Literatura Cronopio

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Poeta Hispanoamericano

LA HABITACIÓN DEL POETA: CUERPOS POÉTICOS HISPANOAMERICANOS

Por Jesús Sepúlveda*

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En su ensayo sobre la esencia de la poesía, Heidegger señala —citando a Hölderlin— que es «poéticamente como el hombre [sic] habita esta tierra». Tal habitación hace referencia al lenguaje primitivo de los pueblos históricos; esto es, a aquel lenguaje que instaura el ser —la esencia del lenguaje— para luego hacer público todo cuanto trate el habla cotidiana. La esencia de la poesía es entonces ser en la palabra para dar nombre e interpretar la voz colectiva, por eso es «lenguaje primitivo». Heidegger, sin embargo, es cauteloso y sitúa la esencia de lo poético en un tiempo determinado: le da cuerpo e historia. Y aunque aclare que tal tiempo sea un «tiempo de indigencia», pues el poeta es un puente extendido entre una voz colectiva por devenir y los seres «celestes» (los dioses), la esencia de la palabra no habita aún en el Olimpo ni es la esencia de un pueblo, porque él mismo (el poeta), o ella misma, es un devenir.

El antipoeta, en cambio, es un lírico que baja del Olimpo para quedarse en el mundo. Su poesía es vertical. Y su lenguaje es cotidiano como el pan de cada día. El antipoeta es terrestre, qué duda cabe. No añora el paraíso ni pacta con los dioses: mora en el mundo. El poeta no mora, deambula. Cumple su pena de extrañamiento en silencio. No se detiene ni se queda. Tampoco baja ni sube. Es, en rigor, un ser en transición: viajero, errante y deshabitado que vive para materializarse una vez que su obra finalice. Por lo mismo, Heidegger señala que su materialización se hace pueblo sólo a partir de su palabra. O sea, a partir de una palabra signada, maldita y única porque habla con el corazón y la dicta un demonio; o un ángel, o la musa griega que encarna el genio pagano y el espíritu de la tierra, o el duende de Lorca, que despierta «en las últimas habitaciones de la sangre». Artesanía del lenguaje concebida como bien precioso que permite el diálogo para un mutuo devenir. En realidad, ni poeta ni pueblo existen porque son un proyecto, una apuesta hecha con palabras, aunque haya un riesgo en ello: estar expuesto a los relámpagos del Olimpo. Hölderlin lo describe al temer caer como el viejo Tántalo, «que recibió de los dioses más de lo que podía digerir». El lenguaje es, en efecto, «el más peligroso de todos los bienes». Los mayas dicen que el poeta debe ser capaz de enfrentar y abrazar el viento sin desmoronarse. Y no se equivocan en ello porque hay una finalidad y un sentido en tal firmeza: construir desde la nada los cimientos de algo nuevo, una voz nunca antes oída.

Cada poeta es un ser solitario que habita en una tierra baldía para devenir. Su hogar es un proyecto, no una casa. Su patria es una lengua, no una bandera. Y el poeta deviene al habitar poéticamente en el mundo, materializando un nuevo lenguaje mediante la instauración de su ser a través de la palabra. Para los pueblos primigenios esto era un acto de magia: invocar la apariencia. Para Hölderlin, una fundación: «Mas lo permanente lo instauran los poetas», dice. Lisboa tiene un autor y varios heterónimos y Minas Gerais la última piedra en el camino. Canto general es el caso emblemático para Hispanoamérica y Hojas de hierba para la América anglosajona. De los aztecas no sólo quedaron ruinas empedradas sino que también sobrevivieron los cantos y las flores de los reyes poetas: «¿Sólo así he de irme? / ¿Nada quedará en mi nombre? /¿Nada de mi fama aquí en la tierra? —dice Tecayehuatzin, como un ensombrecido monarca proto–exitencialista— Al menos flores, al menos cantos». Y Nezahualcóyotl lo reafirma. Frente a la muerte sólo permanece la poesía: «No acabarán mis flores, / no cesarán mis cantos». El difrasismo es un recurso empleado para congregar una idea mediante la combinación de dos palabras. En lengua náhuatl, la expresión dual «in xóchitl in cuícatl» significa «flor y canto», lo que equivale a nuestra idea de «poesía»: lo permanente.

Si comprendemos la esencia de la poesía —dice Heidegger— como
instauración del ser con la palabra, entonces podemos presentir algo de la
verdad de las palabras de Hölderlin, cuando hacía mucho tiempo la noche
de la locura lo había arrebatado bajo su protección».
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Lo que permanence, por tanto, se funda a través de ese «oficio o arte sombrío / ejercido en la noche silenciosa». O más exactamente, en palabras del mismo Hölderlin, a través del ejercicio de «la más inocente de las ocupaciones». ¿Pero qué es y cómo se ejerce aquella ocupación? Heidegger sugiere que la poesía es un acto de dehabitarse. El poeta despierta, en su cuarto propio, «la apariencia de lo irreal y del ensueño, frente a la realidad palpable y ruidosa en la que nos creemos en casa». Al atravesar el visillo de lo habitual, el poeta penetra en el misterio, esa zona que Rimbaud llamó lo desconocido. Y al mantenerse en pie en la nada de la noche, «consigo mismo en la suprema soledad», el poeta habita en un tiempo de indigencia; carencia y negación como intersticio abierto por la ausencia de los dioses y la voz que crece como feto en vientre sellado.

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La poética de la representación ha sido prominente en la poesía latinoamericana. Sus matices se han ido confeccionando a partir de la diferenciación temática o propositiva de cada autor. Tenemos, por ejemplo, la poesía como recuerdo: vallejiana y lárica: «Los guardadores de la nostalgia / rememoran los días de oro».

La nostalgia —ese «tiempo de arraigo» que busca en la aldea una época perdida— ha estado presente en la lírica española desde su época cortesana en el siglo XV. Frente a la entropía que lo consume todo, se añora lo que alguna vez hubo y ya se ha ido. «Qualquiera tienpo passado / fue mejor», dicen las coplas de Manrique (Sevilla, 1494), que no sólo se lamentan ante el paso del tiempo sino que también desarrollan el tópico del «ubi sunt», propio de toda la poesía moderna española: ¿dónde están? ¿Qué se han hecho?

Y así como Manrique lamenta la muerte de su padre, Roberto Piva escribe su epicedio ante el suicidio de Hart Crane, dando cuenta del tiempo y la inmensidad que nos acecha:

Existem estrelas por toda parte & gelo
não caminhamos mais
& o Tempo passa

A principios del siglo XX, Machado escribió el poema «El viajero», añorando la juventud perdida en la imagen del «querido hermano / que en el sueño infantil de un claro día / vi[o] partir hacia un país lejano». De este modo, soledades y saudades se intersectan como lados de una misma moneda; o como la ganancia y la pérdida, que Flebas —el fenicio— olvidó bajo el mar.

Otro aporte del siglo XX ha sido el de los vates realistas que buscan la imitación, ya sea de la naturaleza o de la sociedad. Entre estos, cabe mencionar a esos líricos militantes inspirados en el realismo socialista que concibieron la poesía como servicio y/o reflejo de la realidad social, enalteciendo palabras como «revolución» y «libertad». No obstante, y más allá de las consabidas etiquetas, es probable que el mayor servicio civil que esta poética le haya prestado a la sociedad no haya sido ni la mímesis ni la instigación al combate, sino simplemente el desenmascaramiento de las imperfecciones de la realidad. En tal sentido, la poesía cumple, como lo sugieren Adorno y Benjamin, una función iluminadora porque penetra en lo impenetrable de la realidad cotidiana. Es una «iluminación profana» que alumbra en la oscuridad. William Carlos Williams y el minimalismo bukowskiano y carveriano dan muestra de ello porque irrumpen y desenmascaran aquello que en la sociedad norteamericana prevalece oculto: el vacío y el fragmento, trozos sueltos del cimiento americano que Whitman no logró incluir en la argamasa de su viril mampostería.

Lo anterior confirma que la realidad supera el realismo porque el riesgo de éste es la redundancia, lo absurdo de la obviedad. Quizás por ello muchos poetas épicos auguren la muerte de la poesía cuando lo que evidencian no es sino la decadencia de la poesía épica, cuando no su fin. Por ello, después de Auschwitz, Adorno sentencia que ya no es posible escribir poesía. Paul Celan rompe, sin embargo, el círculo de lo previsible, dejando al descubierto la fuga de la Muerte que sube convertida en humo por las chimeneas:

Leche negra del alba te bebemos de tarde
te bebemos al mediodía y en la mañana
te bebemos de noche.

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Hace más de cuarenta años el profesor Hugo Montes ofrecía una visión de la tendencia creadora o creacionista de la poesía. Y aunque parezca redundante hablar de poesía como creación, Montes situaba esta tendencia en un momento específico, la vanguardia histórica: el imaginismo de Pound, los surrealistas, Huidobro, el movimiento ultraísta, los concretistas brasileños, Dadá, los expresionistas y estridentistas, y tantos otros. De algún modo, en estos movimientos subyace un concepto de lo poético en sí en tanto quehacer puro con la palabra, tal como lo quiso Juan Ramón Jiménez en su destierro y que Ortega y Gasset llamara deshumanización del arte. Centrar la mirada en el visillo de la ventana antes que en el paisaje que descubre parece ser el objetivo de esta poética. Su atención, por tanto, está puesta en el objeto de arte antes que en su mensaje, dando pábulo al formalismo y a la nueva crítica.
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Pero la vanguardia también es riesgo, experimentalismo y revolución. Se manifiesta en sus múltiples manifiestos y diatribas que intervienen en el espacio público expresando un sinnúmero de propuestas radicales. Para los surrealistas, por ejemplo, la revolución se hacía mezclando arte y vida, puesto que en la maravilla habita la belleza compulsiva que borra la línea divisoria que separa a ambos. Breton da cuenta de los vasos comunicantes que conectan los sueños con la realidad. Y tal conexión —o sincronía— se realiza a través de los procedimientos del azar objetivo, que es una «forma de manifestación de la necesidad». Es esta coincidencia entre lo cotidiano y lo onírico la que forma el tramado del mundo. Haciendo eco de las palabras de Heráclito, Breton sostiene que «los hombres en su sueño trabajan y colaboran en los acontecimientos del universo». Y si bien la emoción implica —tanto en el sueño como en la vigilia— la pérdida de la noción de tiempo, la idea de futuro no deja de ser parte constitutiva del imaginario vanguardista. Al contrario, funda su razón de ser porque en el porvenir es donde la vanguardia busca lo nuevo y lo novedoso. En efecto, su tarea imperiosa es realizar el futuro en el presente para anticipar el curso de la historia. El tiempo de la modernidad vanguardista es progresivo y su estética reclama originalidad. Tal vanguardismo agresivo se expresa en el futurismo de Marinetti, pero también en el creacionismo aéreo de Huidobro y en el tren transiberiano de Cendrars, porque en la época de la reproducción mecánica del arte, la tecnología juega un rol fundamental. La vanguardia junta tecnología e historia que los futuristas hacen estallar como un cañón de guerra. Pero también establece un correlato con el paraíso rojo de Mayakovski, quien presintió el suicidio de su colega Serguei Esenin en un cuarto de hotel barato; y no alcanzó a Ana Ajmátova en la cola de los diecisiete meses ante las mazmorras del paraíso proletario, porque él mismo también se había suicidado.

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La polémica entre el arte por el arte versus el arte comprometido, antípodas ideológicas de una discusión bizantina extendida desde la época de entreguerras hasta —quizás— el «fin de la historia» soviética, no ha sido sino una falsa dicotomía entre mensaje y forma, dividiendo a republicanos de un mismo bando y generando purgas en los maquis de la resistencia: Aragon, Breton y compañía.

Claro está que toda forma contiene su contenido; por tanto, la poesía es, al ser histórica, política. En tal sentido, no sólo el escritor se compromete con su tiempo, a decir de Sartre, sino que también la forma adquiere un compromiso por cuanto es parte del devenir de los hechos que conforman la memoria colectiva. Esto, que tan bien expuso la escuela de Frankfurt, no fue comprendido por los poetas de la propaganda, cuyos poemas han sido panfletos antes que manifiestos, o discursos antes que poesía.

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Poetizar también es una herramienta de conocimiento. El poeta explora su interior y examina su conciencia. Artaud se ausculta en el país de los tarahumaras y Néstor Perlongher aspira a conocer la luz que le brinda la liana sagrada. Lo mismo hace el boliviano Saenz, que en la noche del alcohol se sale del cuerpo. Y Alejandra Pizarnik se mira como si fuera otra y viera a una niña que pierde el lenguaje hasta hallar el silencio.

CUARTO SOLO

Si te atreves a sorprender
la verdad de esta vieja pared;
y sus fisuras, desgarraduras,
formando rostros, esfinges,
manos, clepsidras,
seguramente vendrá
una presencia para tu sed,
probablemente partirá
esta ausencia que te bebe.
(La extracción de la piedra de locura.
Madrid, Visor, 1993, p. 32)

Algo similar le ocurre a la norteamericana Sylvia Plath, que se transmuta en «Lady Lázaro» para resucitar antes de recorrer el último tramo. Hay poetas que exploran para sentir el mundo porque la poesía es una forma de saber y de ser. Es una manera de videncia que, por ejemplo, impulsó a Rimbaud a perderse en África, o a Nerval, que presentía los ojos espías del muro, a colgarse de una farola del siglo diecinueve. En la tradición británica, este demonio oscuro condujo a Blake por los caminos del exceso: los senderos de la sabiduría que conjugan cielo e infierno. Y para no estar en casa sino en una visión, como en Xanadú, Coleridge comió luz de amapolas para beber la leche del paraíso que sabe a miel. Una vez más, el poeta es un ser a destiempo, porque su brillo se cristaliza en una zona intersticial: la interzona, entre un aquí y un después que no es presente ni futuro sino devenir, región transparente entre la tierra de los hombres y el Olimpo de los «seres celestes».
(Continua página 2 – link más abajo)

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