Periodismo Cronopio

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EL ENANO DEL CINEMATÓGRAFO: FERNANDO TRUEBA

Por Diego Agudelo Gómez*

Apurado por la inminencia del estreno de El baile de la victoria, Fernando Trueba recorría el Teatro Heredia de Cartagena con la urgencia de un roedor que busca un agujero para escapar de un barco que se hunde. Se notaba que algo iba mal. Estaba a diez minutos de presentar por primera vez en Latinoamérica su película rodada en Chile y su humor se veía a punto de colapsar. Lucía un semblante tan desorbitado como su ojo derecho, que parecía dirigido al cielo con premeditación, rogando por un prodigio que lo sacara a flote. El estrabismo extremo de Trueba le da la facultad de parecer un animal mitológico de dos miradas, una terrenal, para atender los asuntos de los hombres, y otra capaz de entablar contacto con un plano esquivo a las capacidades sensoriales de las personas comunes.

La evidencia de sus malas pulgas no le puso freno a mi torpeza, que me empujó a interrumpir su tránsito errático por el teatro para preguntarle si era posible que me dedicara unos minutos. «Señor Trueba, Señor Fernando, Director…», era lo único que le alcanzaba a decir. Él ni me miraba, ocupado, como era claro, en un asunto de vida o muerte. En la puerta del teatro una multitud estaba a punto de buscar antorchas encendidas para castigar la tardanza con un Apocalipsis y los asistentes del director corrían detrás de él ofreciendo explicaciones, haciendo llamadas por celular y buscando ese agujero que les sirviera para ejecutar el plan de fuga.

Yo insistí cuando lo vi de nuevo. Trueba se aproximaba con el gesto agrio del momento y cuando escuchó mi llamado, antes de desaparecer tras las cortinas del teatro, dijo: «Ahora no tengo tiempo». Pronunció esta frase girando su rostro hacia donde yo estaba, hacia la derecha, y creo que su intención era tener la cortesía de mirarme, pero su ojo derecho tenía el blindaje orgulloso de los estrábicos. Levitando en la cuenca ocular como en una ensoñación con la que apunta siempre a las alturas, el ojo no me miró sino que me dio una cachetada.

El hombre que había empuñado un Oscar y trabado amistad con su propio dios, Billy Wilder, se atrincheró en el camerino mientras el público atravesaba las puertas del teatro y trataba de encontrar un asiento disponible. Las butacas se ocuparon en un parpadeo. Los palcos del segundo y tercer piso no daban abasto y por poco me quedo sin puesto. Encontré un lugar libre en la penúltima fila, entre una señora octogenaria de alegría dionisiaca, y una pareja de extranjeros que a pesar de su bronceado irregular, su cabello desarreglado y el desparpajo de su atuendo, no podían esconder que eran bellos.
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Había en el auditorio un cuchicheo estridente. El movimiento de las personas aglomeradas, que agitaban abanicos y apaciguaban la impaciencia con alguna conversación pasajera, imprimían a la escena los temblores de una colonia de termitas. En medio de este vaivén distinguí en el escenario a un hombrecillo de camisa blanca que miraba hacia el público como buscando a alguien. Descendió las escaleras y caminó por el pasillo central mirando a cada lado. Se detuvo cuando llegó a la penúltima fila, pues, al parecer, yo era a quien andaba buscando. «¿Usted necesitaba hablar con el maestro?», dijo y a continuación me invitó a que lo siguiera. Me condujo tras bambalinas donde Fernando Trueba esperaba en una silla haciendo carrizo con la actitud de un dandi del Mediterráneo. Tan apacible que parecía un hombre distinto al que minutos antes iba a transformarse en un mandril que estrena su furia primitiva por fuera del zoológico. «Disculpa que no te presté atención», dijo. «Es que debía resolver un problema. ¿Me querías decir algo?». Mientras yo le explicaba el alcance de mis intenciones, Trueba me miraba fijamente con su ojo terrenal, el izquierdo. Desde el punto en el que yo estaba no alcanzaba a ver lo que su ojo místico andaba haciendo. Dijo que por supuesto, que claro, que cómo no, a lo que le había pedido y fijamos una cita para el día siguiente. Volví a mi lugar con la impronta de sus dos miradas flotando espectralmente ante mi rostro. El efecto inmediato era una mezcla de seducción e hipnosis tan inquietante que apenas pude seguir el hilo de la película que a continuación proyectaron en el teatro silencioso. Era una historia triste con montañas nevadas, amor y apuñalamientos. El público aplaudió cuando encendieron las luces, señal de que ningún ratón tuvo que abandonar ningún barco.

En mi siguiente encuentro con Fernando Trueba estuve más expuesto al influjo de sus dos ojos. Nos encontramos en el patio central del hotel donde se hospedaba y un racimo de periodistas acechaba a los personajes ilustres del encuentro. Reconocí a Ian McEwan que se paseaba en el lugar luciendo un sombrero caribeño. Trueba estaba solo. Me reconoció al verme y lo primero que saltó a decir fue «¿Has visto la película?». Preguntó por la reacción del público, si les había gustado, cómo estuvo la imagen, si el sonido había estado claro. «Es que me invitaron a una cena y no estuve hasta el final. Siempre me preocupo mucho por eso». Le hablé de los aplausos.

Para la entrevista nos sentamos en poltronas de mimbre ubicadas frente a frente con una leve desviación oblicua. Desde mi punto de vista estaba más cerca de su ojo izquierdo pero el esplendor de su ojo derecho también estaba a mi alcance, lo que produjo durante la conversación un comportamiento bipolar de mi parte, pues me sentía obligado a sostener la mirada de su ojo terrenal pero una fuerza que le echaba combustible a mi curiosidad me conducía sin que yo pudiera defenderme hacia su ojo extraviado.

Volvió a disculparse por su comportamiento histérico de la noche anterior. Explicó el lío de los rollos de película que no llegan a tiempo, la necesidad de hacer una proyección previa, verificar la sincronización de la banda sonora. Yo asentía con un detestable balanceo que me hacía parecer uno de esos muñequitos bebedores de agua. Prestaba atención a sus palabras pero también combatía contra el impulso de abandonarme a la suerte para dejarme llevar hacia el lugar al que su ojo derecho me estaba invitando. Pero al principio me mantuve firme y entramos en materia después de la breve charla de calentamiento.
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Era agotador evitar mirar el rasgo principal de su estrabismo pero ayudó un poco su voz de veterano sabio y la enorme emoción con la que hablaba sobre películas. No era difícil imaginarlo en los años de su infancia devorando por horas las funciones múltiples. Creyéndose en las salas oscuras un Robín Hood que realiza hazañas en un bosque de butacas. Imitando, al salir de las salas de cine, el porte desafiante de John Wayne, la mirada de Gary Cooper, el rictus de la boca de Humprey Bogart, como confiesa en su diccionario del cine. Aunque siempre consciente de ser un «pequeño gafotas estrábico» que apenas empezaba a conocer el significado de las palabras director y guionista.

La conversación fluyó desde su ópera prima hasta su Oscar y mientras tanto yo forzaba mi mirada para no caer en las trampas de la suya. Porque si el ojo izquierdo tenía la efectividad y delicadeza de un francotirador, el derecho era un ninja que se esfumaba en una nebulosa para atacarte por la espalda.

Llegamos al punto en el que ambos nos pusimos místicos como su ojo desorbitado. Tocamos el tema de dios, es decir, de Billy Wilder, que le enseñó al niño Fernandito Trueba cómo es que se hace una película.

A esa altura ya no me importaba que Trueba se diera cuenta de que lo miraba alternativamente al ojo izquierdo y al derecho, deteniéndome cada vez durante más tiempo en su espléndida rareza. Seguramente estaba acostumbrado, y yo sabía que incluso algunas veces él no tenía piedad para dedicarse burlas recalcitrantes, autoproclamándose con frecuencia enano del cinematógrafo. Luego pensé que si fuéramos buenos amigos, yo lo llamaría Quasimodo cinéfilo; así como a Billy Wilder le hubiera puesto un apodo que lo hiciera caer en la cuenta de su enorme semejanza con E.T. El Extraterrestre.

Pero el amigo de Wilder era Trueba y yo quería escuchar los pormenores de esa relación casi con las mismas ganas con las que quería preguntarle a mi entrevistado por qué era imposible hipnotizar a un estrábico como lo comprobó John Huston cuando intentó hacerlo con Jean Paul Sartre.

Supe que mientras duró la amistad, Wilder solo le había dado un consejo —«Pasa todo el tiempo que puedas con tu hijo»— y que había derramado una copa de martini en la alfombra de su casa cuando Trueba cometió la insolencia de llamarlo Dios ante millones de televidentes durante la entrega de los premios Oscar en 1994. Luego, Trueba narró una conversación que sostuvieron en una hamburguesería de Los Ángeles. Wilder le preguntó si había visto La lista de Schindler y cómo le había parecido. Sin proponérselo, el crítico que Trueba mantiene amordazado brotó para decir que esto y que lo otro sobre la película de Spielberg. Wilder lo escuchó y luego le contó por qué la había visto cuatro veces. «Cielos, ¡Billy Wilder ha visto una película cuatro veces!», exclamaba Trueba en sus adentros cuando su amigo empezó a hablar: «Yo perdí a mi madre en los campos de concentración y jamás supe qué fue de ella. Por eso he visto La lista de Schindler cuatro veces. Tiene tantos extras, que yo me quedo mirándolos para ver si la encuentro».
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«Las lágrimas me saltaron de los ojos con la boca llena de hamburguesa», dijo Fernando Trueba, ocasionándome una reacción parecida, pues, si bien mis lágrimas se mantuvieron en el reverso de los párpados, tuve que desatar el nudo de mi garganta con una exhalación que espero hubiera sido interpretada como una expresión de asombro. De hecho, estaba asombrado, encantado, abandonado a los efectos de la charla, cautivo en el influjo ambivalente de los ojos de Trueba. El ninja me tenía ensartado por la espalda y el francotirador ya había acertado varios tiros en mi cabeza y en mi pecho. Solo me quedaba una última palabra, la pregunta final. Sí, Trueba confirmó que era imposible que alguien lo hipnotizara y que los poderes de su ojo extraviado, místico y embaucador lo habían privado de las maravillas del mundo estereoscópico pero lo volvían inmune a los encantos engañosos del cine en 3D.

Ciclo Artistas en Nebrija. Fernando Trueba. Cortesía de Nebrija Universidad. Pulse para ver el video:
[youtube]https://www.youtube.com/watch?v=EjPMjhcqfWA[/youtube]
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* Diego Agudelo Gómez (1981). Periodista. Trabajó en el periódico El Mundo en Medellín donde cubría la fuente educativa y cultural. En la Universidad de Antioquia tuvo el rol de reportero y editor de diferentes medios entre boletines comunitarios, periódicos institucionales, medios ambientales, páginas web e incluso libros. En el año 2008 pasó a ser el editor del portal de la Red de Bibliotecas de Medellín y desde entonces alterna como editor/redactor de cronicasvagabundas.blogspot.com, coequipero del blog cinestesia.org, colaborador de la revista Kinetoscopio, docente de periodismo en la Universidad de Antioquia. Actualmente es periodista de www.elcolombiano.com

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