con un albañil. Tenía las manos ásperas pero un corazón de seda. Yo era inestable como una duna de arena en un ventarrón y pronto abandoné al albañil por un político. Como todos los de su estirpe, el político era un camaleón que cambiaba de color de acuerdo a su circunstancia. Deseaba más el dinero que los votos y el poder más que el dinero. Más que nada deseaba la aprobación. Me quería como quería a otras, incluso a su esposa. Nunca dudé de la sinceridad de su amor o la constancia de sus múltiples afectos. Nuestro romance hubiera durado para siempre, aún hasta la vejez, pero un día un grupo de sus enemigos determinaron que mi político estorbaba, y él, que era más listo que valiente, se fue al exilio en Estados Unidos con su esposa y sus tres hijas y una valija repleta de dólares.

Una de las cosas que el político hizo por mí antes de salir de la isla fue conseguirme un puesto en la universidad dando clases de filosofía. El primer semestre de clases conocí a Vicente Iriarte, el conocido profesor de anatomía. Era un hombre pálido de pelo negro que engomaba y peinaba hacia atrás, como lo hacían los cantantes de tango de los años treinta. De su nariz prominente salían mechas de pelos que no se preocupaba por cortar hasta que yo lo conocí. Su barba espesa, que mantenía bien rasurada, le daba un aspecto de maleante, o de zapatero prodigioso. Pero su apariencia no era obstáculo para mí. Más me importaba que Vicente era jovial y muy culto y de muy buenos modales, una dama, como describían a ese tipo de hombre en la isla. A veces le daba por recitar a Schiller en alemán, y otras veces cantaba arias italianas en el dormitorio antes de hacer el amor. Tenía una gran barriga que daba saltitos cuando se reía, cosa que hacía a menudo. Su risa era el antídoto perfecto contra los humores negros que yo había arrastrado de Europa y que pesaban en mí como una cadena de miseria.

Después de volver de la universidad nos sentábamos en el portal de la casa a tomar la briza y yo le traía una cerveza. Hablábamos de nuestras clases, de los alumnos, de un programa musical que ofreciera la Orquesta Sinfónica. Después de un rato yo iba a la cocina a preparar los potajes y guisos que tanto disfrutaban los cubanos en esos tiempos cuando sobraba la comida. También hacía los platos húngaros campestres que las cocineras gitanas de mi mamá me habían enseñado y que Vicente, gran comelón, disfrutaba mucho. Aprendí a satisfacerlo sexualmente, sobando su barriga fantástica y chupándole el pene diminuto cuya cabeza apenas salía del espeso nido púbico. Ya endurecido me montaba encima de él hasta que reía y gemía como un perrito y se venía dentro de mí. Vicente caía dormido inmediatamente después y yo me satisfacía a mi misma. Era mejor así. Había llegado a la edad cuando conocía mi cuerpo mejor que cualquier hombre. Solo quería la erradicación del pasado que había buscado todos esos años después de la guerra, en todas las ciudades donde había vivido, con la gente que había amado o me había amado a mí. En La Habana la oscuridad se disipó, el pegamento se disolvió. Poco a poco retomé el camino de la esperanza. Me convencí que nadie sufre para siempre, ni siquiera Job. Estaba equivocada.

En las montañas de la Sierra Maestra un ejército rebelde luchaba contra el gobierno, y en la ciudad grupos estudiantiles organizaban manifestaciones, atacaban cuarteles de la policía y plantaban bombas en los centros comerciales. Los estudiantes me pidieron que hiciera donaciones de dinero y que les diera buenas notas a los líderes estudiantiles. Yo me negué. No es que estuviera en contra de sus ideales. El idealismo es cosa sana en mentes jóvenes. Es que estaba cansada de la guerra. Mi familia estaba muerta, mi tierra desaparecida, mi país, o lo que quedaba de él, bajo el tacón de los soviéticos. La policía respondió como responde la policía en todas las partes del mundo —arrestaban a los sospechosos, los torturaban y mataban y después echaban los cuerpos desbaratados en las esquinas y los parques—. Yo sabía cómo todo iba a terminar. Se lo dije a Vicente, pero él me aseguró que esas sublevaciones eran comunes en Cuba. Nuestra sociedad necesita una limpieza de vez en cuando, me dijo. Las cosas se calmarán, los estudiantes volverán a sus estudios y los unionistas a sus trabajos.

Yo me distraje con los quehaceres de la casa y con mis alumnos particulares de alemán. Me puse a bordar y a escribir poesía. A pesar de las distracciones, empecé a sentir una vez más el aliento del pasado en la nuca.

Vicente estaba equivocado. Los revolucionarios triunfaron y el país entero se echó a las calles en una orgía de celebración. La universidad cerró las puertas y en cada esquina había bandas de hombres armados, jóvenes todos, enorgullecidos de la victoria. Vicente se burlaba de mis preocupaciones. No puedes salir corriendo cada vez que hay un problema. Fácil para él decirlo. Cuba era su país. A mí no me interesaba ninguna lucha, excepto la de preservarme a mi misma. Le insistí.

¿Adonde vamos? preguntó. Estábamos sentados en el portal. Vicente vestía una camiseta sin mangas bien ajustada. La grasa de la barriga le caía sobre el cinturón de sus pantalones grises. Se acababa de bañar y su pelo negro relucía con el sol del atardecer. No hay mejor lugar que éste, dijo extendiendo el brazo en un gran arco.

Al norte, le dije. Los Estados Unidos no era uno de los lugares en que había pensado vivir. Se me ocurrió porque la mayoría de los cubanos iban para allá cuando se exiliaban.

¿Y qué vamos a hacer, trabajar en una factoría? Vicente contestó. Por primera vez lo vi enojado. Grandes gotas de sudor se le acumulaban en la frente y la nariz se le había enrojecido. Pausó para componerse y dijo, nos quedamos aquí.

Yo quería decirle que los vencedores pueden hacer lo que les da la gana. Quería describirle todo lo que yo había experimentado en sus manos, pero me abstuve. Vicente se rió desdeñosamente. Jamás hubiera comprendido. Su ligereza de mente era resultado de la jovialidad con que se comportaba, o viceversa, ¿qué más da? Me aguanté la lengua y entré a preparar la cena.

Esa noche después que Vicente se durmió decidí salir en cuanto se presentara la oportunidad. No fue fácil abandonarlo, pero hubiera sido un desastre quedarme y esperar que la marea de la desgracia me tragara. La próxima semana, mientras Vicente almorzaba con un amigo, empaqué la valija de cuero que había traído de Hungría y le dejé una nota que lo decía todo, y en fin, no decía nada, porque una nota, por muy elocuente que sea, nunca puede resumir la complejidad de los sentimientos que resultan de una crisis. Hay cosas que no tienen solución, escribí, y hay soluciones que son peores que los problemas que supuestamente resuelven. Le di las gracias por sus atenciones, pero no escribí la palabra amor.

Llegué a Cubop City en puro invierno y la ropa tropical que traje, vestidos de algodón y blusas de lino, no eran adecuadas para el clima. El día de mi arribo fui a una de las tiendas elegantes de la ciudad y compré un abrigo y unos buenos guantes de piel que me costaron setenta dólares. De ahí me dirigí a la zona oeste y alquilé un cuarto en un hotel residencial localizado en Broadway y la Calle 86, donde una vez hacía años una colega de la universidad se había hospedado. Siempre he sido buena con el dinero. Sé como hacerlo durar. Encontrar trabajo fue fácil. Me hice la estúpida y en la aplicación no puse el doctorado que saqué de la Universidad de Stuttgart. Dos días después empecé a trabajar de oficinista en una agencia de niñeras. Era un trabajo cualquiera con un salario mínimo, pero no tuve el lujo ni el tiempo de buscar algo mejor. Cuando alguien llamó a la agencia buscando una institutriz europea para cuidar un muchacho ciego, me ofrecí de inmediato. Después de todo, yo era la única europea del lugar. Mentí que había tenido experiencia en Cuba, donde les serví de tutor particular a las hijas de un político prominente. Le dije a mi jefa que hablaba cinco idiomas —eso era la verdad, cosa que ella no creyó—. Sin embargo, sí creyó la mentira y me permitió ir a la entrevista.

La pareja que me entrevistó eran cubanos de la vieja guardia con la expectativa de que además de servir de institutriz debía limpiar, cocinar, pulir la plata, en fin, tareas apropiadas para una criada, no para una institutriz de alto rango, como yo me había presentado. Estaba a punto de excusarme y salir del apartamento cuando se apareció el muchacho. Caminó hacia mí, con pasos mecánicos pero seguros, y me ofreció la mano. Me sorprendieron sus ojos borrosos y sus párpados cicatrizados, pero la delicadeza de su voz despertó en mí el instinto maternal que había suprimido años atrás. Me pasó por la mente que haría una buena mascota. En vez de salir de inmediato por la puerta les presenté la única referencia que podía ofrecer, mi político cobardón que ahora estaba en Miami viviendo como un rey. Tendría que ponerme por los cielos. Yo no soy chantajista ni mucho menos, pero, como dicen en Estados Unidos, lo tenía agarrado por los pelos cortos. Los cubanos, muy contentos de haber encontrado una europea que había vivido en su país, llamaron en unos días y me ofrecieron el puesto. Yo lo tomé y me puse a la disposición del cieguito, así le llamaré.

La madre del cieguito era una mujer severa que hablaba en mandamientos. Harás esto, no harás lo siguiente. El padre resultó ser más necesitado que el hijo. Era un buen hombre, dotado del don del buen humor y de cierta dulzura masculina que abunda entre los hombres cubanos. Toleraba a su esposa porque no sabía qué otra cosa hacer. Yo lo saqué de su soledad de pura caridad. Resultó ser un buen amante, dispuesto a satisfacerme a mí primero antes que a si mismo. Era maestro y llegaba a casa antes que su esposa. Eso nos permitía un par de horas por la tarde y hacíamos el amor en silencio, sin mucho alarde, para no perturbar al cieguito en su cuarto. Sin embargo creo que nos oyó. Era otra cosa las pocas veces cuando el padre vino a mi apartamento. Allí sí nos permitimos el lujo de darle rienda a nuestra pasión. Eventualmente la esposa empezó a sospechar algo, llegó a casa hecha una furia, y me despidió. Esa misma noche tuve un sueño de un puente negro que se estrechaba hasta Europa. Me dolió dejar atrás al cieguito, tan listo y gentil. Entraba y salía de la felicidad y se desesperaba por conocer el mundo. Y me dio lástima dejar a su pobre padre, a pesar de que era un bobera. Me enteré que la cínica de su esposa era amante de su jefe. El esposo lo permitía. Aparentemente ella estaba exenta de sus propios mandamientos.

Me encontré sin trabajo y sin prospectos. Durante varias semanas vagué sin sentido por la ciudad. Despertaba en mi apartamento si saber dónde había estado. A veces olía a licor y cigarrillos; otras veces a sexo. Llegó el día cuando me di cuenta que había un montón de cuentas sin abrir en la mesa de comer, y en el refrigerador la comida estaba pudriéndose. Había ropa regada por el piso y la cama era una maraña de almohadas y sábanas manchadas de quien sabe qué y con un hedor a sudor que me dio náuseas. Preocupada por lo que podría haber hecho durante mi amnesia, llamé a mi antiguo amante, el padre del cieguito, que me dio el nombre de un siquiatra y me colgó sin despedirse siquiera.

La sugerencia que necesitaba un siquiatra me pareció absurda. Era Dios quien necesitaba uno, no yo. Dios, ese culón, sentado en el sofá echándose fresco en los huevos mientras el mundo arde. Yo, de tonta, esperaba que él bajara de los cielos en su máquina de misericordia e hiciera de mi vida algo tolerable. Pensé por un momento que lo único que quedaba era la muerte. Hubiera sido fácil concluir que la vida para mí había sido un largo trecho de miseria, fácil también echarme por la ventana y hacerme papilla en la acera. Nadie me hubiera culpado. Pero la vida no es tolerable o intolerable. Es la vida, ni más ni menos. De otra manera no me hubiera encontrado en ese apartamento, en ese momento, en esta ciudad. Abrí las cortinas y la luz del sol inundó el cuarto. Miré el chiquero en que vivía y me dieron ganas de escaparme, de la misma manera que me había escapado de todos los desastres de mi vida, pero no lo hice. Me bañé y me puse el único vestido que quedaba limpio. Entonces me dediqué a limpiar como nunca lo había hecho, ni siquiera cuando vivía con Vicente y era mi felicidad hacerlo. Ese acto hizo más para devolverme la cordura que todo el vagabundeo y todos los amantes que había tenido.

El poco dinero que me quedaba me sirvió para desayunar y comprar un periódico. En la página de clasificados encontré el puesto que ocupo presentemente. Trabajo para una compañía que organiza giras en grupo para gente que desea visitar ese mundo que yo abandoné. Lo encuentran pintoresco, ahora que ha sido restaurado a una versión turística de lo que fue. Los viajeros no se interesan por las ruinas en que ese mundo yace. No quieren saber del hambre o de los fragmentos de almas que cubren la tierra en que caminan, o de los muertos andantes, como yo, para quienes Cubop City es el último recurso. Renacemos aquí. Tomamos nuestros primeros pasos. Aprendemos la nueva lengua, los ritmos de los días y las noches, los himnos de virtud falsa que nos mantienen en nuestro lugar, moviéndonos hacia adentro hasta encontrar el laberinto donde nos espera el minotauro.
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* Pablo Medina nació en La Habana y se crió en Nueva York. Es autor de 13 libros, entre ellos los poemarios Pork Rind and Cuban Songs, Arching into the Afterlife, The Floating Island, Points of Balance, Puntos de apoyo y The Man Who Wrote on Water; las novelas The Marks of Birth, The Return of Felix Nogara, The Cigar Roller (El forjador de puros) y Cubop City Blues; el testimonio Exiled Memories: A Cuban Childhood; y traducciones de Todos me van a tener que oir de Tania Díaz Castro y Poeta en Nueva York de Federico García Lorca. Estudió literatura hispánica y literatura inglesa en la universidad de Georgetown. Ha recibido becas de las fundaciones Cintas, Rockefeller y Guggenheim, del fondo nacional de las artes (NEA) y de los consejos estatales de New Jersey y Pennsylvania. Ha dictado cursos en numerosas universidades estadounidenses, entre ellas George Washington University, American University, New School University, Warren Wilson College y University of Nevada, Las Vegas. Actualmente es profesor de literatura y creación literaria en Emerson College en Boston, Massachusetts.

El presente texto es un capítulo su novela «Cubop City Blues», publicada este año (2013) en inglés.

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